Las mujeres no son protagonistas, son siempre secundarias. Nadie se imagina guiones protagonizados por féminas, ni películas conducidas por una mujer; pocos se plantean que la perspectiva desde la que se cuente un relato esté escrita en femenino. Los hombres son sus personajes principales, así ha sido siempre y así seguirá. Quizá.
Manhattan. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Los Ángeles. Ese apacible lugar de la costa pacífica, tan amable, tan caluroso y sensual, ha conseguido convertirse en un auténtico creador de imaginarios colectivos. Si el gobernador español Felipe Neve, quien fundó esta ciudad angelical, hubiera sabido que en el pequeño monte de los acebos que recubre su perfil, iba a erigirse una de las industrias más poderosas del mundo, seguro hubiera sufrido algún tipo de conmoción, por leve que ésta fuera. Y así es que Hollywood, con su destellante belleza, ha difundido –el modelo ya estaba creado- un bastidor narrativo inamovible, conformado por un Comandante en Jefe y su devota Primera dama. Ella no actúa, sólo mira.
El cine nos ha acostumbrado -a nivel sectorial, local y global-, a vivir y sentir las historias a través de los ojos de un hombre. No está mal, representa a la mitad del mundo y a quienes de hecho, también ostentan el poder general. La otra mitad, constituida en su puesto de contrafuerte, se conforma con sostener a quienes actúan. Esta realidad se hace patente en los puestos políticos, en los que las mujeres de los presidentes, primeros ministros y demás mandatarios se muestran como un complemento bello de sus maridos. Ellas visten a la moda; ellos mandan.
Casi ninguna política ha conseguido atraer ese grado de importancia hacia sí; tampoco existe un exuberante raudal de intérpretes que haya conseguido su ansiado papel principal. Y es aquí cuando emerge un proyecto que aúna ambas tendencias, ambas excepciones, ambos anhelos: La dama de hierro, un filme que sin saberlo, ha llevado a su fin a la meritoria primera dama.
El clasicismo de una mujer actual
Nació en 1949 pero Meryl Streep es ya una actriz clásica. Bella sin estridencias, natural sin más, la intérprete de New Jersey supo que quería dedicarse a la actuación desde pequeña, cuando una función teatral en el colegio le marcara las pautas de su vocación. Sin embargo, no sería hasta después de finalizar sus estudios de Música y Arte dramático en Yale cuando esta descendiente de holandeses, británicos, suizos e irlandeses consiguiera su primer papel.
Con apenas 20 años participó en El cazador, rodaje en el que conocería a uno de sus primeros amores, John Cazale, actor del que se enamoró y con quien estuvo sus siguientes ocho años, hasta que en 1978 un cáncer terminal acabara con su vida, momento que por descontado, Streep compartió con él, dejando incluso su carrera por atenderle. Abandonado el apartamento en que ambos habían convivido, el dueño del nuevo piso de Streep resultó ser el verdadero hombre de su vida, Don Gummer, escultor con quien la actriz contrajo inmediato matrimonio, y del que nacieron sus cuatro hijos: Henry, Mamie, Grace y Louisa. El mismo año de su enlace matrimonial, Meryl comenzó a engrosar su esplendoroso palmarés, obteniendo su primer Oscar por Kramer vs Kramer, al que antecedió un merecido Globo de Oro. En el filme compartía protagonismo con Dustin Hoffman, quien también se llevaría la preciada estatuilla, junto con Robert Benton, que obtendría otras dos como Mejor director y Mejor guionista. La que fuera Oscar a la Mejor Película del año no es, sin embargo, su mejor trabajo, no sólo porque la cinta resulte un tanto maniquea y además misógina –el interrogatorio a Streep recuerda un tercer grado desproporcionado-, sino porque en Streep todo lo mejor siempre está por venir.
Menos lesiva y más gratificante será su aparición en Manhattan, donde Woody Allen la convierte en una atractiva ex mujer con quien no tiene ninguna posibilidad de reconciliación, ya que, aunque madre de su único hijo, resulta ser lesbiana. A este pequeño aunque brillante papel, le seguirá aquel que supuso un antes y un después en su carrera, el que le ofreciera Alan J. Pakula para La decisión de Sophie. Los inagotables registros de esta mujer polaca (excepcional capacidad lingüística la de Streep) que ha de elegir entre la vida de su hijo y de su hija en un campo de concentración nazi no sólo marcó a toda una generación, sino que le granjeó más de una decena de premios, entre ellos el Oscar a la Mejor Actriz, así como el Globo de Oro en la misma categoría, ambos en 1983.
