Mencionó Rosa o Rosalía, pero siempre lo recordaré como Rosina. Fue éste el primer nombre que descubrí en la ópera, la protagonista femenina de El barbero de Sevilla, cuyo amor anhelaba el Conde de Almaviva. Aquel personaje creado por Beaumarchais quedó identificado en mi mente con Juan Diego Flórez, el joven tenor limeño que mi corta edad e insensatez habían hecho desconocer hasta aquel momento. Desde aquellos tiempos, muchas óperas han pasado, óperas que han engrandecido su celebridad y también mi afán por verle actuar en directo, aunque no fuera hasta el jueves pasado, un jueves plomizo, lluvioso y santo, cuando el empeño mutó en realidad gracias a la programación del Teatro Real.
No era el libreto más conocido ni tampoco el más importante el encargado de hacer nuestras presentaciones, pero me será difícil olvidar Los pescadores de perlas de Georges Bizet, una pieza versionada en concierto que nos acerca a la vida de Zurga y Nadir, dos amigos enemistados en el pasado por un amor común, que sin embargo decidieron hacer la promesa de que su amistad había de prevalecer sobre cualquier romance. Sellado el juramento con la fabulosa “Au fond du temple saint”, Zurga y Nadir, enclavados en la exótica isla de Ceilán, volverán a enfrentarse cuando Leïla, una sacerdotisa al estilo vestal del culto a Brahma, aparezca en escena, siendo reconocida por Nadir como su antiguo y prohibido amor, decidiendo ambos rendirse a la pasión, a pesar de que ello implique su muerte.
Con un argumento cinematográfico a la enésima potencia, la pasión desplegada por Nadir (Juan Diego Flórez), Leïla (Patrizia Ciofi) y Zurga (Mariusz Kwiecien), no sólo nos transportó a otro mundo, al del Théâtre Lyrique de París de 1853, sino que nos dejó instalados en él. Pero bien es sabido que lo bueno acaba, aunque también que la energía se transforma; fue así como, pasada por agua, parte de la redacción de esta revista decidió, en un arrebato de exaltación súbita, esperar a que el tenor hiciese su salida para poder felicitarle por su actuación, mientras la otra mitad buscaba un medio de transporte para acercarnos a donde el gentío y las celebraciones habían frenado nuestro avance.
Y así fue que conocí a Andelino, un taxista manchego que, al más puro estilo almodovariano, ejerció de Guillermo Montesinos en su taxi de Mujeres al borde de un ataque de nervios. “Tiene usted que esperarnos aquí”, le dije mientras sus limpiaparabrisas se agitaban con ritmo acompasado: “el resto de nosotros está dentro del Teatro Real, esperando a que salga el tenor que acaba de actuar”. El taxista enmudeció: “¿Qué tenor?”, me preguntó tras una densa pausa: “Juan Diego Flórez”, me apresuré a contestarle. Esa pequeña explicación fue suficiente para que Andelino abriese nuestro mundo a una dimensión desconocida: “A ese intérprete lo he traído yo esta tarde al teatro, fue una carrera muy corta, de apenas 4,55 euros, pero sé que es él porque, mientras conducía, le sonó dos veces el teléfono y dijo, las dos veces, que se llamaba así”. Como comprenderán, aquella revelación me dejó noqueada, los periodistas somos muy sensibles a las informaciones de esta naturaleza. “Es un hombre muy delicado, finito de cara y moreno, como yo” decía maniobrando con su gesticulación: “Pensaba que era un guitarrista, pero me extrañó que sólo llevara un macuto, los guitarristas siempre traen sus instrumentos encima”. La conversación era surrealista. “Mire, guardo aquí su ticket, es una lástima que no le pidiera un autógrafo, y eso que no es la primera vez que llevo a personajes famosos en el coche, ¿sabe?”. Los minutos pasaban y la bajada de bandera cada vez se hacía más lejana, pero a Andelino no parecía importarle que el reloj siguiera su curso y con él su tiempo: “Por mí no se preocupen”, repetía complacido, “mientras no moleste, puedo quedarme aquí hasta que ustedes quieran”. Pero se hacía tarde, mucho tiempo había pasado desde que la otra fracción de Todo Es Cine decidiera escindirse y permanecer en el hall del teatro. “Si aparece, ¿quiere que le pidamos un autógrafo para usted?”, le pregunté mientras me disponía a salir del vehículo: “Pues si me hace el favor, me gustaría que me firmase el ticket de su carrera”. Y así, empapada y con el encargo de conseguirle un autógrafo a nuestro taxista, me dispuse a encontrarme con la providencia y con Juan Diego Flórez, quien, por fortuna, no tardó mucho en aparecer.
