Decía Da Vinci que “aquello bello mortal, transcurre y no permanece”. En la puesta en escena de Frankenheimer –El Tren (1964)- se ejercita una existente disquisición sobre el acto del hombre en su contemplación de la belleza y su justa correspondencia con el ser humano. “La soberanía del patrimonio de Francia” está en juego. Un patrimonio que merece el sacrificio de la vida. Una cultura que se salva a sí misma con las ejecuciones de los miembros de la resistencia y con la acerada interpretación de un Paul Scofield, en un personaje entregado a la obsesión por el arte. Y es que David Hume ya nos decía que “la belleza de las cosas está en el espíritu del que las contempla”. El arranque de la cinta nos muestra unas cajas de madera tintadas con los nombres de los más célebres pintores de aquel arte que Hitler denomino “arte degenerado”. Cajas que paradójicamente se transforman en silentes ataúdes de los mártires que crecen junto a las vías de un tren, de un viaje, un camino homérico, donde belleza y arte se aman como el mejor verso del insigne Keats.

Imagen de ‘El tren’ © 1964 Les Films Ariane, Les Productions Artistes Associés. Todos los derechos reservados.

La película se radica en una hermosa balada a la heroicidad y la tenacidad de hombres comprometidos con sus ideales, bajo la batuta primigenia de Arthur Penn, el cual abandonó el rodaje tras sus discrepancias con Burt Lancaster. Pero el final de la cinta se nos muestra como una firma encubierta de Penn, en ese silencio poético de un hombre alejado de su propia soberbia y atrocidad. Es ahí donde encontramos las pinceladas de este autor que nos rompe años después con aquella Jauría humana, donde al igual que sucediera en El Tren, introduce al hombre en la profunda desesperación que engendra la violencia. Una violencia contenida y asumida que desgarra a la maravillosa Jeanne Moreau y que la funde en ese abrazo fraterno, de espaldas al espectador, y en el cobijo del cuerpo de Lancaster. Por eso lo más bello mortal de la película no son los cuadros encerrados en sus cajas sino los seres humanos que perecen junto a ellas y se olvidan en el tiempo. Ese maquinista loco (Michel Simon, recordado por su L`Atalante de Jean Vigo en el año 1934) vuelve a enamorar al espectador en este viaje ferroviario, en esta apuesta de este salvaje intelectual que fue de manera contenida Frankenheimer.

Imagen de ‘El tren’ © 1964 Les Films Ariane, Les Productions Artistes Associés. Todos los derechos reservados.

Desde su larga Tradición Clásica, en el guión se enfrenta al bruto que nada entiende pero que todo lo siente. Ese Lancaster dispuesto a volar un tren cargado de dinero, que no de cuadros, del suspense que encierra la lucha del hombre civilizado frente al monstruo de la caverna. La inversión de papeles es notable, la maldad se contiene en la esencia de la belleza, tal Dorian Gray, en un oficial alemán que está dispuesto a dejar en el descampado a sus soldados abandonados y heridos con tal de transportar “sus cuadros”.

El acierto de la interpretación de los dos personajes masculinos es el hilo conductor de la cinta. Un Scofield fiel heredero del teatro inglés: el nuevo Laurence Olivier de aquellos años sesenta (aunque debo admitir que personalmente me gusta más que Olivier), y Lancaster es el curtido “perro callejero” que ya encarnó a aquel hombre desolado por la vida en Mesas Separadas en el año 1958; la lucha por existir. Frankenheimer, a diferencia de su Ice man, no busca el conocimiento profundo de sus recuerdos, de su añoranza. Son personajes de la ironía  y la mentira de los ganadores.

Imagen de ‘El tren’ © 1964 Les Films Ariane, Les Productions Artistes Associés. Todos los derechos reservados.

Una declaración heroica de hombres sencillos. Este realizador, una vez más, sitúa al espectador en el sillón de juez observador. El fracaso de la propia Resistencia invade la cinta elaborando personajes vivos en el tiempo, acompasados en la partitura de Maurice Jarre, aséptica en muchos encuentros con la imagen, esa iconografía que se nos revela lentamente según se van encendiendo las luces de una sala de arte. El arte es el propio mundo y la realidad deja corta a la ficción e imaginación del artista. Quizás ya se atisba en su discurso narrativo el problema de la democratización del arte, hasta donde y ¿Qué vale una obra de arte? O mismamente y de una manera más subjetiva, donde el horror se vende como arte. Esos escudos humanos situados en la cabecera de la locomotora, actual. Rotundo.

Quizás por todo ello, esta película fue considerada como una de las Top 10 mejores del año 1965 por el National Board of Review y nominada a los BAFTA como mejor película.

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