Ni Silkwood ni Ironweed podían prever el éxito en que se convertiría Memorias de África (Out of Africa, 1985), drama de Sydney Pollack que uniría a Streep con Robert Redford, y en la que la emblemática escena en la que Redford lava el cabello a la intérprete los erigiría en iconos de la sensualidad. Ganadora de siete premios Oscar (entre ellos los de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión Adaptado), tras ella Meryl Streep decidió diversificar sus interpretaciones, aceptando papeles que no redundaran en su demostrada capacidad dramática. Así llegó en 1992 la comedia de Robert Zemeckis La muerte os sienta tan bien (Death becomes her), en la que Streep compartía cartel con Bruce Willis y Goldie Hawn, una alocada cinta al más puro estilo slapstick encabezada por una bellísima Isabella Rossellini convertida en tentación de eternidad. Tras esta sátira tan bien orquestada, Streep volverá a sus registros más melodramáticos de la mano de Clint Eastwood, otro todo terreno cinematográfico que elevará un rosario en el retrovisor de un coche a las más altas cotas de impotencia audiovisual. Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County) supondrá no solo el regreso de Meryl Streep a la inquebrantabilidad de las elecciones, marca de la casa desde La decisión de Sophie, sino a la pasión en el tiempo de descuento, con una escena amatoria en dos dimensiones temporales diferentes en plena ablución, que adornaba una historia de amor con todos los ingredientes para acabar mal.
Los Oscar escalón a escalón
Tras Spike Jonze y Jonathan Demme, en 1996 Streep se pondrá bajo las órdenes de Jerry Zacks para reunirse con Diane Keaton, Robert de Niro y Leonardo DiCaprio en La habitación de Marvin (Marvin´s Room), en la que su papel de madre despegada de un hijo conflictivo no dejaba lugar a la duda de su inmenso talento para la interpretación. Sus expresiones frías, su reticencia a dejarse enternecer por su hermana enferma y su impasibilidad ante las relaciones personales, hacen de esta actuación una de sus grandes obras, si bien una de las menos conocidas.
En la primera década del siglo XXI Streep conseguirá desbancar a Katharine Hepburn con sus imbatibles 13 nominaciones a los Oscar. Aunque este hecho se lo deba a Adaptation, el vuelco en las taquillas lo conseguirá con su siguiente película, la celebrada El diablo viste de Prada (2006, David Frankel), en la que interpreta a Miranda Priestly (o mejor dicho, Anna Wintour, buque insignia de Vogue), la insufrible directora de una publicación de moda que saca de sus casillas –y de su aletargamiento- a su nueva redactora (Anne Hathaway).
Pocos años después y muchas canciones de ABBA mediante, Meryl Streep volvió a reinventarse a sí misma interpretando el papel de Donna en Mamma Mía! filme de Phillyda Lloyd en el que no sólo se pone de manifiesto la polivalencia de Streep, sino sus dotes musicales y amorosas, consiguiendo conquistar de un solo golpe de voz a Pierce Brosnan, Colin Firth y Stellan Skarsgård. Tras semejante proeza, nadie pensaba que Streep pudiera llamar la atención con un nuevo giro de tuerca a sus registros interpretativos. Craso error. Con La duda (Doubt, 2008, John Patrick Shanley), Streep alcanzaría las 23 nominaciones a los Globos de Oro, superando las veintidós de Jack Lemmon. Todavía en 2009 la actriz volvería a impresionar a la audiencia presentando su culinaria (y no por ello alimenticia) interpretación de Julia Child, una reputada chef cuyo libro de cocina inspiró a Julie Powell (Amy Adams) para preparar sus 524 recetas. Su actuación de desgarbadísima mujer volvió a unirle con Stanley Tucci, al tiempo que volvió a otorgarle una nueva nominación a los Oscar, que ya alcanzaban las dieciséis.
La dama de Hierro. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Cuatro años después de su Premio Donostia (2008), Streep acepta a regañadientes el papel que, pese a todo, la catapultaría como inexpugnable, si es que no lo era ya antes de convertirse en La dama de hierro. Reencontrada con Lloyd, en ella Streep recrea los diecisiete días previos a la guerra de las Malvinas, consiguiendo con ella su decimoséptima nominación a los Oscar. Si a este palmarés le añadimos dos Emmy, dos Premios del Sindicato de Actores, sus cinco nominaciones a los Grammy y dos a los BAFTA, concluimos que Meryl Streep es una mujer de armas tomar.
Es de recibo reseñar ante la celebración del Día de la Mujer, que Meryl Streep es la única artista que ha sido nombrada miembro de la Academia de las Artes y de las Letras estadounidense, tan sólo por sus méritos laborales, un hecho que no puede pasar desapercibido para quienes siguen pensando que los términos “mujer” y “trabajo” son vocablos unidos por la anécdota, por el mero azar.
Resulta inadmisible hablar de mujeres trabajadoras porque ellas lo han sido siempre, desde que el mundo es mundo y los humanos, humanos. Dedicarle un día a la mujer trabajadora resulta a la luz de tanta hipocresía, una mofa, puro agravio. A sus sesenta y dos años Meryl Streep ha venido a demostrarnos, paso a paso, que la excepcionalidad no se encuentra en la mujer que trabaja, sino en la sociedad que repara en ella. Mientras el reconocimiento llega a todas las cotas de esta aldea global, resulta reconfortante contar con una embajadora semejante, esta grandiosa representante.
Es la primera vez pero no la última, en que la Primera ministra destierra a la comparsa. Quizá sea éste el inicio del fin de la Primera dama.
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