Faltaban tres meses para que Oscar Wilde fuera a parar con sus talentos a prisión; tres meses de aquel victoriano 1895 para que fuera presentada en sociedad La importancia de llamarse Ernesto, obra cumbre del genio irlandés, en realidad su única comedia. El lugar elegido fue el Saint James´ Theatre de Londres; el día señalado para tal ocasión el 14 de febrero. En día tan distinguido conocíamos a Gwendolen, una dama de alta sociedad que en su inocencia y candor, se creía predestinada a contraer matrimonio con aquel que poseyera el nombre correcto, Ernest, la única identidad capaz de abrir las puertas de su corazón romántico y aun del visceral. Lady Lancing, título provisional de tan magna pieza teatral, supuso no sólo el encumbramiento de Wilde, sino sobre todo, el comienzo de una nueva forma de entender el destino, el amor de ficción.
Fotograma de Sólo tú. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Noventa y nueve años después del insigne evento, Norman Jewison, el famoso realizador de Jesucristo Superstar, acercó a la gran pantalla otra historia de enredo y nombre, alegórica y onomástica como lo fue Sólo tú, paradigma cinematográfico del amor perdido y hasta malinterpretado en la traducción.
Su protagonista, Faith Corvatch (Marisa Tomei), padece un romanticismo esotérico inexplicable, desde que en una juvenil sesión de ouija le fuera revelado un nombre que, sin ser Ernesto, marcaría el resto de su vida amorosa: Bradley, Damon Bradley. Años después, sus conjeturas se convirtieron en certezas cuando Madame Divina, pitonista de puesto y feria, corroborara el develamiento de los entes alentando a la joven a buscar y encontrar su alma gemela. Como presa por el espíritu de Ivonne Elliman, Faith sabrá que si no puede tener a Damon Bradley, no querrá tener a nadie más. Con esa identidad y una consigna (el convencimiento de que conociendo su nombre sabrá a quién esperar y quién le esperará a ella), Faith dejará pasar los años perdiendo con ellos el apasionamiento adolescente, pero sin que decaiga su confianza. Sin embargo el tiempo desfilará y los misteriosos caminos del azar tardarán en llegar, por lo que Faith terminará comprometiéndose en matrimonio con Dwayne, un podólogo frío y pedante que no le regala diamantes sino “carbones puros cristalizados en heptaedros”, y quien sustituye los abrazos por auscultaciones. En pleno trajín prenupcial, una llamada telefónica retrotrae a nuestra protagonista a su adolescencia más impresionable: uno de los mejores amigos de Dwayne, Damon Bradley, no podrá asistir al enlace, ya que se dispone a salir de viaje a Venecia. Con vestido blanco, velo y gabardina, Faith se encamina hacia el aeropuerto con su cuñada Kate (Bonnie Hunt), secuaz de la novia y cómplice de sus correrías prematrimoniales, para ponerse rumbo a Italia, donde alberga la esperanza de encontrar y conquistar al verdadero hombre de su destino.
Después de una vida entera persiguiendo a un nombre, por fin llega a Venecia sin que la suerte le sonría, debiendo trasladarse a Roma, donde el volatinero Bradley ha decidido hospedarse. Tras kilómetros de intempestiva búsqueda, por fin arriban a la ciudad del amor con el mandato interno de entregarse al matrimonio con el desconocido adecuado, para dar por finiquitado su compromiso con Dwayne. Pero Faith no conoce a Bradley, no le ha visto en toda su vida y, aunque se creía valedora de un radar infranqueable, descubre que Bradley puede ser cualquiera, que nada nuevo ni excitante dicta su corazón crédulo. Por azar, esta Cenicienta ingenua y anacrónica pierde su zapato, encontrándolo por casualidad un joven americano experto en calzado, quien la seguirá por la Piazza Navona hasta dar con ella. Él es Damon Bradley. Una noche de romance por la ciudad, de poemas de Rilke, de promesas incumplidas y de mucho champagne, desembocan en una madrugada de confesiones e incluso confusiones. Ella ha sido engañada: él no es Bradley sino Peter (Robert Downey Jr.), quien no tiene el nombre adecuado pero es el hombre adecuado o al menos así lo piensa. Sin embargo ella no le quiere, no le cree: “si tú no eras quien decías ser, yo no era quien creía ser –le dirá confundida- ninguno de los dos estuvo allí, no fue real”.
Fulminado por la personalidad de la joven de Pittsburgh, Peter le ayudará a encontrar al verdadero poseedor de tan importante título, mientras Kate se rinde al amor con un apasionado romano (Joaquim de Almeida), cuyo Ferrari y labia hacen de su estancia en Italia unas auténticas Vacaciones en Roma. Pese a estar rodeada de pasión, Faith no tiene tanta fortuna. Peter no desiste en su acoso y derribo emocional, y ella cada vez está más desencantada del amor, dejando de creer en lo que hasta el momento había vehiculado su vida. Con sus bártulos, su desconfianza y su boda anulada a pesar de su decepción, se encontrará ante el mostrador del aeropuerto italiano con el auténtico Damon Bradley, aunque a la cita acuda también y por exigencias del guión, el lisonjero Peter. Minutos después Faith despegará en un avión de Alitalia con el hombre de su vida que, contra todo pronóstico, es también el hombre de su destino.
Esta fábula clásica, tan al uso en este mes de febrero, tan redundante en clichés estereotipados del amor romántico y de la inevitabilidad del Fatum o de la Moira de nuestra cultura grecolatina, no deja de ser un ejemplo de cine de consumo señalado en estas fechas para la celebración de la vida. Dicen que el amor es infinito y no se derrota ni con la muerte, por eso el cine lo ha buscado con denuedo, porque sustenta nuestras ansias de eternidad, de fertilidad. Es más, es febrero el mes que en celebramos la fiesta de la Februa (los Lupercales), una festividad pagana de purificación y de lo fértil. No es de extrañar que en febrero también esté presente San Valentín, quien con su aire inocente y renovador, nos permite iniciar un nuevo año con la promesa de la abundancia, del amor y de la vida.
Puede que estas películas pequen de maniqueas, y que incluso al verlas hoy en día nos sonrojemos con sus expresiones, sus súbitos enamoramientos, su romanticismo exacerbado; pero son útiles, lo son en la medida en que alimentan la propensión interna de perpetuación y de unión, y porque en el peor de los casos, prorrumpen en nuestras vidas trayendo un mensaje más sano y constructivo que el de cualquier otra clase de cine comercial.
Puede, y esto es cierto, que con su deslumbrante puesta en escena eclipsen la propia realidad haciéndola más insípida, menos fulgurante, mucho menos atractiva; puede que incluso nos remitan a la insatisfacción y nos resten contentamiento, pero el cine de amor, como las canciones románticas, siempre nos deslumbra con la idea de que la vida va a ser mucho mejor y más benigna. Puede que él no sea Damon Bradley, puede que el amor no se manifieste en una ouija ni nos atrape frente a la Fontana di Trevi; puede incluso que el amor real no se parezca ni por asomo al amor del cine, pero qué quieren que les diga, en el día de San Valentín qué mejor que dejarse atrapar y sucumbir ante los fastos del romance. Porque si en nuestra mano está el ser felices y crédulos algunas veces, y no tenemos fe de vez en cuando, quién va a poder ya caer bajo el embrujo del amor.
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