Es sabido que, cuando uno decide enamorarse, acepta a su amado en lo bueno y en lo malo; en la salud y en la enfermedad. Cuando uno decide, además, ser amante del cine, el imperativo de lealtad es aún más imperioso, más radical. Porque amar al cine es, sin dudarlo, defender sus fotogramas a ultranza, provengan de donde provengan. Hay demasiadas personas dispuestas a vilipendiarlo para que nuestras fuerzas flaqueen al defenderlo; demasiados empeñados en hacer pensar que, para amar al cine, no existe ya ninguna razón.
Uno es amante y así decide aceptarlo, lo cual implica, dicho sea de paso, admitir su pasado. Todo su pasado. Señalaba Manel Fuentes, en la pasada gala de entrega de los Premios Goya, que durante su adolescencia nunca entendió cómo, sin justificación aparente, mujeres de toda edad, talla y temperamento se rendían desnudas ante los latin lover patrios Pajares y Esteso. La excusa era una mera anécdota, nada podía evitar el refresco visual para una España voyeur de trampantojos y en sequía por décadas. Hombres que miraban a mujeres, hombres que tocaban, manoseaban, apretujaban y hasta perseguían a mujeres. Esas escenas sonrojantes y con retintines de Benny Hill se intercalaban con películas en blanco y negro en las que las mujeres, las del pasado, eran respetadas y se hacían valer. Mae West, Katharine Hepburn o Paulette Goddard no se dejaban manejar. Era curiosa la chanza, siempre se cree que lo novedoso es necesariamente mejor. Aquellas mujeres ochenteras, ceñudas, facilonas y con hombreras parecían ingenuas y necesitadas de tutela masculina, ellos sabían qué hacer con ellas.
La mujer era cosa de hombres, no cabía duda. Con ese título presentó en 1976 José Yagüe una película protagonizada por Antonio Ferrandis, José Sacristán y María Luisa San José, en la que esta última realizaba un desnudo integral en público al tiempo que mencionaba: “Rafa, acuérdate de que el 18 juega el Zaragoza en San Mamés”. Amén de resultar una conmovedora expresión de pasión futbolística, me permitirán preferir por afinidad y por coherencia el título 50 años de la Mujer es cosa de hombres, dirigido por Isabel Coixet, un documental en el que la cineasta elaboraba un elocuente repaso a la imagen de la mujer española a lo largo de los últimos cincuenta años.
Maltratos, dominio y sumisión se entreveraban con candidez y servilismo, en un metraje donde la publicidad, los informativos y la realidad social ofrecían un fresco verídico y espeluznante, tremendamente real. Semejante planteamiento posee el documental de Diego Galán Con la pata quebrada (2013), un brillante repaso a la cinematografía española desde los comienzos del cine argumental hasta nuestros días, con más de un centenar de paradas en los horrores y errores de los guiones que han dirigido nuestro cine y nuestra conciencia a lo largo de los años. Enaltecimiento de la violencia, exaltación del dominio, normalización de la servidumbre femenina, Galán bosqueja un nada alentador pero fidedigno retrato de unos usos sociales que han perdurado hasta nuestros días, y que hemos conseguido ver como corrientes y aun entrañables.
Bien hilada, perfectamente documentada y expuesta con rigor y mimo, esta producción de El Deseo lleva a cabo un recorrido tan estimulante como revelador, necesario hoy más que nunca para trazar las líneas de una futura sociedad sin tantos lastres, sin tanta violencia. La mujer es y tiene que ser libre, aunque haya quien siga prefiriendo hacer de ella un accesorio, un mero divertimento. Habrá de cambiar el mundo para que no haya más mujeres que mueran en el intento. Y es que quizá alguna vez se sepa, se diga y se consiga, que la mujer no sea ya cosa de hombres, sino asunto de sí misma.
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