Hay cosas que sólo pasan en Madrid. Cosas que de producirse en cualquier otro lugar, resultarían estridentes y delirantes, histriónicas incluso, pero que dadas aquí, confieren ese aire excéntrico que tan bien le ha venido siempre al mito de Magerit, mucho antes incluso de que fuera capital de ningún país.
Fotograma de Mujeres al borde de un ataque de nervios. El Deseo S.A. Todos los derechos reservados
Por pocos años que uno haya vivido en esta urbe de aire siempre castizo, fachadas sucias, tendel teja o pizarra, y ese punto desastroso y acalorado, tendrá un anecdotario digno del mejor libro de fábulas y leyendas, con intrigas que recorrerían mentideros de toda la villa, con curiosidades resaltadas por la pluma de Baroja, tan dado al cine por cierto, y a quien incluso podemos observar en la versión cinematográfica de Zalacaín el aventurero de 1954, conversando amablemente con Juan de Orduña. El realismo madrileño es digno de un degüello, desgarrador como Galdós; su comicidad entronca con la astracanada de Gómez de la Serna, el sinsentido de Mihura, el esperpento de Valle-Inclán. Todavía Max Estrella pasea su bohemia por las calles de Conde Duque sin encontrar a Don Latino, y los enamorados miran un tabernáculo egipcio en pleno paseo del Pintor Rosales sin saber por qué está allí situado el Templo de Debod.
Madrid es cine porque el cine remite casi obligadamente a Madrid. Y eso que en puridad, la capital tardó mucho en ponerse a tono con respecto a las ciudades más cinematográficamente industrializadas, las siempre vanguardistas Barcelona y Valencia. A este respecto cabría añadir un apunte más, hasta 1911 Madrid no había iniciado su producción ni por asomo, algo que puede sorprender pero que conociendo el ritmo lento de implantación de la fábrica de sueños, no sugiere ninguna novedad. Pero el contorno de la capital ahora, en pleno siglo XXI, es muy distinto. En la actualidad, cualquier momento es susceptible de hechizarse por el incombustible espíritu cinematográfico de la ciudad. Y no sólo porque parte de industria se desenvuelva en sus calles, sino porque todos los rincones de este gran caos urbanizado han sido retratados en nuestro cine en alguna ocasión, o tal vez en mil. Los atascos de la Gran Vía poco recuerdan ya cuando las chicas de El día de los enamorados cantaban sus idilios a voz en grito en su descapotable; Alfonso XII sigue caminando hacia el Palacio de Oriente para sorpresa de un viandante que no le pregunta, todavía no, Dónde vas Alfonso XII, o Dónde vas, triste de ti. Óscar Ladoire regresa cuando puede a Ópera a encontrar a su prima Violeta, y las mujeres de Pedro Almodóvar llegan a Barajas en un taxi kitsch temiendo que Julieta Serrano, sin sedar y sin gazpacho, dispare sobre Carmen Maura y Fernando Guillén mucho antes de que éste sea la voz en off de Amélie. Qué habría sido de Jean-Pierre Jeaunet si el crimen se hubiese consumado.
Madrid es, sobre todo, una miscelánea azarosa que cada uno rellena con sentido cinematográfico a su personal antojo, a su libre albedrío. Es Alfredo Landa y María José Alfonso corriendo por la Casa de Campo en Manolo la Nuit; es Juan Echanove con Marisa Paredes confesando La flor de mi secreto en la Plaza Mayor; es una mañana de preestreno en los cines Palafox, siglos después del sitio a Zaragoza y desconociendo, de antemano, quién era ese Capitán General de Aragón de nombre José. Es encontrarse a Cesáreo Estébanez interpretando a Ciutti en el Teatro de la Comedia, y días más tarde en un restaurante a tu vera. Es que Rafael Álvarez “El Brujo” rompa a aplaudir en medio de El avaro ante un eventual ataque de risa de un compañero de reparto en la sala Olimpia. Es desayunar con Álex de la Iglesia, comer con Gonzalo Suárez, tomar un café con Mariano Ozores y llegar al anochecer discutiendo sobre cine con Basilio Martín Patino.
