Qué placentera es la vida cuando consigue sorprendernos. Positivamente me refiero, claro está; cuando uno pasea, trabaja o disfruta y, sin conocimiento mediante, surgen circunstancias que, de habérselas imaginado con anterioridad, hubiera pensado que se trata de una ilusión, de una escena al más puro estilo cinematográfico. Sin embargo estas circunstancias suceden, ya lo he dicho en repetidas ocasiones, incluso con mayor frecuencia de la que uno se figura.

Es madrugada de un día cualquiera, muy entrada la nueva jornada. Trabajo en el despacho hasta tarde, como siempre. Todo está oscuro visual y acústicamente, no se escucha un alma. Un alto en el camino me empuja a acercarme a otra habitación y es allí, en el fragor de esa noche ajena, donde comienzo a escuchar una versión masculina, acústica y anónima de Somewhere over the rainbow a través de los cristales. La música es realmente estruendosa en cuanto al volumen –el ritmo y su sonoridad son cadenciosos, como en la versión de Judy Garland-, lo que obliga a los vecinos a asomarse a la ventana. Oigo pasos y también voces. La fuente de tan trasgresora acción es un joven (o ya no tanto) que ha aparcado su vehículo en las cercanías del edificio, quizá un homenaje o un guiño a su amada (o ya no tanto). Ante la indignación vecinal, el infortunado amante vuelve a poner en marcha el coche, reanudando su acción ya en movimiento, llevando su bullicio amoroso a dar vueltas alrededor del edificio, de suerte que lo único que escucha su amada, y a la postre el resto de vecinos, es un revoltijo de sonidos inconexos aunque concatenados, tan arrítmicos como molestos: “some… birds… fly…”. Espero que la sorpresa que le tenga preparada para San Valentín nuestro desgraciado amante, sea cuando menos mejorada y no aumentada, si no es así, cuánto me temo que la damisela en cuestión buscará nuevos puertos en los que atracar.

Nunca sospeché que sería testigo de una situación semejante, tan hilarante, tan bizarra; si acaso sólo posible en el cine. Tampoco imaginé que la comunidad vecinal fuera a actuar de tal guisa, mezcla de pudor, envidia y desgana. Si hubiera sido la damisela en cuestión Aitana Sánchez Gijón, y el muchacho galante Keanu Reeves, nadie hubiera desalentado ese fulguroso amor, ni siquiera Giancarlo Gianinni o su octogenario padre, Anthony Quinn, a todos nos gusta dar de vez en cuando un paseo por las nubes. Pero hele aquí que en pleno siglo XXI, en la etapa más evolucionada y menos violenta de la historia de la humanidad según Eduard Punset, que nos encontramos a una sociedad encrespada, carente de afecto y simpatía. Tal vez el romanticismo murió con Bécquer, aunque intuyo que todos son románticos en mayor o menor medida, si bien dentro de sus casas, cuando el amor es cosa suya y no exhiben que lo anhelan o lo codician. Terrible pecado capital el de la codicia.

true lies

Fotograma de Mentiras arriesgadas. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Suerte que momentos de cine como éste nos demuestren que algo queda, algún revolucionario del amor, un último superviviente. También fue suerte que la magia me sorprendiera, nuevamente, a la vuelta de la esquina, estando de viaje por el norte. Una de tantas mañanas frías en el centro de una capital de provincia. Paseo tranquila por una gran avenida sin mayor pretensión que el percibir la armonía y las buenas vibraciones de un grupo de jóvenes músicas que en su infinito altruismo, tocan en la calle con lo puesto, la más alta cultura al alcance de unos vaqueros. Prendada como estaba escuchado a Mozart y a Vivaldi mientras la ciudad iba despertando, me sorprendió de repente una pieza, Por una cabeza, el celebérrimo tango de Carlos Gardel que bailasen Jamie Lee Curtis y Arnold Schwarzenegeer en Mentiras arriesgadas. Arriesgado era, desde luego, introducir esa pieza en tan portentoso repertorio, si bien agradecí profundamente que me permitiera recordar una de las cintas más distraídas de James Cameron, la única en la que el ex gobernador de California no se solaza con la desgracia ajena, o apenas nada.

Ese tango que también apareció en La lista de Schindler o Esencia de mujer -y que yo sólo conocía en orquesta por Itzhak Perlman-, confirió a la calle un aire tan mágico y embelesador, que no fueron pocos, varias decenas, los que hicieron conmigo causa común y sucumbieron a los acordes de aquellas seis músicas.

Los aplausos no tardaron en llegar, la buena música siempre es deleite del oyente, incluso del más apesadumbrado. Quizá una reacción semejante esperara el pobre caballero galante, ése que sigue en la calle, dando vueltas a la manzana esperando a su joven dama. Mientras dure el cortejo, al menos el vecindario podrá disfrutar de la música, abjurando de ella a voz en grito, mientras anhela sotto voce que el prófugo amante dé su serenata bajo su propio balcón. Qué terrible pecado capital es la envidia, y ya van dos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *