Ciento nueve años se cumplirán este septiembre desde que en 1905 naciera Greta Garbo, la actriz cuyo “frío carisma” conquistó las pantallas de todo el mundo. Una centuria ha desfilado ante los ojos de espectadores y analistas que, ante la celebración de su arte, rinden tributo a una de las estrellas más afamadas del universo cinematográfico. Garbo laughts! rezaba el prometedor eslogan que Ernst Lubitsch lanzó para presentar Ninotschka (1939), filme en el que, por vez primera, se mostraba al público la sonrisa de la “fría” artista sueca. Y digo fría, porque epítetos como éste han sido vastamente empleados para definir a Greta Lovisa Gustafsson, actriz cuyo semblante imperturbable y flemático le condujo al éxito en papeles tan dispares como atractivos.
Fotograma de Ninotchka.Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
A tenor de su biografía, no es de extrañar alguien como “la Garbo” no encontrara motivos para reír; hija de un labrador y una costurera, y huérfana desde los catorce años, la actriz hubo de abandonar la educación escolar para poder ganarse la vida. Lo que en primera instancia parecía una existencia abocada al fracaso, fue prontamente transformada por la Academia Real de Arte Dramático, que no sólo le dio una primera oportunidad al admitirla, sino que la introdujo en el mundo del cine de la mano de Maurice Stiller, primero, y Louis B. Mayer tras él. Como otros suecos coetáneos dedicados al cine –léase Victor Sjöström entre otros- la intérprete de Orquídeas salvajes (1929), demostró su fortaleza trasladándose a Alemania a principios de los años veinte, y a Estados Unidos después, en 1926, dejando atrás no sólo su tierra natal, sino enterrando con el viaje su celoso pasado. Lejos del viejo continente, Garbo consiguió hacer realidad el ansiado sueño americano, en el que un joven talento carente de medios económicos llega a lo más alto del estrellato hollywoodiense. Así quedó patente con sus primeras películas, dirigidas la mayoría por Clarence Brown, como Ana Christie (1930), basada en la obra homónima firmada por Eugene O’Neill, o las inolvidables Susan Lenox (1931) de Robert Z. Leonard, y Gran Hotel (1932) del realizador Edmund Goulding, y donde pudo compartir plantel con el popular actor Lyonel Barrymore, para deleite de los espectadores.
Sin embargo, no fueron éstas las películas con las que la actriz de Estocolmo deslumbró de forma unánime al público y la crítica. Con La reina Cristina de Suecia (1933) de Rouben Mamoulian, “la Garbo” demostró su versatilidad, tal y como lo hiciera en Mata Hari (1932), dirigida por George Fitzmauric. Más adelante, Greta Garbo certificaría su talento con el famoso trío cinematográfico que la catapultaría en deidad axiomática, tríada que, por cierto, tenía nombre de mujer: Anna Karenina (1935) de Clarence Brown -y basada en la archiconocida obra de León Tolstoi-; Margarita Gautier (1936) de George Cukor; y María Malewska (1937) de nuevo bajo las órdenes de Clarence Brown. No obstante, no podemos sino rendirle homenaje a la Garbo recordando el que, sin duda, es uno de sus mejores trabajos, la consabida Ninotchka (1939), magnífica realización del inconfundible Ernst Lubitsch. Es Ninotschka un personaje suculento para cualquier actriz: temperamental y cómico, calculador y emotivo; una contradicción en sí misma, cuyo guión estaba firmado por la pluma del gran Billy Wilder. Y fue la Garbo la mejor elección: fría y cálida, sensual y andrógina… Un doble contrasentido del que emerge el mejor trabajo de esta vehemente actriz.
Garbo laughts!, afirmaba el eslogan de este film. Y nunca una sentencia ha estado más acorde con Greta Garbo, habida cuenta de que ella misma declaraba que «cualquiera que tenga una sonrisa permanente en su cara, refleja una dureza que es casi atemorizante». Y era realmente atemorizante, la sonrisa de esta sueca.
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