Siempre me ha resultado difícil comentar la película de Stevens, porque me resulta muy cercana y, conociendo tanto como conozco a la pareja actoral, y habiendo convivido tanto con Monty Clift, resulta imposible ocultar mi devoción y veneración por la misma. Aun así, creo poder ser lo suficientemente objetivo para trasladar al espectador el inmenso abanico de emociones que la cinta despliega, y no descarto la idea de que algún día se convierta en el exclusivo argumento de ensayo. En una carretera desierta de vida poética y acompasada por el ruido del automóvil, la partitura de uno de los mejores compositores sinfónicos del cine clásico se desliza y se sumerge en el sexto sentido del espectador: el adagio de Franz Wasman –compases que por cierto han inspirado en gran medida mi concierto de piano número uno-.
Se nos descubre una pulsación de la emoción en el rostro de un joven autoestopista que se gira para la cámara ante la atenta mirada de una hermosa joven acogida en un cartel publicitario de moda. Son George Eastman (Montgomery Clift) y Ángela Vickers (Liz Taylor) en uno de los mejores momentos del plano detalle cinematográfico del mundo clásico: ese icónico beso en el interior de la puesta en escena de un baile, con la cámara retardada y el abrazo de dos ángeles del celuloide. A place in the sun (1951) es una película dirigida por George Stevens que conforma lo que se entendió como la trilogía americana de los años cincuenta -junto a Giant (1956) y Shane (Raíces profundas, 1953)- por ser una expresión nítida del espíritu americano y definir tipológicamente a la sociedad. Todas ellas fueron confeccionadas desde la ágil y artesanal claqueta del maestro Stevens y en cada una de las cintas desarrolla su visión existencial del hombre a través del compromiso con la idea del amor; El amor de carácter universal se expresa en el sentido más amplio: el amor a la vida.
La novela de Theodore Dreiser, An American Tragedy, refleja el ámbito del arribismo como una esencia consustancial a la sociedad neoliberal de aquellos años. Sin embargo, George Stevens analiza en el guión adaptado de Michael Wilson las claves del error al tomar el camino escabroso, cuando todos las posibilidades que se le ofrecen a Clift en la cinta son difíciles y… ¡equivocadas! Este es ese espíritu que el director imprime a su obra inmensa -a mi modo de ver es quizás de las mejores películas de los cincuenta- como apertura de la década tras un cierre epistolar del cine clásico con la película de King Vidor en 1949: The Fountainhead (El Manantial). joven e inexperto George Eastman accede al mundo desconocido, el bienestar de la burguesía comercial americana cargada de utilitarismo, y al sueño platónico de la belleza como ideal en la persona de Ángela Vickers. Es un encuentro, el primero que existió, en el macrocosmos, cuando Liz Taylor le confiesa “que parece que te conociera de toda la vida” y en ese aspecto causal de las bolas de billar que se tenían que juntar en el microcosmos, en la más romántica escena de billar que el cine nos haya dejado junto a The Hustler, (El Buscavidas en 1961) de Robert Rossen.
