Decía haberse acostado con más de un millar de mujeres y, pese a ello, Tony Curtis no desfalleció en sus ochenta y cinco años de vida. Pintor postimpresionista y actor, este artista absoluto, que se autodefinía como inseguro ante las mujeres, consiguió que una infinita columna de féminas suspirase por sus ojos azules, tan europeos como sus raíces húngaras, que en lugar de verle nacer bajo la estirpe de un Curtis, le revelaron su identidad como Bernie Schwartz. Pero Tony Curtis era, ante todo, un galán neoyorkino; quizá no uno sofisticado del Upper East Side, ni uno curtido en la bohemia del Soho. Curtis era autóctona y orgullosamente del Bronx, cuyo acento llevó por bandera y el cual le encumbró a las más altas cimas del estrellato hollywoodiense.
Con faldas y a lo loco (1959, Billy Wilder). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Supo capear el temporal de Los Ángeles –tan antojadizo y voluble-, y no perdió su soberanía, en contra de los pronósticos que vaticinaban para él la carrera efímera de un rostro angelical. Su perfil apolíneo, su lúbrica sonrisa y su flequillo característico (se dice que incluso Elvis copió el estilo de su peinado), siempre han estado íntimamente relacionados con la frívola universalidad del carácter de L.A., por otro lado nada confidencial. Esta trivialidad achacable a las playas de Malibú y al sol de California, no dejan entrever, no obstante, el padecimiento que Curtis soportó durante gran parte de su vida, tragedias familiares y pesares íntimos incluidos. Hijo de un sastre alejado y de una madre esquizofrénica, las palizas en la vivienda de los Curtis eran constantes. Al mismo tiempo, cuando el pequeño Tony contaba con apenas doce años de edad, su hermano Julius, nueve años mayor, fue arrollado por un camión, debiendo hacerse cargo de la identificación del cuerpo el propio actor. Con esta experiencia vital no es de extrañar que años más tarde, hubiera de padecer un largo proceso de desintoxicación, tras consumir drogas de la más perturbadora variedad.
La trágica relación que mantenía con su figura materna le empujó a confesar, con sinceridad adusta, que se veía a sí mismo como Edipo. Su “satiriasis”, como él mismo solía precisar, le empujaba a querer “dormir con cualquier cosa que llevase falda”, algo que no obstante, cabría matizar: no todo lo que lleva falda era del gusto de Tony Curtis.
Estrenado en la gran pantalla con El abrazo de la muerte (1949, Robert Siodmak), sus grandes papeles llegarían en la década de los cincuenta, de la mano de realizadores notorios como Anthony Mann (Winchester ’73, 1950); Carol Reed (Trapeze, 1956); Blake Edwards (Mister Cory, 1957); Alexander Mackendrick (Chantaje en Broadway, 1957); Richard Fleischer (Los vikingos, 1958) y, sobre todo, Stanley Kramer, con su afamada Fugitivos (The Defiant Ones, 1958), película en la que compartía cartel con Sydney Portier, y por la que incluso fue nominado al Oscar. Pero Curtis no había podido dar, hasta el momento, lo mejor de sí. Esto vendría, indisputablemente, en un filme de otro europeo, Billy Wilder, una película convertida en baile -tan hot como a algunos les gusta-, en el que danzó a cuatro bandas con Izzy Diamond, Jack Lemmon y su diabólica Marilyn Monroe; un baile que, por lo demás, consiguió atraer todas las miradas hacia su talento y, muy a su pesar, hacia sus piernas.
Hay cifras que un cinéfilo no puede olvidar, y sin duda el binomio 23:08 son unos dígitos que, aplicados a Con faldas y a lo loco (1959), nos remiten infaliblemente a un punto de inflexión en el mundo del cine, el momento en que por primera vez en la gran pantalla, vemos sobre unos tacones romos, y bajo una falda de corte clásico, las limpias y marmóreas pantorrillas de un genio incontestable como Tony Curtis; un genio que, tras la plusmarca obtenida por Cary Grant, subrayó que aunque la novia era hombre, vestía traje de mujer.
Inconfundible fotograma de Some like it hot (1959, Billy Wilder).Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Una mítica estación de tren, mecida por el ritmo sinuoso de las caderas de Curtis (o hemos de decir Josephine), aclaraba no sólo que Lemmon era decididamente más masculino que él (quién lo diría, en la pugna por la masculinidad), sino que incluso “un animal feroz, peludo y lleno de manos”, como definía al hombre Lemmon (o su alter ego, Jerry; en su papel de Daphne), podía llevar con dignidad el carmín escarlata, el incómodo liguero y la combinación fatigosa. Aunque poco más de un minuto después, siendo fieles a la ley de la razón, Monroe certifica que el motor que impulsa las caderas, sigue siendo coto privado de la mujer, lo cierto es que la sensualidad desplegada por los encantos de Curtis atestigua que babor y estribor son dos coordenadas tan variables como la dirección en que se camina, y que las verdaderas damas también llevan pantalones y se aplican aftershave.
Curtis osó transgredir toda norma oral o escrita, afirmando que besar a Marilyn era análogo a besar a Hitler. Triste punzada para dos actores que habían compartido semejantes física y química dentro y fuera del plató. Si bien años más tarde rectificó su necia aserción, alegando que era puro chascarrillo, tal vez la ferocidad que veía en algunas mujeres, como en la desventurada Monroe, fuera la que le empujara a buscar cobijo en tantos brazos, miles en la sombra, aunque sólo seis de forma oficial; las seis esposas que sistemáticamente le han querido y le han llorado durante estas ocho décadas. De la primera de ellas, Janet Leight, sólo fue capaz de afirmar que tenía un busto perfecto, busto que a buen seguro ofreció calor humano a la hija que ambos tuvieron en común, Jamie Lee Curtis. De las siguientes, recuerda que su segunda mujer, Christine Kaufmann, era antisemita, algo que a la larga le alejaría de Curtis, judío por descontado. Así llegó Lisa Deutsch, una profesora, seguida de Leslie Allen, modelo de profesión con quien tuvo un hijo (muerto por sobredosis años después). Después de otras relaciones, Curtis encontró la serenidad en la rubia cabellera de Jill Vandenberg, una joven dorada de altísimas proporciones a quien Curtis, por primera vez, se sintió adherido por algo más que su cuerpo, finalizando así lustros de auténtica adicción: “es una liberación –señalaba el actor años antes de fallecer- que esos aspectos ya no me preocupen. Por fin me siento libre”.
Existen cifras que un cinéfilo no debe olvidar, ya lo hemos advertido. A las 21:25 horas del pasado 29 de septiembre, Tony Curtis abandonó Las Vegas para siempre. Con él, toda una generación se perdió irreparablemente, sin que las nuevas estrellas de Hollywood consigan equipararla en talento ni en fulgor. Con todos los actores y directores de la época dorada desaparecidos, la industria no dispone de una cantera capaz de alcanzar los años más locos y sofisticados del paseo de las estrellas.
Tras Tony Curtis, hemos visto desfilar a decenas de actores que, seducidos por el reto de imitar a los grandes, se han atrevido a adentrarse en el desafío de vestirse de mujer. Pero por muchos años que pasen, absolutamente nunca volveremos a ver el contoneo sensual de un hombre que, tras haber conocido a un millar de damas, consiguió por un minuto, convertirse en auténtica mujer.
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