Un flamante descapotable rojo bordeando un montículo cincelado por la erosión. Un Mustang cabrio conducido por Martin Short, un Short gozoso y radiante de felicidad, con el mar de fondo. Durante años este recuerdo se ensartó en mi memoria, una secuencia final a la que no acertaba a dar nombre ni procedencia, mi primer recuerdo en una sala de cine. No fue la primera película que vi  proyectada, pero sí la imagen que durante años se mantuvo viva en la mente de mi despertar cinéfilo. El chip prodigioso (1987, Joe Dante), así se llamaba la película que se guarecía tras los tapacubos del espectacular descapotable, y que protagonizaba Dennis Quaid y la que sería su futura mujer, Meg Ryan.

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Fotograma de El chip prodigioso. Amblin Entertainment, Guber-Peters Company, Warner Bros. Pictures. Todos los derechos reservados 

De éste y otro filme hermanado con el de Dante por un aspecto que mi melomanía unió tiempo atrás, me disponía a escribir cuando un suceso insólito donde los haya, aconteció en mi rutina consumista. Algo me empuja a creer que el karma ha dado al traste con Discordia, la diosa grecorromana del caos. Todo está unido y tiene su sentido. Pese a mi natural aversión a probarme ropa, en dos días consecutivos, en dos provincias diferentes y en dos comercios opuestos, fui a introducirme en un probador cuando en el hilo musical pude escuchar dos versiones distintas de una misma canción, precisamente aquélla de la que pretendía escribir y que, dicho sea de paso, no escuchaba en público desde hacía más de quince años. Se trata de “Cupid”, la archiconocida pieza de Sam Cooke que hizo suya Dante para su prodigioso chip. La primera de las versiones era del intérprete Aaron James Cashell, pero la segunda, justo el día de su muerte, era de Amy Winehouse.

Si todo esto venía a colación de algo es a que, en esta ocasión, tenía planeado rescatar del anonimato al que firmaba los grandes éxitos de unas bandas sonoras espléndidas, ambas de los ochenta, y que acompañaron a los espectadores en su peregrinar durante largo tiempo: El chip prodigioso y Único testigo. Cooke hizo que la proeza de Tuck Pendelton tuviera ese plus de romanticismo que necesitaba, perfecto acompañamiento para la historia de un marine que decide miniaturizarse en pro de la ciencia, y acaba inyectado en el interior de un dependiente al borde del colapso (Martin Short). Su bella exnovia (Ryan), una periodista con olfato para los problemas, contribuye a ocultar el chip miniaturizador tan codiciado por los espías industriales, y de paso volver a enamorarse de su desastroso teniente, tan atractivo como irremediable.

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Fotograma de Único testigo. Paramount Pictures, Edward S. Feldman Production. Todos los derechos reservados

Pero sin duda la más amada y reconocida canción de Cooke es “What a wonderful World this could be”, en la que enseñaba lo poco que valen la Historia, el francés, la Biología o la Ciencia, cuando hay alguien a quien amar, aunque ésta sea amish, viva en una aldea recóndita y se llame Kelly McGuillis, la profesora que ya había fundido los plomos del caza de Tom Cruise, y que ahora se disponía a engatusar con su rubiácea dulzura a un policía herido, malhablado y gentil que, por cierto, se llamaba Harrison Ford.

Tanto Único testigo (1985, Peter Weir) como El chip prodigioso son de acción, no olvidemos que estamos en los ochenta. Las dos están labradas con amor de por medio, disparos, niños ya encargados o en camino, y buena música. Sam Cooke no se habría imaginado ni por asomo en su corta pero fructífera vida, que iba a inmortalizar con su armónico genio dos películas que bien podrían haber sido anecdóticas y perfectamente olvidadas. Sabemos que Único testigo es magistral, ya nos lo enseñó al detalle Linda Seger; también que Joe Dante es un experto visual, y que sólo él podría colocar una masa informe de partículas desordenadas para demostrarnos de lo que es capaz un whisky con hielo cuando hay competencia en un director. Pero ningún artificio, ningún truco mejor o peor logrado, puede perfeccionar estas dos películas más que sus respectivas bandas sonoras. Nada sería de Pretty woman sin Roxette, ni de La mujer de rojo sin Stevie Wonder; no me imagino Oficial y caballero sin “Up where we belong”, ni tan siquiera Flashdance sin “What a feeling”.

Fui incapaz de recordar el nombre del título de una película, la primera en esencia, y sin embargo recordé toda la vida su banda sonora. Eso da cuenta de la relevancia de la música en el cine, de un compositor. A menudo soslayamos la importancia de las BSO, incluso reconozco que los números musicales son con frecuencia lo menos visto en las galas de los Oscar; a pesar de ello, el cine quedaría mudo y también sordo sin su música, sin sus cientos de Sam Cooke.

Por ello escuchar “Cupid” en un hilo musical se me antojó tan exótico como superemo, aunque sólo sea para suscribir que el talento está en todos los sitios, incluso en los más prosaicos y frívolos. Es perfecto cuando todo, hasta lo más vacuo, nos recuerda lo inmortal que es el cine. Aun cuando el milagro acontezca en un centro comercial.

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