La influencia del cine en la vida real nunca dejará de sorprenderme. A cualquier hora y en cualquier lugar, sus cinéfilos apéndices emergen en los confines del más tosco día a día. “Los niños sin vigilar serán entregados al Goblin King”, reza el cartel de una librería en la que me dispongo a comprar un libro. Junto al texto manuscrito, una fotografía ilumina el enunciado, un irreconocible David Bowie en su papel de Jareth, el rey de los Goblin en Dentro del laberinto (1986, Jim Henson). La existencia de este cartel no sólo ilustra el modo en que los niños han sido apartados de la vida pública de un modo inconcebible, sino también, y más jocosamente, que hay quien como yo, todavía recuerda el mítico título Labyrinth, una película para toda la familia que pese a su germinal oscurantismo, a los ojos de la actualidad me resulta cada día más infantil.
Fotograma de Dentro del Laberinto. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Aquel aviso ramplón hizo que por segunda vez en pocos días volviera a mi mente no ya una de las más trabajadas películas de fantasía de la década de los ochenta, sino un artista, Bowie, quien esta semana ha derramado ríos de tinta impresa y digital al reaparecer por las calles de Nueva York, después de serle realizada una angioplastia en 2004, tras sufrir un infarto. Pero el esposo de Iman es mucho más que una simple celebrity captada in fraganti en la calle; el autor de Stardust es una estrella en sentido amplio, quien tuvo la humildad y el humor de aceptar un proyecto inusitado, fantasioso y loco escrito por un Monty Python, producido por un visionario, dirigido por un titiritero y protagonizado por una niña y un cantante pop.
El responsable de este warholiano collage se llama Jim Henson, padre intelectual de The Muppets, a quien debemos la personificación de la infancia con Barrio Sésamo, los Fraggle Rock o Las tortugas Ninja, y que antes de embarcarse en el filme con David Bowie rodó The Dark Crystal (1982), aproximación al largometraje de marionetas basado en la novela de The World of the Dark Crystal, de Brian Froud.
Muy influenciada por este primer título, Labyrinth pertenece a la corriente de cine épico que tanto destacó en la década de los años ochenta en cintas de aventuras, con Willow o La historia interminable como puntales del género, protagonizadas por un héroe inesperado que debe adentrarse en universos imaginarios para salvar el mundo, el reino o incluso a un hermanastro. Tal es el caso de Sarah (Jennifer Connelly), una niña de catorce años aficionada a la literatura fantástica, que tiene a bien corretear a la vera de su escudero bobtail, y que llama a su muñeco favorito Lanzelot. Sarah es todo menos feliz. Su imaginación desbordante le lleva a crear historias fantasmagóricas en las que su padre no está casado con una nueva mujer y en las que ella no debe cuidar a Toby, su molesto hermanastro. Una noche, harta de los llantos de su pequeño hermano, decide invocar al monarca Jareth, para que se lo lleve al reino de El Laberinto, donde lo transformará en Goblin, una fusión entre gnomo y troll. Lo que Sarah no aprendió con The neverending story, es que los libros y sus personajes también pueden cobrar vida. Así Jareth aparece en su apacible hogar desvelándole un terrible secreto: él ha transigido con su petición y se ha llevado a Toby; a cambio ella, si quiere recuperar a su hermano, tendrá que introducirse en el Laberinto y desvelar los acertijos que le formulen en su inacabable recorrido. Pero sólo si desea dar con el bebé.
Fotograma de Dentro del laberinto. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
A lo largo del laberinto, Sarah contará con los más variados personajes que le ayudarán en su quehacer, todos ellos surgidos de la imaginación y la factoría muppet de Jim Henson, unos personajes que dieron vida más de una cincuentena de operarios, y que mezclaron tecnología puntera con las habilidades titiriteras más loables. Desde un gusano de quince centímetros hasta un monstruo de dos metros, los muñecos Henson destacan principalmente hoy en día, cuando la artesanía y el mimo por el detalle han cedido el paso a los efectos especiales. En Labrynth se contrataron a decenas de trabajadores para maniobrar con los muñecos; una sola marioneta era controlada por más de tres personas: quien llevaba las extremidades inferiores, quien gestionaba las superiores; el operario que aportaba su cuerpo y el que manipulaba las expresiones faciales a través de control remoto. En la célebre escena de “Magic Dance”, Bowie cuenta con más de cincuenta marionetas a su alrededor, a las que hay que sumar los extras, el bebé y los animales que compartían set delante de la cámara; detrás de ella un centenar de personas controlaban a los muñecos, atendían al niño y velaban porque las aves no hicieran del laberinto, un auténtico caos.
Por ello el rodaje de Dentro del laberinto se convirtió en centro experimental de nuevas técnicas de ciencia ficción, suponiendo un continuo devaneo de cabeza para el equipo de atrezzo y de dirección artística. Con una declarada influencia de Brian Froud y Alicia en el país de las maravillas, la producción ejecutiva de George Lucas se deja ver, sin embargo, en la plétora de decorados pantagruélicos y espectaculares que llevan a la práctica efectos visuales que honran a Maurits C. Escher, especialmente sus figuras imposibles, sus cuadros “Realtividad” o “Convexo y cóncavo”, y sus autorretratos en bolas de cristal. En cierto sentido, serán estas esferas las que conduzcan la trama, ya que Jareth las emplea para engatusar a Sarah, reproducir sus ensoñaciones y mostrarle su devenir. El hecho de que Jareth aparezca en todas las escenas manipulando bolas de cristal también supuso un reto para el equipo de rodaje, ya que Bowie, experto en otros ámbitos, no es quien las mueve realmente, sino un especialista del que tan sólo aparece el brazo en los planos del cantante; en verdad esto fue una prueba para la paciencia del artista británico, ya que el prestidigitador, sin posibilidad de seguir el trayecto de su propia esfera, falló decenas de veces al girarla, debiendo repetir Bowie el mismo texto tantas veces como la bola decidía rendirse ante la gravedad.
A pesar de los esfuerzos de Bowie por casar en una película heterogénea incluso para él, escrita por el “Monty Python” Terry Jones (mítico director de La vida de Brian), es de recibo recordar a la genuina protagonista de la cinta, la jovencísima Jennifer Connelly, la misma que se sonrojaba por tener que bailar con el rubísimo cantante y quien, pese a su niñez, aprobó con nota una película compleja, agotadora a nivel físico y mental, y que supuso su incursión en el mundo del cine. Si Henson no hubiera encontrado a Connelly, Dentro del laberinto no sería ni por asomo la película que conocemos y admiramos; es prodigioso cómo una niña que se acercó al cine porque unos conocidos le recomendaron iniciarse en el mundo de la publicidad, llegó a convertirse en la espina dorsal de un título inconvencional estética y artísticamente, consiguiendo mantener en vilo al espectador con firmeza y profesionalidad.
Imagino que Connelly no sería una de esas niñas a las que según la librería, hay que tener bajo control; aunque ella supo granjearse el respeto de Jareth y el de más de una generación, no podemos olvidar que pese a todo, también ella hubo de enfrentarse al Rey de los Goblin. “Los niños sin vigilar serán entregados al Goblin King”, sigue rezando el mismo cartel. Quizá es hora de comprar el libro en otra parte.
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