Mientras la multitud se agolpaba en torno a Flórez, mi ticket de taxi le llamó la atención: “Señor Flórez”, le dije mientras se acercaba a nosotros: “¿Me puede firmar un autógrafo para mi taxista?”. El tenor no entraba en sí de pasmo. Sonrió extrañado: “¿Para tu taxista?”, preguntó con un humor que habla tan bien de él como su talento: “Se llama Andelino, ha sido quien le ha traído al teatro y ahora está esperando ahí afuera, con el ánimo de guardar un recuerdo suyo”. Aquellas palabras bastaron para que Flórez se hiciera con un bolígrafo y firmara el manoseado ticket del taxista. “¿Avelino? ¿Adelino?”, me preguntó mientras firmaba y me dirigía una gran sonrisa. “Andelino”, dije yo, “a mí también me sorprendió al principio”. Cuando ya nos disponíamos a salir de aquel amistoso círculo que entre todos habíamos creado, el tenor nos preguntó con gesto amable: “¿No queréis un autógrafo para vosotras?”, a lo que, por descontado, respondimos afirmativamente, rubricando nuestra admiración con una generosa fotografía.
Regresamos al taxi embriagadas, con la sensación de haber presenciado una cita a ciegas con el azar, en la que habíamos hecho partícipes al resto de los asistentes al concierto y también a nuestro taxista, todos estupefactos por los vericuetos del destino. “En este taxi han viajado muchos personajes célebres”, comentaba de nuevo mientras hacía todo tipo de carambolas con el tráfico madrileño: “Pedro Almodóvar, que es encantador; Gabino Diego, que es muy majo; Antonio Ferrandis cuando hacía de Chanquete… A éste le pedí un autógrafo para mis hijas, le gustaba mucho a Rosalía”. Mencionó el nombre de Rosa o Rosalía, créanme que no lo recuerdo, pero siempre lo rememoraré como Rosina, la protagonista femenina de Il barbiere di Siviglia. “Andelino, ¿se da cuenta de que los tres artistas que ha citado han participado o dirigido películas españolas que han conseguido un Oscar?”, le pregunté haciendo repaso a vuelapluma de Todo sobre mi madre, Hable con ella, Belle Époque y Volver a empezar. “¿De verdad? No tenía ni idea… Quizá este taxi da suerte, aunque no se crean, yo no tengo mucha”. Esa expresión melancólica nos hizo pensar que quizá Andelino, más que nadie, merecía aquella noche el entusiasmo que nuestra agitación le había acercado. “Quién sabe si la suerte no llegará pronto y será a usted a quien recuerden los demás tras viajar en su taxi”, le comentó una compañera de esta revista con tanto corazón como cabeza, “ojalá”, respondió él esperanzado: “Yo siempre llevo un décimo encima, nunca pierdo la ilusión”.
Les aseguro que fue la primera vez que no he querido que mi taxi llegase a su destino, y la primera que una carrera costaba menos de lo que en verdad valía. Pasarán años y óperas; pasarán libretos y lluvias, pero jamás olvidaré el día que conocí a Juan Diego Flórez, ni el día en que el azar hizo que encontramos un taxi de Almodóvar en la Plaza de Ópera.
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