“Con cien cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela, un velero bergantín”, fue la consigna marinera que rompió el silencio de un vagón tardío, en el Metro de Madrid. “Bajel pirata llamado por su bravura El temido, en todo mar conocido, del uno al otro confín”, continuaba diciendo con voz sentida un joven estudiante, fervoroso por un examen realizado. La amada del muchacho -siempre la hay cuando un chico se pone en evidencia-, asistía risueña a su interpretación, engatusada por su empeño y por su, por qué no decirlo, valentía.
Fotograma de Piratas del Caribe. Derechos reservados a Disney Enterteinment
– Espera, espera, ahora viene lo mejor –proseguía el estudiante, más metido ahora que nunca en su recital- “Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria, la mar”. Ése sí que era un lobo de mar, ése sí que adoraba la navegación, y no como ese Jack Sparrow de las películas- afirmaba arrebatado.
La joven enamorada, entre carcajada y sonrisa, asentía taxativamente todo lo que le profería su amado. -¿Dónde se ha visto que un pirata lleve Rimmel? ¡Pues nunca, nunca se ha visto!
No se puede negar su mérito, el chico había conseguido hacernos olvidar el endémico tiempo de demora del suburbano, el frío que arreciaba y el hacinamiento de aquel vagón. Y es que, en ocasiones, un buen temporal de frío hace recordar lo que el paulatino aburguesamiento va haciéndonos olvidar. Decía Azcona, en este y otros muchos sentidos su cita es ineludible, que un guionista pierde su alma cuando abandona el transporte público. Como siempre, el maestro tenía razón. No recordaba lo fructífero que resulta, en ocasiones, abandonar el coche en el garaje.
– Entonces, cuando Sparrow lucha, ¿qué conversaciones mantiene con otros piratas?- profería vehemente-, “¡tú, desenfunda!”, le diría al bandido, a lo que el otro le respondería: “De acuerdo Sparrow, pero antes dime, ¿qué máscara de pestañas usas?”… Y dejando la espada clavada en un madero, todavía vibrando la hoja, le diría: “acércate y le echas un vistazo tú, es la que mejor combina con la sombra de ojos”… ¡Eso no son piratas, por amor de Dios! ¡Se ha perdido la esencia!
A pesar de que su amiga, novia o amante –había grado de confianza entre ellos, eso seguro-, insistía en llamarle loco, y a pesar de que se intuía que su extrapolación e hipérbole gratuita respondían más a una suerte de cortejo que a una crítica acerca de un cambio social más o menos acusado según su criterio, lo cierto es que la conversación en sí no tenía desperdicio. Y no porque dejara en entredicho la capacidad interpretativa de Johnny Depp –admirado por este medio hasta lo indecible-, ni tan siquiera porque su intenso alegato fuera o no convincente; lo que sorprende, lo que emociona, es que el cine, como fenómeno social y antropológico, haya alcanzado todas las áreas de nuestra vida, y nos sirva como referente para juzgar y medir nuestra realidad. Es cierto que los tiempos han cambiado, y es muy posible que los piratas de cine sean mucho más presumidos que aguerridos, pero lo cierto es que de nuevo, sea como fuere, a pesar de la crisis, de la baja calidad de las películas y de sus respectivos guiones, pese a todo ello, insistimos, el cine sigue adentrándose en nuestra vida y en nuestra alma. No está mal como punto de partida a un año que se teme, será largo y complicado. Al joven Romeo el cine le granjeó la sonrisa de su Julieta; a los testigos cercanos al romance, nos devolvió las escolares andanzas de la Canción del Pirata de Espronceda, tan repetidas cuando niños, y tan recordadas desde entonces. Y al vagón entero, nos dejó la sensación de que el cine, en su inmensa ficción, forma parte sustancial de nuestra realidad.
No se puede pedir más al temporal de frío que asedia a un seco martes 13 de un enero antojadizamente nórdico. Mientras sea para recordar momentos estelares del cine, y pese a los inconvenientes que suponga, ya lo dice la canción: let it snow, let it snow, let it snow.
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