Faltaban más de cincuenta años para que Barry Manilow consagrara a Lola, una corista, en su emblemática canción “Copacabana” (At the copa), cuando ella se subió a los escenarios de El ángel azul. No llevaba flores en el pelo y el escote, por más que lo intentara, nunca le llegó al cielo, aunque allí precisamente, subiera a cuantos varones se acercaban a su cabaret para ver las primeras piernas desnudas de la historia del cine. Nadie como Marelene Dietrich hubiera encarnado con mayor intemperancia a la protagonista de la novela de Heinrich Mann, Professor Unrat, ni nadie se hubiera atrevido a mostrar lo que la Dietrich enseñó del modo en que lo hizo.
«Lola, Lola» en El ángel azul (1930, Josef von Sternberg). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
No era un personaje fácil, ni tampoco agradable, pero la propia estrella resultaba difícil de llevar. Nacida en Berlín como Maria Magdalena Dietrich, el 27 de diciembre de 1901, fue la segunda hija de un oficial de policía, Louis Erich Otto Dietrich y su esposa Wilhelmine Elisabeth Josephine. No era la más agraciada, ni la más carnal de las intérpretes coetáneas, aunque su delgadez, su voz ronca, sus ojos tristes y la férrea disciplina con que se crió en el hogar de los Dietrich, acabaron dándole las mejores herramientas para conseguir sus propósitos.
En 1923 contrajo matrimonio con Rudolf Emilian Sieber –Rudi-, con quien se mantendría casada hasta 1976, fecha en la que éste falleció. Sin embargo, y pese a la extensión de esta longeva pareja, lo cierto es que no vivieron juntos salvo los cinco primeros años, unión que desembocaría en el nacimiento de la primera y única hija de la intérprete, María, a quien tampoco tendría ocasión de ver crecer, debido a sus constantes traslados y rodajes. En 1930, las puertas del cine se abrieron para Marlene gracias a la intervención de Josef von Sternberg, productor y realizador que colocó a la Dietrich en Der blaue Engel, el local donde su “Lola, Lola” marcaría un antes y un después en la historia personal de la actriz, y en la historia del cine alemán. Su interpretación de una estrella de varietés libidinosa e impúdica que seducía y corrompía a los hombres –en especial a Emil Jannings-, le valió el reconocimiento público, y la entrada por la puerta grande de Hollywood. Arengada por Josef von Sternberg, con quien mantenía una relación profesional aunque no estricta y únicamente, se asentó en Estados Unidos debiendo enfrentarse a la mayor decisión de su vida personal: abandonar a su familia en Alemania e instalarse en la soledad de las mansiones de Beverly Hills. Con un contrato firmado con la Paramount Pictures, la major por excelencia de la década de los años treinta, la actriz se enroló en el “Bremen”, para realizar el gran sueño americano. Con un plan inicial de estancia de tan sólo seis semanas, Marlene Dietrich inició entonces el gran éxodo de su vida privada, dejando en Europa a su hija y marido, aunque no en la soledad ciertamente. Al amparo del cuidado de Tamara Matul, la joven rusa no sólo se encargó de la hija de la intérprete, sino que ocupó un puesto destacado en la alcoba de su esposo, quien a partir de entonces compartiría con Tamara responsabilidades e hijos, e insospechadamente también, admiración y devoción por la Dietrich.
Con una familia estructurada de manera insólita, Marlene reunió a su gente en Estados Unidos ante su nominación a los Óscar por Marruecos, coprotagonizada por un joven Gary Cooper, a quien la Dietrich también sedujo y conquistó. Nueve años después de llegar a las costas de Los Ángeles, Marlene adoptó la nacionalidad americana, hecho que ratificaría más adelante apoyando incondicionalmente a las tropas aliadas durante la II Guerra Mundial. Aunque el genio de la Venus rubia seguía resplandeciendo, lo cierto es que sus papeles no eran en absoluto exitosos. No fue hasta la década de los cincuenta, cuando Marlene Dietrich reencontró el pulso de Hollywood, de la mano de una de las mejores novelas de Agatha Christie. Dirigida por Billy Wilder y protagonizada por Charles Laughton y Tyrone Power, Testigo de cargo (1957) volvió a hacer justicia a la intérprete de disciplina prusiana, encandilando a sus compañeros de reparto y, muy especialmente, a un Billy Wilder más hitchcockniano que nunca. Nadie si no Wilder hubiera hecho que Marlene Dietrich apareciera en primer plano cepillándose los dientes en Berlín Occidente (1948), y nadie salvo él sería capaz de decir de la berlinesa que “estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, lo que fuera, lo que yo le dijese”. Años más tarde, reconocería en público que ni Audrey Hepburn ni mucho menos Marilyn Monroe, podían ensombrecer a la Dietrich.
Tras las dos interpretaciones en los filmes de Wilder, y después de papeles inolvidables en Sed de mal (1958), y Vencedores o vencidos (1961) Marlene comenzó una fructífera carrera como cantante, sobre todo en Las Vegas, retirándose del mundo del celuloide hasta Just a Gigolo, en 1979. Aunque el mito de Marlene incluye su promiscuidad y sus sonados romances con jóvenes y mayores, hombres y mujeres, europeos y americanos (en la lista encontramos personajes de la talla de Ernest Hemingway, Greta Garbo, Yul Brynner o Édith Piaf), lo cierto es que la protagonista de El expreso de Shangai siempre será recordada por su insolencia, su escrupuloso conocimiento de los entresijos cinematográficos (nadie sabía iluminar su rostro como ella misma), y su gran tenacidad.
En una de sus últimas apariciones, en el célebre concierto ofrecido en el Carnegie Hall de Nueva York, donde se reconoció toda su carrera, la Dietrich colocó un broche de oro a tantas décadas de obstinada y absoluta dedicación al cine, poniendo voz a la letra de Pete Seeger y Joe Hickerson “Where have all the flowers gone”, demostrando que sólo ella podía tener la clave de wo die Blumen sind. Hasta los años noventa, la protagonista de Encubridora no volvió a ser vista por la opinión pública, y aun menos fotografiada. Sus últimos diecisiete años de vida se los pasó en cama, recordando una época que, sin ser mejor, sí le había sido más propicia. El 6 de mayo de 1992, Marlene abandonó París y el mundo en silencio, dejando para la posteridad las largas piernas de “Lola, Lola”, danzando y seduciendo por siempre en El ángel azul.
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