Una mujer en el amor: Witness for the Prosecution (1957)
Sabido es que al viejo zorro de Billy le gustaba realizar un drama y una comedia y así hasta completar su intensa filmografía. Pero en el caso de Testigo de Cargo, el director de grandes guiones como El Apartamento o El crepúsculo de los Dioses se muestra más irónico de lo habitual; parodia el amor. Y es que, siguiendo las palabras de Pablo D’Ors en su Biografía de la Luz: “No puede haber amor si no hay verdad”. La desesperación griega, trágica de la Dietrich, se convierte en el alter ego de Wilder en su cinta del año 1957.
La industria se beneficiaba del cine de Hitchcock a través de su genialidad para pensar en suspens al mismo tiempo que en la taquilla. De Wilder se esperaba cierta sorpresa, algo así como “a ver por dónde nos va a salir ahora el señor Wilder”. Por eso en Testigo de Cargo se dispuso a devolverle al espectador la ansiedad por adivinar, la raíz de franqueza en el amor de ese Tyrone Power convertido en canalla bajo la batuta de Billy. Jugando la baza fundamental de tener en el reparto a Charles Laughton, mágico con sus juegos interpretativos desde que encarnara a Rembrandt en los años treinta para los hermanos Korda, y a su mujer, Elsa Lanchester, en una pareja bien avenida de enfermo y cuidadora obsesiva, el director comediante de Perdición nos extrae la mejor esencia del thriller judicial y del romanticismo poético de la mentira, el paso del tiempo y el anhelo pueril de seguir imaginando que la justicia y la ley son implacables dentro de la existencia, de la misma manera que Marlene Dietrich cree en su amante. Por eso Wilder imagina que la verdad existe, como el amor, y la ley conspira a favor de ella.
Con el reflejo de un óculo en la entrada de la casa del abogado, la puesta en escena le guiña un ojo al espectador, en las subidas y bajadas por una escalera: cada vez que desciende aflora la duda, cada vez que se sube persiste el afán de verdad. Duda, amor y psicología de la sombra rigen el guion del director, con los “objetos símbolos” que siempre le gusta destacar en sus películas, el monóculo como el que todo lo ve, los puros como llave a la intriga, un cuchillo y los sombreros, porque todo empieza en un guiño cómico de Tyrone Power con un sombrero; el de la mujer asesinada.
Por cierto que el bueno de Ty quizás no fuera la mejor opción para el papel de hombre enmascarado en su propia perfidia, pero como galán de la FOX estaba ya agotado y la idea de trabajar con un director de los grandes, era una apuesta muy refinada e incuestionable en su glamurosa carrera edulcorada como Don Juan, pirata o aventurero del alma en su Filo de la Navaja. Quien mejor que él, a la manera de Valentino, encarnó el velo del amor en la oscuridad de las salas de todo el mundo. Con Dietrich a su lado y Laughton en su reverso, estaba bien apuntalado a su papel dentro de la cinta, firme en su falso amor a Dietrich, mujer de caminos angostos y peligrosos, como los senderos del amor que tal como diría Oscar Wilde “el amor tiene caminos donde los lobos no se atreverían ni a entrar”. Una Marlene misteriosa, expectante, valiente y canalla al mismo tiempo, heroína de amores apasionados y no solo en pantalla, simplemente recordar su Ángel Azul de 1930.
La película se desarrolla en un Berlín-Londres de Blanco y Negro al más puro estilo clásico, cuando el color se había impuesto en la industria y el tono solemne de algunas producciones de los grandes maestros parecía estar en clara decadencia. Pero la obra de Wilder es sublime. Perfecta desde su arranque, un Sir Wilfrid (Charles Laughton) que parece extraído de uno de los personajes de los caballeros del Imperio. Ególatra y testigo, y juez de sus propios actos, como se entiende que debe de ser el compromiso con la ley. Por eso, el carácter gótico de la sombra del personaje de Dietrich le desanima y angustia desde la primera presencia de la mujer erguida en la entrada de su casa. Con una cicatriz marcada a la manera de Dumas, con la Flor de Lis de Milady de Winter. El engaño como mediador de Fausto.
Y es que Wilder, juega con el guion para que el espectador desarrolle su propia estrategia para descubrir la verdad. Se encariña con el rostro compungido de Ty, se desborda con el semblante irritado de Laugton ante la mirada atenta de la enfermera, y se enfada con la misma Dietrich. Pero todo en un giro metafórico donde nada es cierto, ni el chocolate que toma con sus pastillas en el juicio, el cual sustituye por coñac. Tono de comedia para un trasfondo oscuro, de hombres curtidos por la vida y abandonados al amor, a su suerte en una postguerra construida desde las grandes contradicciones de la paz. Por eso en los minutos finales se habla de existencias asesinadas, cuando Laughton rectifica con mano de sabio: “asesinada… ¡No! ¡Ajusticiada!
Realmente en este punto quizás Wilder se iguale a Hitch en su visión irónica del sistema judicial, idea que mantuvieron durante toda su vida, al igual que le sucediera a Fritz Lang, y sirva como ejemplo Los Sobornados (1953). Pero independientemente del tono intelectual que la cinta pudiera adquirir, Wilder vuelve a ser un autor enraizado en la Tradición Clásica al elaborar sus personajes dramáticos desde la vulnerabilidad y cierto sentido trágico, porque el hombre nunca puede escapar de sí mismo. El tono policial no deja de ser un efecto del propio director para servirle al público un espectáculo de primera, a la manera de las grandes películas de años pasados. Wilder nos condensa un gesto fotográfico entre los diálogos de Laughton y una imagen ambigua del amor, que se acerca al expresionismo del cine negro, en algunos momentos memorables como la secuencia de la cárcel, pasillos, rejas y techos elevados a la desesperación de una mujer enmascarada a la manera de Mr. Hyde, como aquella Gloria Graham del maestro Lang en The Big Heat (1953).
Pedro Fuentes, Humanista. (23 de febrero de 2021).
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