Y es que Madrid es, sobre todo, el espíritu bueno y luchador de decenas de profesionales del mundo del cine, tozudos como sólo ellos pueden serlo para salir adelante a pesar de los pesares, que son largos y difíciles en esta profesión. Es Pilar López de Ayala comprando ropa en Fuencarral; o Blanca Portillo admirando el crisol cultural del Rastro. Es David Trueba dando una conferencia en San Bernardo, o Jordi Mollà concediéndote una entrevista en una cafetería en la Latina, a varios grados navideños bajo cero.
Fotograma de El día de la bestia. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Pero al mismo tiempo, Madrid es también olvido e inclemencia, de esos que no tienen perdón. Es encontrarse a quienes fueron, sin que nadie ose a girar la cabeza, sin que se reconozca su valor, su aportación. Madrid es un mediodía de diciembre, allá por el año dos mil uno, en que un cabizbajo y achacoso José Luis Dibildos, padre del regeneracionismo cinematográfico de los años setenta, esa tercera vía, caminaba lenta y pausadamente por la Plaza de Santo Domingo, cerca, muy cerca, del edificio Capitol y su luminoso de 312 barras que tan emblemática hizo a la bebida Schweppes. Caminaba decaído, quizá por el frío o el chirrío lejano de los niños y su Cortilandia, cuando una adolescente todavía, estudiante de periodismo para más señas, sorprendió a uno de los personajes que más había admirado de siempre y para siempre. “¿Es usted José Luis Dibildos?” indagó mientras se acercaba a un céntrico restaurante en su camino desde Preciados. “Sí”, respondió tosco, no tanto por el atrevimiento de la joven, cuanto por la extrañeza de sentirse abordado. “¿Me daría un autógrafo?”, prosiguió ella, ante la estupefacción de quien estuvo a punto de preguntarle el porqué. “Claro”, respondió sin embargo, para alegría de quien siempre había valorado el arrojo del productor del primer Garci; el marido de Laura Valenzuela.
Sin embargo, la suerte no estuvo de parte de ninguno de los dos, ni del productor, ni de la periodista en ciernes. El papel estaba mojado por el aguanieve y no se podía marcar; el bolígrafo decidió, en su derecho, dejar de funcionar, y la calle estaba desierta, a excepción de dos providenciales caballeros ecuatorianos que, pese a venir de una consulta médica (radiografías en sus manos, volantes médicos bajo el brazo, bolígrafo de una aseguradora), se ofrecieron de inmediato a auxiliar a la extraña pareja. Una Harley Davidson mal aparcada fue el elegido soporte para llevar a cabo tamaña proeza de rúbrica y firma, justo antes de que los destinos de esos dos personajes, productor y estudiante, se separasen en aquel entonces de manera definitiva. Tan sólo seis meses después, José Luis Dibildos dejó huérfanas las calles de Madrid, ya para siempre.
No se imaginan cuánto sentí la pérdida de quien tan amablemente decidió entregarle unos instantes, bastantes para ser exactos, a quien de nada conocía, y quien tan mal signo parecía tener con el material de oficina. Todavía guardo el recuerdo inalterable de aquel día y, de vez en cuando, esbozo una sonrisa apenada al reencontrarme por fortuna con el autógrafo que tanto esfuerzo le costó entregarme. Un mediodía helado, un bolígrafo inmóvil, dos solícitos y amables extranjeros, un productor de cine y una impertinente periodista, que se fueron a unir en una de las calles más transitadas de la capital, solitaria y desguarecida en aquel momento y día.
Pero ya lo hemos dicho, aquí no hay trampa ni hay cartón; sólo una muestra de los acontecimientos raros, los sucesos inauditos, los hechos insólitos o, sencillamente, las contingencias geniales que pueden acontecer en la vida. Esa hilera de burlescas casualidades que sólo pueden ocurrirte cuando pasas por Madrid.
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