Pasión carmesí. Esa fue la impresión que Vincente Minnelli debió sentir por el París vanguardista, por ese París mítico y ya imborrable que surgió a principios del pasado siglo y que convirtió a sus promotores en la avant-garde de la historia reciente del arte. Minnelli, con ese cine pictórico y emocionalmente cromático, se enamoró de los artistas propulsores de un arte a contracorriente, de una ciudad que atraía para sí a los desheredados aunque aventajados sin saberlo, a los que no entendían que, como el propio Minnelli, estaban haciendo historia.
París ha sido el escenario artístico por excelencia. Poco importa que apenas se le reconozca su vena intelectiva, siempre subyacente a su veta artística, subjetiva, eminentemente irracional. París ha sido cuna del arte moderno y, por extensión, del cine. A los hermanos Lumiére debemos remitirnos cuando aquel histórico 28 de diciembre de 1895, en el Grand Salon Indien sito en el Boulevard des Capucines, se proyectó por vez primera el prodigio cinematográfico. El cine abrió los ojos con París de fondo, capital del cine mucho antes –y mucho después- de que Hollywood diera sus primeros pasos.
Pictórico fotograma de Gigi (1958, Vincente Minnelli). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Sin embargo es el hollywoodiense el cine que con mayor escrúpulo ha cimentado el ideario común que todos poseemos de París. A pesar de que el cine francés ha realizado ímprobos esfuerzos por retratar una ciudad cotidiana, familiar, con todos sus contrastes y claroscuros, Hollywood ha incidido en una metrópoli estereotipada, más ensoñación que realidad, pero a todas luces romántica y alegórica. Lejos está la Nouvelle-Vague con sus Godard, Truffaut o Resnais; lejos también quedan Jean-Pierre Jeunet o últimas adquisiciones como Guillaume Canet. El mejor cine de París salió de los estudios de la MGM.
Vanguardista Minnelli
Las fieras han tomado el arte. Las fieras, los “fauves”, se hicieron con el mundo de la representación cuando la cultura francesa rechazaba el color por el color, la emoción por la emoción. Sin embargo Matisse, como también hicieran Derain o De Vlaminck, optó por romper moldes, por dejar a Donatello entre las fieras y dinamitar desde dentro el Salón de Otoño de 1905; también él sabía que el arte es la única arma que debe ser cargada. Necesariamente de Matisse será La habitación roja: los postres, óleo de 1908 en el que la explosión cromática remite a un orden nuevo de cosas, al desconcierto sensorial, al agasajo visual; un trabajo exquisito que otro autor pictórico, el cineasta Vincente Minnelli, reprodujo a su muy libre antojo en una de las escenas más celebradas de su filme Gigi (1958). A decir verdad, fueron varios los autores vanguardistas a los que el cineasta homenajea en el filme, como sucede con los paisajes de Renoir, o las sombrillas de George Seurat en Un domingo de verano en la Grande Jatte. Todo este bagaje sirve a Minnelli para dar forma a una película americana de sabor parisino, con protagonistas franceses y regusto europeo, con edificaciones modernistas, moda parisien y humor muy galo, que naciera años atrás en la novela de Colette en la que se inspira.
Gigi (Leslie Caron), es una vivaz y despierta joven del París bohemio. Su madre, una cantante de opereta, resulta demasiado inconstante como para hacerse cargo de la chica, debiendo su abuela y la hermana de ésta, llevar a cabo la crianza y tutela de la niña para convertirla en una cortesana portentosa. Con todo, la intención de las damas no es la de ver a Gigi erigida en una devota esposa, sino en una geisha en busca del mejor diamante, a la caza del mejor postor. En este París del incipiente siglo XX vive Gaston Lachaille (Louis Jourdan), un apuesto y acaudalado heredero del imperio azucarero, que se desenvuelve sin freno y con total disipación. A pesar de su libre albedrío Gastón vive sumido en el tedio, su existencia entera gira en torno al champagne, a las mujeres de una noche, a los lujos vacuos y a las delicatessen sin emoción. Su remanso de paz radica en la habitación roja de la casa de Gigi, donde pierde su formalidad y olvida sus reservas. Pero la vida disoluta de Gastón es alentada por su tío Honore (Maurice Chevalier), maduro pendenciero que modela a su sobrino a su imagen y semejanza. No obstante Gastón no siente turbación alguna, sólo una inmensa paz al lado de una joven que se abre camino por la adultez con apresuramiento y contento. Sin saber cómo, entre números musicales y miradas cómplices tanto Gastón como Gigi irán tejiendo su propia trampa, cayendo enamorados sin remedio y para su desgracia: Gastón perderá su catálogo de amantes, Gigi su libertad. No será hasta el final del metraje cuando se den cuenta de que la humanidad no se divide entre aquellos que sirven para casarse y los que tan sólo valen para galantear, sino entre los que encuentran el verdadero amor, y los que no.
Pictórico fotograma de Gigi (1958, Vincente Minnelli). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Ganadora de nueve premios Oscar (incluidos los de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión), Gigi es el mayor homenaje a una ciudad única, la escarlata, esmeralda y dorada París que Minnelli supo captar o construir y que desde entonces no ha vuelto a ser sino el reflejo de lo que el cine hizo de ella. Sus locales del estilo Toulouse-Lautrec, los jardines de Versalles, su torre Eiffel con escorzos insostenibles, han configurado un París sublime e inimitable que después sólo ha podido ser coreado y repetido. Ya sea en las calles húmedas de Gigi, o en las cercanías del Sena que tanto y tan bien ensoñó Woody Allen en Todos dicen I love you, o incluso en los lánguidos pasos que trazaban los pies de un emblemático infante como Antoine Doinel, lo cierto es que París, el cinematográfico, el de todos, ya ha ganado al público para siempre. París no es sólo sueño, la capital gala es pura realidad.
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