Por encargo de un joven guionista advenido en director, Saul Steinberg diseñó un letrero -ya célebre-, cuyo texto rezaba un ¿Cómo lo haría Lubitsch? afamado y heroico. Y digo heroico porque, dentro de la humildad que conlleva el compararse con uno de los grandes –siendo otro grande-, atreverse a subvertir el orden establecido en la llamada comedia alocada, o slapstick para los más puristas, imbuyendo al espectador en un género audaz, sedicioso e inteligente, supone todo un reto, acaso una heroicidad.

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Imagen de Wilder tras las cámaras. Conversaciones con Billy Wilder (c). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Samuel Wilder sabía cuál era ese material noble con el que se construyen los sueños, esa delgada línea que separa el disparate inverosímil de la trama hilarante, aquélla entroncada en el humor distinguido, único. Ciento ocho años cumpliría el próximo 22 de julio el cineasta inconfundible, al que cabe agradecer parte de los más suculentos metrajes que se han podido visionar –y revisionar hasta la catarsis- en las pantallas de todo el mundo. Este austriaco de Sucha no gozó, como cabría esperar de un fecundo guionista de comedias, de una vida nutrida de experiencias jocosas y festivas; al contrario, tuvo la desgracia de toparse con la ignominia de la masacre y el espanto. El longevo cineasta debió hacer frente al ascenso del nazismo, a la inmigración, y a la muerte de gran parte de su familia en Auschwitz. No en vano, un hombre que al ver La lista de Schindler, aún sabiéndola ficción,busca entre la multitud a su madre y a su tía desaparecidas, no ha podido perdonar las maledicencias que el Tercer Reich perpetró en el maltratado siglo XX. No obstante, tal y como el nonagenario realizador afirmaba, “lo que mejor hago es escribir lo contrario de lo que siento”, y así lo dejó patente a lo largo de fructífera carrera como guionista y director, que ha legado para la historia del cine innumerables obras maestras.

Supo hacer comedia siguiendo la estela de Lubitsch, pero sin caer en la réplica. Gustoso con la comicidad, usó el diálogo para engatusar, salvando los usos que habían sido introducidos por cómicos como Stan Laurel y Oliver Hardy, Buster Keaton o los geniales hermanos Marx. Cómodo con los gags, nunca llegó a alcanzar las cotas de Blake Edwards en lo que a desmesura se refiere, sino que prefirió albergar una comedia híbrido entre la melancolía y el romance, entre lo pícaro y lo sutil. En definitiva, por ser  Billy Wilder un genio indiscutible, me propongo rendirle un justo tributo, si ustedes me permiten que recuerde –de modo un tanto personal y arbitrario-, algunos de los mejores momentos que la mente de este austriaco fue capaz de concebir. Nadie puede discutir que The Apartment (1960) roza la perfección, no sólo porque Lemmon y MacLaine estuvieran en estado de gracia –que lo están-; ni porque Izzy Diamond y Billy Wilder parezcan haber encontrado una compenetración excepcional; ni porque sea el suyo sea uno de los mejores guiones de la historia del cine; ni tampoco por cómo está filmada, contextualizada y planificada; sino porque todo ello se ensambla para dar lugar a una comedia melancólica, donde las miserias de la cotidianeidad son el eje vertebrador de lo cómico. El hecho de que Buddy Baxter, un  trabajador opaco y desdichado, deba ceder la intimidad de su apartamento y de sus sábanas en aras del ascenso profesional, no deja de ser una crítica mordaz a la sociedad en la que se inscribe.

Some like it hot (1959) es, sin embargo, una comedia en estado puro. No exenta de humor desenfrenado, de sensualidad y de frases que hacen historia, Con faldas y a lo loco combina como ninguna otra el asesinato, la chanza, el travestismo y la agudeza. Nadie se había atrevido a unir la matanza del día de San Valentín, con un tren de mujeres alcoholizadas, aderezado con dos músicos a los que las medias y el tacón les favorece tanto o más que a las propias féminas. Es de recibo hacer referencia a The Seven Year Itch (1955), película que le granjeó a la historia del cine una de las instantáneas más emblemáticas de todos los tiempos –léase “la Monroe” sosteniendo su travieso vestido impulsado por la rejilla de ventilación del Subway neoyorkino-. No obstante, hablando de Wilder como lo hacemos, no podemos desdeñar su bis grave, dramática en ocasiones. Y es así que, dentro de la vertiente de cine “serio”, el señor Wilder destaca igualmente, tanto con la narración de un desalmado periodista en busca de una exclusiva –Ace in the Hole (1951)-, como seis años después en la versión cinematográfica del relato de Agata Christie, Witness for the Prosecution (1957). Y llegamos a Sunset Boulevard (1950), reverenciada de tan inesperada y genial. Con Charles Brackett de copiloto en el guión, El crepúsculo de los dioses es una obra maestra por lo que tiene de rompedora y de trágica. Ninguna mujer ha alcanzado las cotas de elegancia, seducción y estulticia que consigue Norma Desmond –es decir, Gloria Swanson- en esta cinta; ni existe en el Paseo de las Estrellas galán como William Holden, tan atractivo como profundo que, pese a ello, aparece flotando sobre una piscina al comienzo de la película. Sin embargo, hay muchas películas que no he mencionado y ante las cuales sucumbo con total entrega –como Perdición, Irma la Dulce, En bandeja de plata, Avanti o Primera plana-.

En cierta ocasión el cineasta José Luis Garci afirmó que, tanto Howard Hawks como John Ford y Raoul Walsh, tenían una butaca en la misma fila del Paraíso. Puestos a recolocar a los realizadores en el coliseo de los desaparecidos, estoy convencida de que Wilder ocupa un puesto de honor en la primera fila, cerca de Lubitsch, y frente a un escenario donde los inconmensurables  Lemmon y Matthau actúan bajo sus órdenes. Aunque E. Brown manifestara que “Nadie es perfecto”, cabe señalar que, al menos desde el punto de vista cinematográfico, a nadie más que a Billy Wilder se le puede atribuir tal cualidad. Gracias por sus enseñanzas señor Wilder.

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