Hay iconos de la literatura de naturaleza inmortal. El mundo del arte no sería el mismo sin Ulises, sin Romeo y sin Julieta; sin Macbeth o sin Quijote. Lo que sí resulta curioso, o no tanto, es que los personajes de Shakespeare y de Cervantes representen el punto de encuentro inequívoco de entendidos y lectores, la base para constituir una historia de la literatura paradigmática cuyas obras se deben leer si es que ya no se han leído. Por ello no extraña que existan días para el recuerdo, como aquel 23 de abril de 1616 en que se ha establecido la muerte del autor inglés y del complutense, como referencia literaria universal: nuestro internacional Día del libro. Aunque bien es sabido que ninguno de ambos feneció en tan señalada fecha, no está de más homenajear a quienes dejaron como legado mucho más que unas cuartillas firmadas, quienes cambiaron el rumbo de la literatura moderna y establecieron, desde la novela y el teatro, las pautas por las que interpretaríamos el arte escrito en lo sucesivo.

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Imagen de El Quijote de Orson Welles (1991), producida por El Silencio Producciones y distribuida por Jacinto Santos Parrás. Todos los derechos reservados.

No fue hasta el siglo XX que otro autor emblemático, amén de cinematográfico y prodigioso, se entregara al noble arte de retratar con imágenes en movimiento a estos dos autores, un director muy shakespeareiano y quijotesco de nombre Orson Welles. Aunque nació en Wisconsin (1915), Welles siempre se sintió atraído por la cultura del viejo continente, en especial por la obra ímproba de quienes, antes que él, decidieron nadar contracorriente. Son suyos títulos como Macbeth (1948) y Otello (1952) y sobre todo Campanadas a media noche (1965), basadas en las obras y personajes de Shakespeare. De igual modo también Welles decidió embarcarse en la adaptación de El Quijote, exorbitante proyecto que hubo de terminar Jess Franco en 1992, siete años después de que desapareciera el director de Ciudadano Kane. No fue uno sino varios los lugares de cuyo nombre no quiere acordarse este Quijote, y no solo de la Mancha, sino también de México e Italia. Rodada a caballo entre los tres países durante más de ocho años, si algo destaca en esta versión del hidalgo de Complutum es su escasez de medios. No fueron pocos los papeles que Orson Welles interpretó para sufragar el rodaje de esta obra magna, ambiciosa en planteamientos y excedida de talento, a pesar de que el equipo técnico fuera menguando a lo largo del tiempo y el artístico quedase limitado a sus dos brillantes intérpretes, Francisco Reiguera (El Quijote) y Akim Tamiroff (Sancho Panza). A pesar de los lastres en su dirección de fotografía, la parca calidad de los negativos y sus carencias en iluminación, El Quijote de Orson Welles consigue suplir las insuficiencias pecuniarias con el talento de la visión de Welles, sus encuadres imposibles y sus angulaciones llevadas al límite. Al igual que el hidalgo de Cervantes, también sus películas “parecen quimeras, necedades o desatinos y que son todas hechas al revés”. Le sucedió con todos sus títulos, desde Citizen Kane hasta El proceso, pero hele ahí el genio de Welles, que convierte una necedad y una quimera en un acierto y no un desatino.

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Imagen de El Quijote de Orson Welles (1991), producida por El Silencio Producciones y distribuida por Jacinto Santos Parrás. Todos los derechos reservados.

La película comienza como cualquier otra recreación de la obra de Cervantes, con un Quijote embebido de su propia furia lectora, viviendo en ensoñaciones de caballeros y damiselas. Prometiéndole una ínsula al franco campesino Sancho Panza, el hidalgo que “ve las cosas no con ojos de la cara sino con los de su desbocada fantasía”, decide buscar a su Dulcinea del Toboso en compañía de su fiel escudero, una dama que ni es dama ni es Dulcinea, pero que El Quijote erige en su norte y horizonte, quien le infunde vigor en su brazo y fuerza para acometer sus cruzadas. Como el propio Welles advierte, aunque Don Quijote es el mito, Sancho es el gran personaje, y así es que el campechano ayudante se convierte en protagonista de esta historia, acompañando a Don Quijote en su lucha contra treinta o más desaforados gigantes con quienes piensa hacer batalla.

El compás narrativo y hasta rítmico común entre la obra de Cervantes y El Quijote de Orson Welles finaliza en este punto, ya que las andanzas del caballero de tan alta condición y tan triste figura comienza a mostrar su verdadero contexto histórico cuando una joven sobre su vespa coincide con El Quijote y Sancho Panza. En este punto, las versiones cervantina y wellesiana difieren sostenida y crecientemente, yendo El Quijote a librar su particular batalla mientras Sancho busca a Dulcinea en los más peregrinos rincones de la España añeja que tanto embelesaba a Orson Welles.  El bueno de Sancho, haciendo gala del arma de la palabra y la fuerza de la razón, alcanza Sevilla, Pamplona y también Jerez; acude a procesiones, figura en rodajes cinematográficos y participa en desfiles de gigantes y cabezudos. Todo muy unido, todo irracional. Sancho busca a Dulcinea y después a su Quijote, mientras observa por telescopio la luna con la que sueña el hidalgo, emblema de la poesía y la ensoñación. Se entera Sancho, y con ello se asusta, de que el ser humano construye cohetes que llevan a la luna, y esa posibilidad le permite recuperar la esperanza para su amo, con quien pasa hambres y fatiga, pero al que ha aprendido a estimar.

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Imagen de El Quijote de Orson Welles (1991), producida por El Silencio Producciones y distribuida por Jacinto Santos Parrás. Todos los derechos reservados.

Y es aquí cuando aparece Orson Welles, director pero sobre todo narrador, el mago que maneja e introduce a Sancho en el arte de los “endemoniados instrumentos de lente insomne y memoria infausta”, el cine que presenta a Sancho otro universo y le convierte ahora en idealista. Pero ahora El Quijote está encerrado y abomina a quienes le han recluido, la gente del cine, aduciendo: “recelo pensando que alguno de estos endemoniados artilugios pueda quitarme la ocasión de hacerme famoso por el valor de mi brazo y el filo de mi espada, haciendo como hacen de lo falso verdadero, y de lo verdadero, falso”.

Con todo, Sancho le convence, le lleva lejos y le promete encontrar su camino, su Dulcinea y su luna: “quizá es la luna todavía haya sitio para la caballería andante”. Una luna que no consiguió que Orson Welles terminase su película soñada, pero que otorgó a Jesús Franco la posibilidad de rematarla como pudo y tuvo a bien entender. Una luna que brilla en todo su esplendor cada 23 de abril esperando que un don Quijote alcance su sueño junto a Sancho Panza.

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