“Siempre se van los mejores”, dicen incansables las voces de quienes no se dan cuenta –consciente o inconscientemente-, de que todos los mortales, tarde o temprano, acaban cediendo el paso a la posteridad. Quién iba a decir que la muerte es lo único verdaderamente democrático. Pero en este caso, al margen de las inquietantes condolencias que tratan de poner barreras a lo inevitable, sí que se puede afirmar que, en efecto, uno de los mejores se ha ido, no sólo porque Pollack, director ineludible para las generaciones de los setenta y ochenta, fuera un notable realizador, sino porque su polivalencia y maleabilidad –entiéndase por maleable no el fácil de persuadir, sino por el contrario, el que es capaz de adaptarse a cualquier forma sin romperse-, hacían de él un “todo terreno” del mundo audiovisual.
Fotograma de Memorias de África. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Y es que Sydney Pollack, en sus más de cuarenta años de carrera, fue capaz de ejercer como actor, productor y director, en una treintena de filmes de la más variada etiología, en los que demostró que la versatilidad no es sólo una floritura banal en una industria como la cinematográfica, sino todo un requerimiento para cuya consecución no todos están a la altura.
Nacido en Lafayette (estado de Indiana) en julio de 1934, este descendiente de inmigrantes rusos tuvo claro desde el principio su vocación artística y teatral, viajando a Nueva York para completar sus estudios dramáticos y participar en la cuna del teatro estadounidense, Broadway. Después de su travesía dramática, la televisión captó toda la atención de Pollack, dedicándose a la realización de programas y espectáculos que le valdrían el reconocimiento de la Academia, con varios premios Emmy. Sin embargo, la vida de este polifacético autor no se quedaría confinada a los monótonos 25 fotogramas por segundo que le ofrecía la televisión, sino que pronto vio la oportunidad de saltar a la gran pantalla. Fue en 1966 cuando, por vez primera, Sydney Pollack rodó su primer largometraje, The Slender Thread, un filme desigual y con escasa repercusión mediática que, sin embargo, le abrió las puertas del cinema. Tres años después, en 1969, Pollack pudo ver recompensados su esfuerzo y reconversión gracias al palmarés obtenido por el film Danzad, danzad, malditos, premiado tanto en Cannes como en Bruselas o Belgrado, e incluso nominada al Oscar por la Academia. No obstante, como a todo autor que se precie, Pollack no alcanzó el verdadero estatus de realizador hasta que no encontró a su musa, su preciada y dulce inspiración que, paradójicamente, en su caso fue encarnada por los mechones rubios de un galán, Robert Redford. Encontrada la musa y congregada con ella, de la fusión nacieron los más afamados filmes de Pollack, no tanto Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), tan sólo primera aproximación, como Tal como éramos (1973) o, más adelante, Memorias de África (1985), film que le valió el Oscar a la Mejor Dirección. Pero antes de todo Oscar, como presumiblemente después de él –aunque por desgracia no en todas las circunstancias-, siempre hay obras que catapultan al éxito a sus autores. Éste punto de inflexión de Pollack vino refrendado con Tootsie (1982), film con el que su fama internacional quedó de manifiesto, no sólo porque fuera el único realizador lo suficientemente diestro como para calzar unas medias de rejilla a Dustin Hoffman, sino porque sus diez nominaciones a los Premios de la Academia hicieron patente la capacidad creativa del director de Indiana.
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Tras los rotundos éxitos que supusieron Tootsie y Memorias de África, y superada ya la década de los ochenta, la fama de Pollack sufrió un viraje insólito, colocándose en un soterrado segundo plano que, a pesar de sus intentos, nunca llegó a superar. Pese a éxitos de taquilla como La tapadera (1993), film protagonizado por Tom Cruise –sin duda peor inspiración que la sugerente mirada del padrino del Festival de Sundance-, Pollack hubo de conformarse con pertenecer a la lista de “los que en cierta ocasión fueron, pero no volvieron a ser”.
Superados los noventa, el nuevo milenio trajo al Pollack más arrollador con un filme en el que el realizador volvió a rodearse de estrellas consagradas, en esta ocasión, Sean Penn y Nicole Kidman, en La intérprete (2005), un trepidante thriller de acción que sólo un experto director podía conducir. Finalmente, en 2007 Pollack dirigió a George Clooney en Michael Clayton, film nominado al Oscar a la Mejor Película que, sin embargo, no brindó a su director la oportunidad de llevarse la preciada estatuilla. Con o sin palmarés por sus últimos trabajos, lo cierto es que Pollack siempre ha sido una figura inexcusable en el panorama cinematográfico mundial, no sólo porque sus filmes hayan llegado tan lejos como cabría esperar, sino porque era Pollack una persona a la que siempre agradaba ver en la gran pantalla, tanto detrás como delante de las cámaras. De estas incursiones en el mundo de la actuación, quién puede olvidarle en Tootsie, sentado en el Salón de Té ruso de Nueva York, o compartiendo escenas con Tom Cruise enla última producción de Stanley Kubrick, Eyes Wide Shut (1999). No obstante, si Pollack es reconocido públicamente se debe, en esencia, a una única interpretación, ésta es, la de Maridos y Mujeres (1992, Woody Allen), donde compartía con el genio neoyokino no sólo amistad, sino intimidad a raudales.
Y es que así era Sydney Pollack, un hombre polivalente, único e inigualable que, como todo lo bueno, termina por agotarse. Un hombre que, en palabras del propio Clooney, “hacía el mundo un poco mejor; hacía las películas un poco mejor; e incluso hacía la cena un poco mejor”. Un hombre recordado y al que recordar, eso sí, tal como era.
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