Las ciudades que nunca duermen son las que más engatusan. Aquéllas en las que se hace lo que en ninguna otra, en las que se es el soberano, el primero, el número uno. Así definía Frank Sinatra la excitación que provocaba en su ánimo la Gran Manzana, la ciudad de Nueva York que le encumbró y a la que dedicó su himno más internacional. Frankie ha muerto y, pese a ello, sigue vivo adherido al imaginario de la ciudad.

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Fotograma de Un día en Nueva York, 1949 Metro-Goldwyn-Mayer. Todos los derechos reservados 

Y hablamos de imaginario porque Nueva York, con todo lo real que es, lugar concreto y alcanzable con costa, río, rascacielos y vecinos ruidosos, como todas las ciudades; tiene aún más de fantasía, de inmaterial, de cine. Y es que algo tendrá este lugar, nacido entre los barrizales y ciénagas de Nueva Ámsterdam, para haberse convertido en centro de peregrinaje de fieles, los desterrados bienvenidos por su Estatua libertadora, y en eje de una industria de ensoñación como la cinematográfica.

No importa cuán profundo o leve se piense en ella, Nueva York nos evoca fotogramas, no recordaciones tangibles. No son recuerdos nuestros los que atesoramos de ella, son planos secuencia, escenas, metrajes completos. No es Central Park, sino Woody Allen encontrando la respuesta divina al santo Job, prendándose de Tracy en Manhattan; no es el Empire State Building, sino Jules Munshin superando su visceral (aunque finalmente remediable) fobia a las alturas, en Un día en Nueva York; no es Wall Street sino Tess McGill ponderando su mente financiera y su cuerpo pecaminoso en Armas de mujer. Curioso que Nueva York sea el lugar al que nunca se acude por vez primera, es la madre patria del imaginario colectivo. A ella siempre se regresa. El cine también vuelve a la ciudad con frecuencia, suyas son las películas que más deleitan. Los hombres allí son más seductores, las mujeres más bellas, los locales más sofisticados, los guetos más profundos, los loft más extraordinarios. Insólito esto del loft, antes de Ghost nadie sabía que un local industrial podía dar diáfano cobijo a los bohemios e intelectuales. Tampoco España, tan rápida en su evolución pero tan lastrada, sabía de un extrarradio como el neoyorkino. West Side Story nos enseñó que la delincuencia más violenta también puede brotar del amor más shakesperiano.

En ella Scorsese colocó un saxo a Bobby de Niro (New York, New York); en sus calles también Joan Chen le dio una enfermedad mortal a Winona Ryder (Otoño en Nueva York) y Peter Tewksbury una situación delicada a la magistral Jane Fonda en Un domingo en Nueva York. Está visto que la música, las estaciones y cualquier día de la semana, son más plenos y contundentes en la Gran Manzana. Nos hemos criado cinematográficamente con la estampa prototípica de King Kong, y del mismo modo, aunque un poco menos, con los muelles de esa Nueva York de hampa y delación de La ley del silencio. Nos hemos enfurecido con todas las calamidades elegidas por la fecunda predilección catastrófica de guionistas y productores, que colocan a Nueva York como núcleo de la tragedia de invasiones extraterrestres (Independence Day), mutaciones niponas (Godzilla), ectoplasmas burlescos (Cazafantasmas) y preconizaciones mayas (2012); y nos hemos enamorado con sociópatas desesperantes (Mejor imposible), neuróticos con colon irritable (Entonces llegó ella), y padres adoptivos en pack de tres (Tres hombres y un bebé). En Nueva York hay cabida para todo, incluso para lo que no es netamente neoyorkino.

Se dice de Julio Verne que apenas salió de su tierra natal. Paradójico que quien excitó la fantasía de todos cuando éramos niños, hubiera vivido tantos peligros, viajes y travesías tan sólo en su imaginación, y en la nuestra. Con el cine de Nueva York ocurre que, al igual que en la literatura, los lugares más emblemáticos reposan sobre esa esterilla exótica de quimera que tanto gusta, que provoca más contento que la propia realidad. Por eso hay tantas personas, o tal vez sólo los que son más Sting y menos Sinatra, que siendo extranjeros deciden desde su perspectiva narrar la jugada; fuera quedan las experiencias de los autóctonos, de los que saben qué sucede en el asiento trasero de un coche durante la Fiebre del sábado noche, o los que saben que caminar por la milla de oro neoyorkina (La muchacha de la Quinta Avenida) a veces es más peligroso que el Bronx de Mentes peligrosas; que se lo digan, si no, a la imaginación desbordada de Alan Alda y Diane Keaton en Misterioso asesinato en Manhattan.

Porque Nueva York es genuinamente universal, y no sólo americana. Es la camiseta de Jean Seberg en À bout de soufflé, caminando e intentando conquistar, por mandato expreso de Jean-Luc Godard, a Jean-Paul Belmondo, antes de que éste se diera cuenta de que el recuerdo de esa inocente T-shirt del New York Herald Tribune sería lo único que perduraría al final de la escapada. También Nueva York es el Herald en la  corresponsalía romana de Gregory Peck, en las que seguro fueron sus mejores Vacaciones en Roma.

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Fotograma de Cómo casarse con un millonario, 1953 Twentieth Century-Fox Film Corporation. Todos los derechos reservados

Pero Nueva York es, ante todo y sobre todo, decorado. No es documental, ni movimiento, ni tan siquiera cámara al hombro. Nueva York es atrezzo, es blanco y negro, es cinemascope y risa enlatada. Suya es la vista inabarcable de la terraza de Marilyn Monroe y Lauren Bacall en Cómo casarse con un millonario; las habitaciones futuristas que albergaban los castos sueños de Doris Day en su incómodo Pijama para dos, o la simuladísima sede de la ONU de North by Northwest.

Pero como esta ciudad nunca muere, ni aun teniendo la muerte en los talones, permítanme ya a estas horas, recordar la que sin duda será la mejor película neoyorkina de la historia, irónicamente rodada por un europeo, y protagonizada por Shirley MacLaine y Jack Lemmon. Hecha al detalle, muy al gusto de Billy Wilder, el attrezo de El apartamento no deja lugar a dudas de la procedencia de esa acogedora casa en la que todos, en algún momento, hemos deseado pernoctar. Láminas sin enmarcar de Chagall, Mondrian o Picasso, todas del MOMA, itinerario obligado y cercano al barrio oeste, dan paso a cocinas estrechas de raquetas por coladores, de sillones con horquillas, y de Navidades sin fiestas. Una calle con lluvia, un travelling, un baile cheek to cheek con una desconocida y un “calla y reparte”, ponen punto y seguido a una historia sin final, a la historia de Nueva York, la ciudad que nunca cansa, y en la que todos queremos descansar.

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