Siete de la tarde, una tienda de complementos para el hogar. Quien tiene una casa, o vive en una al menos, sabrá que de vez en cuando, visitar una tienda de muebles o de menaje es obligado, casi un dogma. La cotidianeidad y los accidentes, pequeños o grandes, están a la orden del día, de tal forma que es difícil llevar a cabo alguna actividad sin que algo, lo que sea, sufra algún percance. Inconveniencias de la fragilidad. Y hele aquí que mi impericia, unida a una aciaga intervención del azar, hizo que mi mano tirara un jarrón, que impactó contra un cristal, rebotó en una bombonera y aterrizó en una mesa de madera, quebrando su caña y adquiriendo una arriesgada forma de guillotina. La peligrosidad y la nula estética que ofrecía a la sala, precipitaron que de una vez por todas, decidiera cambiar la decoración, y por ende, visitar una de esas tiendas de complementos tan atractivas, tan caras y tan útiles.
No había mucha cola, lo reconozco, pero la conversación que sostenía el caballero que estaba detrás de mí, me retrotrajo varias décadas atrás. Hombre adulto, unos cincuenta años, polo corto, pantalones altos, expresión adusta y mirada ausente. Su presencia era anecdótica, apenas se percibía, hasta que su pequeño hijo, de unos siete años, se acercó a él. Aquel niño de metro y medio, ojos claros y pelo angelical, debía sus encantos a su madre, también rubia, de buena planta y apariencia ajetreada tras sus ojos azules. Ambos, madre e hijo, parecían haber salido de Kramer vs Kramer (1979, Robert Benton). Ella estaba relativamente lejos, en la zona infantil, y ellos dos en la fila. Ante su cercanía, el tono del padre se mostraba comprensivo pero en exceso condescendiente; había algo hiperbólico en su afecto. Unos caramelos, un partido y poco más enhebraban su conversación, trivialidades del universo escolar sin más recorrido ni profundidad. Sin embargo, la adultez del padre pronto hizo su aparición, iniciando una actitud pasivo-agresiva que el niño, sagaz alumno, no tardó en replicar. “No sé por qué tu madre insiste en que hagamos cola, siempre cambia lo que compra”. Aquella frase lapidaria surtió efecto; un niño alegre, exaltado por comprar unas golosinas, frenó en seco su entusiasmo. “Con lo bien que estaríamos tú y yo haciendo otra cosa”, remarcó el padre. Desconozco si aquello me llamó la atención por lo malintencionado o por lo fuera de lugar que estaba, pero lo cierto es que entonces, con un jarrón de repuesto en la mano y los oídos bien abiertos, no pude dejar de escuchar. “Es verdad”, replicó el niño “con lo bien que estaríamos ahora en el sofá, calentitos bajo una manta, viendo una película”.
Su argumentación me sorprendió, máxime porque, con el calor asfixiante que estamos padeciendo en Madrid, nadie en su sano juicio echaría de menos una manta y unos cuantos grados de más. No obstante, cuando me emocionaba la idea de estar ante un pequeño cinéfilo, el padre desbarajustó mis expectativas: “no, viendo una película no, hijo; jugando al FIFA en la Play Station”. En aquel momento, el candoroso querubín comenzó a comportarse del modo en que su padre, ducho en la materia, estaba programando. Insistió el hombre: “en lugar de perder el tiempo aquí, con estas cosas de tu madre, deberíamos estar jugando en casa. ¿Tú qué equipo escogerías, hijo?”, mencionó como pregunta trampa. Permítanme que sustituya los nombres de los equipos españoles por otros ingleses, es menos hiriente. Prosigo. “Pues voy a elegir al Manchester United, últimamente me está gustando más”, dijo el pequeño. Entre sorprendido y enfadado, el padre reprimió un grito: “¿Cómo que te gusta el Manchester United? A mí me gusta el Liverpool, porque tiene los mejores jugadores, porque es el mío y porque es el mejor equipo del país”. El pequeño se esforzó en rectificar: “Es verdad, es el mejor del mundo”. Cuando encontró el parabién de su progenitor, continuó: “Entonces papá, ¿qué opinas del Arsenal?”, preguntó dubitativo. “Pues que tiene su público”. El niño siguió adelante: “¿Y del Chelsea, papá?”. “Que tiene su público”, repitió el padre. “¿Y del Fulham?”. “Pues que también tiene su público”. En menos de medio minuto, le había dejado muy claro a su hijo que ninguno de los equipos que él admiraba, tenían cabida en sus propios gustos. Ahí terminó la discusión futbolística, retomando entonces la misógina: “tienes razón papá, si no estuviéramos perdiendo horas y horas en ‘ropitas de mujeres’, ahora podríamos estar jugando un partido del FIFA con el Liverpool”.
Sí, señoras y señores, por fin el padre había conseguido tres cosas: que el hijo compartiese su irrespetuosidad por las mujeres, que rechazase su natural pulsión a favor del cine y que anulase su voluntad adoptando su mismo equipo de fútbol. “Es cierto hijo, tu madre nos está haciendo esperar inútilmente”. Tantas veces insistió en este argumento o mantra, y tan esforzadamente lo hizo, que el niño no podía parar quieto ni un momento: “quiero irme, vámonos ya a casa, que mamá venga ya”, decía de manera insistente, mientras me pisaba, me empujaba y se comportaba como un energúmeno que, hasta entonces, había estado perfectamente bajo control. Tras los escasos cinco minutos que necesitó aquel padre para deformar a su hijo, al fin llegó la madre, esa mujer retratada como egoísta, caprichosa y vacilante que, sin embargo, se acercó a la fila para pagar de su bolsillo una cartera de dibujos para el almuerzo de su hijo. Cinco minutos de puro vilipendio, rotos por aquellas facciones exhaustas, las de una madre que ha aprovechado unos minutos para buscar lo único que iba a comprar, no ropa, no zapatos, no joyas, solo un cabás para la merienda de aquel niño ingrato.
Pagué mi jarrón con el querubín sobreexcitado, bramando por irse trepando por el mostrador, cargando las tintas contra su madre y reprochándole ser una “mujer”, en la línea que su padre le había indicado minutos atrás. No tardará en mostrarse hostil, despreciativo e inmisericorde con las mujeres, pensé entonces; he visto estropear a uno y mil niños, en la ficción y en la realidad, lo mismo da. Me dio pena aquella mujer cansada, joven pero de aspecto ajado. Cuánto tendrá que sufrir todavía. Aquel niño perfecto, utilizado como arma arrojadiza, tenía un padre que no se comportaba como el de Kramer vs Kramer, aunque los niños sean prácticamente idénticos, sino que había comenzado su particular cruzada mucho antes de interponer un divorcio, si es que algún día decide alejarse de tan “insufrible” matrimonio. Aquel hombre ya estaba sentando las bases del futuro, el de esos hijos que, sin piedad, desprecian a sus madres y a otras mujeres a imagen y semejanza de sus padres. Acabamos de empezar el año y ya estamos lastrando nuestros errores pasados, abocándonos a repetirlos indefinidamente. A aquel hombre no le hizo falta más que cinco minutos de reloj para doblegar y quebrar una mente.
Salí de la tienda cabizbaja, con un jarrón nuevo en la mano, totalmente inmaculado, todavía sin estropear. Hay cosas que se reemplazan, pensé para mis adentros. Lástima que haya cosas que se quiebran y se rompen, sin que se puedan arreglar.
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