Las efemérides tienen una naturaleza intrigante, no me lo podrán negar. Víctimas de alguna perversa tortura, el año entero está repleto de santorales siniestros, en que celebramos la trágica y cruel mutilación y posterior asesinato de cualquier individuo, por el simple hecho de haber realizado cualquier acción bondadosa, o así nos lo han referido. En cualquier caso, el calendario es algo misterioso y sombrío, lleno de citas ineludibles y de responsabilidades contraídas, ora personales, ora sociales, tan turbador como estresante. Pero hele aquí que se nos acerca, como cada año, una de las citas más celebradas de nuestro actual calendario, ésta es, san Valentín.

adivina quien viene a cenar esta noche

Adivina quién viene a cenar esta noche. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Hasta nueva orden, o hasta que el maya se imponga con su finitud, nos deparan años y años de impíos san Valentines, en los que de nuevo haremos gala de nuestro comercialismo extremo, nuestra vanidad y, en el peor de los casos, de nuestra soledad. Pero no se crean, Hollywood, tan ducho en esto de hacernos sentir a gusto, ha planeado su propio First Aid Kit para vacunarnos contra todo mal, el de amores incluido.

Porque san Valentín, mal que nos pese, es un día de todos, no sólo de los petulantes filtreadores de amor al peso, que únicamente lo demuestran en ocasiones especiales, exhibiendo a su amado/a como una presa en el zurrón de un cazador. Por fortuna en esta caza no se exhiben las cornamentas de igual suerte, en tal caso muchos de los que alardean de amor sufrirían sus visibles consecuencias.

Pero no se crean, esta columna no está escrita para la crítica, sino para la reflexión, porque ¿quién puede atreverse a definir qué es el amor? ¿Quién puede poner barreras a los sentimientos humanos? Los antiguos romanos (en este aspecto redimen su acción propiciadora de días del santoral), relacionaban la verdad (verum) con la bondad (bonum), de cuya conjunción partía cualquier acto ético; de ello podría inferirse, con altas dosis de romanticismo o de locuacidad, como los maestros de la ética de situación, que el amor sería el acto ético por excelencia.

Esta perspectiva, aderezada con proporciones desmedidas de burbujeante champagne y alguna que otra fresa, también la comparte el cine, quien a su vez nos ha enseñado históricamente que el amor no entiende de color (Adivina quién viene a cenar), de edad (El graduado), de especie (King Kong), ni de sexo para ellos (Philadelphia) o para ellas (Manhattan). Sin embargo, existía cierta tendencia voyeurística en el cine de siempre que hacía pensar en su maquinaria como una suerte de artificio autoflagelante, tanto para los que gozan del amor verdadero, como para los que ansían conocerlo, algo que de por sí tiene menos sentido que Ubú rey (con la venia del gran Alfred Jarry), y que por ende, favorece el malestar generalizado. Para los primeros, porque el amor cinematográfico siempre excedía en aditivos y colorantes la belleza del afecto real, más físico, menos melodioso y mucho más humano (en tanto que imperfecto y fallido). Para los segundos, porque el visionar un afecto idílico en esta platoniana cueva de las remembranzas que es el cine, patentiza más si cabe la sensación de oquedad que por otro lado tanto promueve nuestra sociedad.

Es curiosa esta paradoja malsana del que seguro, será el último siglo de la humanidad. Piensen detenidamente, por qué se nos insta al beneficioso individualismo, a las raciones para llevar, a los productos monodosis y a los packs rebajados para singles. Los solteros y sin compromiso se llevan y mucho, tan sólo hay que acercarse a las salas de cine para ver qué tipo de personajes se promulgan a los cuatro vientos y los siete mares. Esto justificaría, de facto, que el día de los enamorados se reduzca a una sola jornada, un momento de licencia única, un solo día, ni uno más. Si el amor interesase a los controladores de mentes, no existiría un día para el afecto; su existencia demuestra en última instancia lo poco que se practica el amor –en sentido amplio-, diariamente; deben recordárnoslo para que, en ese único caso, nos acordemos de él y lo vivamos a nuestro antojo. Lógico es entonces, que no exista el día de la guerra, o el día de la violencia, ya que, por ende, todos los días son el día de la guerra y de la violencia.

Imagen de El fantasma y la señora Muir. Todos los derechos reservados a sus productores y distribuidores

¿Qué interés tendría, en ese caso, remachar las conciencias de los bienpensantes con días para el amor? En este sentido, podríamos buscar la faz sardónica de todo ello, y pensar que es tan sólo el recuerdo de una forma de vida que existió algún día, y del que tan sólo quedan los vestigios, como las devastadas columnas del Coliseo, o las eternas  Keops, Kefrén y Mikerinos, tan indescifrables como cualquier cultura muerta. El cine de la era postmoderna, insisto, no busca el amor ni lo propugna. Allá quedaron películas para el recuerdo como el amor inmortal de El fantasma y la señora Muir (obra maestra de Mankiewicz), el amor consecuente de Vacaciones en roma, o el inmutable de Tú y yo (en las dos versiones de Leo McCarey; absténgase Algo para recordar).

No nos engañemos, el cine clásico propugnaba el amor, aquél incluso imposible mantenido entre Doris Day y Rock Hudson; o el arrebatadoramente honesto de Marlon Brando y Eve Marie Saint en La ley del silencio. Lo que el cine unía, no lo separaba el hombre, aunque acoplara a los que no podían amarse e hiciera amarse a los que no podían ni verse.

El cine actual, en su versión más perversa, nos insta a apostarnos (y lo que es peor) a enquistarnos, en esto que han dado en llamar la crisis de la nueva era, donde el relativismo impera y ningún criterio es válido ya. Pero es falaz y todos lo sabemos, el ser humano no ha cambiado tanto; la gente sigue queriendo ser amada por mucho que nos duela. Hay quien no quiere ser querido, es cierto, y resulta honroso admitirlo y disfrutarlo. Adelante, si es su propósito, es magnífico tener las cosas claras. Pero para los demás, para todos aquellos y aquellas que se emocionan (sin reconocerlo) con Lo que el viento se llevó; que han llorado con la magnífica canción de Ray Peterson en Ghost, cuando Demi Moore besaba a Patrick Swayze (olvidemos por un momento que es Whoopi Goldberg), y que siente palpitaciones cuando Richard Gere entra en la fábrica de papel de Debra Winger en Oficial y caballero, a todos ellos, insisto, feliz día del orgullo de san Valentín.

Porque sí, el amor es algo de lo que hay que estar orgullosos, quizá lo menos animalesco de nuestra naturaleza y lo más edificante. No se dejen engañar, salgan de sus cavernas, dejen de mirar la vida de los otros y recuerden, por mucho que nos exhorten con fulgurantes luces de neón, que el amor nunca ha perjudicado seriamente la salud… Al menos en su justa dosis.

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