En Un lugar en el sol se estremece la melancolía romántica de Friedrich, que en el transcurso del metraje se rompe en la tristeza profunda -la que queda para toda la vida alojada en el iris de algunos seres humanos- de los predestinados al sufrimiento. De ahí la traducción que Stevens hace del libro de Dreiser convirtiendo el argumento en una idea universal, a través de los ojos de Clift, donde el espectador puede nadar sin encontrar la salvación, donde el anhelo de Liz Taylor es un muy doloroso recuerdo: “te siento tan alejado de mí que no puedo soportarlo”. Y al final, en ese lento viaje por el pasillo de la prisión, sobre un artístico y etéreo fundido, ella se desvanece en el verbo: “Te amaré siempre”. Cine en estado puro. Toda la filosofía existencial se queda resumida en un encanto en negro, malvado y lleno de remordimiento, en ese lago donde el sonido de la naturaleza se disfraza de un mago de la Laguna Estigia, como hiciera Murnau en Sunrise (Amanecer en 1928). Que sublime está Monty Clift y que terrenal se muestra Shelley Winters: magistral. Es casi un momento de Hitchcock; tan sólo le falta un malo más canalla para que el público no se compadezca del joven Eastman. ¿Es digno de compasión? Son dos seres que se aman por encima de la clase social, del negocio y de las pretensiones positivistas. Y en el centro de este conflicto, la partitura de Wasman -diseñada en la tragedia clásica- dibujando los rostros de esos dos ángeles caídos del celuloide. Ya sabemos que la realidad es que Clift continuó cayendo en su vida personal, mimetizado con su personaje y con otros muchos que vendrían después, pero siempre descendiendo al inframundo. Un crítico comprometido de nombre Chaplin afirmó que este sería “el mejor filme que saldría nunca de Hollywood”. El gran fresco de los conflictos derivados de las conductas propias de los años venideros se había construido al inicio de la década y marcaba un cambio idiomático del argumento en equilibrio con la imagen. La vulnerabilidad de Clift y Taylor imprimen a la cinta el tono realista de los dilemas del hombre y le entregan al espectador una de las más hermosas historias de amor que el séptimo arte haya recreado. Cuando un director trabaja a fondo en los matices de la emoción –una vez más aparece Ford en el encuadre- la película se transforma en un tratado filosófico de la existencia, con cierta sofisticación –fundamentalmente por los actores escogidos- que convierten la escenas objetivas en plenos fotogramas subjetivos. El tinte dramático que adquiere la historia a partir de la primera hora de metraje recuerda el expresionismo lumínico, hasta el fiscal (Raymond Burr) parece estar extraído de una narración gótica, de un castillo a la manera kafkiana, de una sala de juicios donde la violencia se mastica ante el remo destrozado delante de los ojos inalterables de Clift.
Con una lente de seis pulgadas el fotógrafo William C. Mellor –uno de los mejores cinematógrafos de Paramount y Fox- dirige a los protagonistas por el sendero de una terraza, y cada pequeña pulsación de plano es la toma del corazón de la idílica pareja: una muchacha de dieciocho años y un hombre atormentado de treinta, con el remordimiento de la figura vulgar de una Alice Tripp escapada de una cinta neorrealista italiana (Sherley Winters). Y es que, la película de Stevens tiene mucho de neorrealismo en su fondo y más de cine americano en su forma y en el casting. Quizás por esta razón, la Academia premió el estilismo lumínico y el encuadre de Mellor con una estatuilla del “tío Oscar”. Cuando la acción de la naturaleza, el viento, el susurro de un pájaro, el agua que golpea un remo se integran en la banda sonora, el silencio para observar la cinta se hace imprescindible. Se diluye la vida en los silencios que las miradas de los protagonistas se cruzan, porque no es necesario decirse cuanto se quieren, porque el aire huele a amor, porque lo expresamos mejor en nuestros ojos ceñidos a nuestro rostro y porque nuestros labios pueden mentir pero…no nuestros ojos. Por todo ello, el espectador que asista por primera vez al descubrimiento de la cinta de Steven estará de enhorabuena porque el encuentro con la magia del cine se pone a su servicio. Es un momento único donde nunca más volvimos a ver a dos “esencias” sobre la pantalla, no de esta forma.
El crítico del New York Times A. H. Weiler consideró que “era una obra llena de belleza, ternura, poder e introspección”. No sólo es una película famosa o clásica como el que contempla un Rembrandt. No. Es toda la pintura cinematográfica simplificada en dos horas oscuras en una sala de cine. Qué paradoja que el desventurado Clift que no fue capaz de darse a sí mismo un respiro en su dolor personal, fuera el artífice de las más “brillantes bellezas” para la eternidad. Como si hubiera sido un Van Gogh posmoderno. Un regalo para el alma cinéfila.
Deja un comentario