Siempre pensé que lo peor de las tiendas eran esos maniquíes exangües, inexpresivos, de mirada perdida. Esos maniquíes creados para ser indiferentes y que, sin embargo, no pasan desapercibidos para nadie, y no porque Buñuel tuviera una filia patológica con sus piernas, ni porque Mercero haya mostrado su alarmante quietud algunas veces, sino porque su extrema languidez hace pensar en el devenir de una industria que vive del cuerpo humano. Difícil mezcla la del plástico y la carne.
Fotografía de uno de los escaparates actuales, copyright Lucía Tello Díaz
Pensaba, retomo mi razonamiento, que lo peor de las tiendas de moda eran igualmente esos materiales new age que se emplean para confeccionar nuestras nuevas prendas, esos que dejan patente que la crisis no nos da tregua y que remiten a la laxitud del papel y al olor del caucho; “por qué las texturas son tan pobres y los olores tan desagradables” cavilaba mientras una cajera me indicaba mi turno. La joven no podía estar más ensimismada, mantenía conversación con otras cinco cajeras y la encargada de la tienda, todas ellas alteradas y con pulso acelerado. Incluso yo podía notar la fortaleza de sus latidos en la carótida. El motivo era insólito: una carta extraviada. Exiguo material para iniciar una conversación, deducirán acertados, aunque resulte ser lo suficientemente enjundioso como para dar pie a un guión cinematográfico.
“A primera hora llegó un hombre y apoyó la carta sobre el mostrador –citaba una de las jóvenes de carrerilla-, tan sólo saludó y posó el sobre encima de la mesa; pensé que sería publicidad, por ello no le hice caso”. Su afirmación parecía convincente, me pareció sensata. “Yo vi un sobre al lado de la caja, me sorprendió verlo allí así que lo aparté”, prosiguió una segunda cajera, mimética dicción y vestimenta que la primera, que todas a decir verdad. “Allí lo encontré yo –añadió la tercera-, y pensé que debía estar en el cajón, así que ahí lo dejé”. No entraba en mí de turbación, tan sólo llevaba dos artículos y los minutos discurrían como horas. “Encontré un sobre cerrado en el cajón e inmediatamente pensé que sería importante –apuntó la cuarta-, por ello lo deposité en la parte interior del mostrador”, comentó señalando el lugar exacto donde lo había dejado. Ninguna de las cinco cajeras lo vio. Yo tampoco. “Allí lo encontré yo –remató la quinta- y lo consideré intrascendente, así que lo dejé cercano a los pedidos”. Aquello era el colmo de la expectación, estaba intrigada. “Pues lo he estado buscando toda la mañana y no aparece, dónde estará”, preguntaba nerviosa la encargada, “no ha podido desaparecer solo”.
Qué ocurrencia decir que la carta se movió sola, era evidente que había pasado por tantas manos como trabajadoras había en la tienda. Nunca me habría sobrevenido la idea de especular acerca de un mecanismo interno de la carta, no lo necesitaba con tanta fuerza motriz disponible a tan buen precio. “Tiene que aparecer”, inquiría la encargada, haciendo caso omiso a mi presencia y a la de mis dos tristes artículos.
Aquella conversación tan absurda, parecía toda ella un fragmento entresacado de un filme de los hermanos Coen, un pedazo de Quemar después de leer o de Fargo, quizá más la primera, más absurda, peor hilada. Era el puro caos hecho narración. Sin embargo, había en la declaración seguida de tantos testigos algo que remitía al cine de misterio, a Asesinato en el Orient Express o mejor, a Pero… ¿quién mató a Harry? de Alfred Hitchcock. En ella, si recuerdan bien, el genio del suspense nos hacía partícipes de una muerte, un auténtico galimatías organizativo que daba a entender que el asesino de Harry no era un solo personaje, sino potencialmente todos, porque todos habían matado aquella mañana al mismo hombre. La comedia comenzaba con la descarga de tres disparos y la consiguiente aparición de un cadáver en los páramos de Vermont. Allí lo encuentra un cazador, Albert (Edmund Gwenn), quien teme haber causado la muerte a Harry y decide enterrarlo. Ese es el primer enterramiento del desventurado. Pronto llegarán otros personajes, todos ellos culpables en su justa medida de la defunción del vecino, de suerte que Harry da su última exhalación por entregas, siendo enterrado y desenterrado de las más variadas formas, no sólo por su mujer Jennifer (Shirley MacLaine) o el cazador, sino también por un pintor (John Forsythe), un niño, una mujer y algún que otro vecino. Al final del metraje se entiende que Harry, nada ducho a la hora de hacer amigos si hemos de ser honestos, había sido asesinado por todos y por ninguno, una situación descabellada que el humor absurdo de la ficción siempre es capaz de recrear con salero, aderezado con el arte de un cómico Hitchcock que le otorga un toque de distinción.
Menor arte y menor gusto tiene el affaire de la andarina carta traspapelada, si es que la traspapelación no responde de hecho a un plan premeditado, es cine de suspense, ya saben, y la presunción de inocencia aquí no es requerida, es obviada. Ese sesgo policíaco me hace temer que también la carta haya sido enterrada y desenterrada varias veces, las cuatro cajeras eran iguales y sus coartadas similares, difícil deducir quién asestó el tiro mortal. Me cobran al fin y me alejo del fatídico mostrador. Lástima de suerte, pienso mientras atravieso las puertas del local; no hay nada peor que dejar lo mejor para el final. Lo que más me duele no es la falta de tacto al obviarme como cliente, ni tan siquiera haberme perdido el final de la deliberación de un jurado tan culpable, o que haya tenido que perder tiempo y paciencia esperando; lo que más me ofende, y definitivamente me crispa, es dilucidar cómo podré conocer ahora cómo acabó la historia. Ya nunca sabré quién mató a Harry.
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