Egipto, el país del embeleso, de las leyendas infinitas, de pirámides milenarias, de Tutankamón, de Amenhotep, de Amón, de faraones y de Ra, también lo fue en cierta ocasión de Billy Wilder. Y no porque Billy Wilder fuera un entendido en asuntos arqueológico-artísticos del país de Oriente Próximo, ni mucho menos, sino porque en las cercanías del río Nilo transcurre uno de sus filmes más desconocidos y sin duda menos apreciados, Cinco tumbas al Cairo (1943).

Ni una esfinge, palmera, camello o dátil es mostrado en la película, no es frecuente en Wilder acudir al estereotipo al uso, al recurso fácil. Este Egipto no es el destino turístico, ni tan siquiera aparece como enclave político-sentimental al estilo de su coetánea Casablanca. No se atisba el Nilo, el mar Rojo, ni tampoco el socorrido Mediterráneo. En verdad bien puede parecer cualquier país, pero no lo es, no podría. La elección de Egipto no es fortuita sino planificada, como cualquier filme de Wilder, y lo es porque en él se narra un suceso que sólo podía situarse en Egipto y en ese contexto histórico y militar. En plena II Guerra Mundial, las tropas de Erwin Rommel, Mariscal de Campo alemán destacado en África y Comandante del Deutsches Afrika Korps, se encuentran en plena batalla con el bloque aliado por el control del territorio. Sólo podía ser Egipto; sólo el intervalo de 1941 a 1943.

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Un tanque sin control yerra a su arbitrio a lo largo de las dunas egipcias. El personal a su cargo ha sido abatido, sólo uno de sus cuatro tripulantes ha salvado su vida, el cabo J. J. Bramble (Franchot Tone), quien sale expelido al desierto y por él vaga durante días hasta llegar a Sidi Halfaya. Las calles están desoladas, no hay nadie alrededor. Desorientado alcanza el Empress of England, un hotel que vivió mejores tiempos como propiedad británica, recuerdo del protectorado inglés. Al Emperatriz de Inglaterra llega Bramble para descubrir que los alemanes se han hecho con el control. El Afrika Korps de Rommel ha expulsado a los aliados y se acerca al Cairo y al Canal de Suez. Él es el único británico en kilómetros a la redonda, todos le dan por muerto y los alemanes, sus enemigos, entran por la ciudad.

Con alta fiebre, insolado y delirante, en el hall comienza a hablar en soledad, siendo atendido por el dueño del hotel, Farid (Akim Tamiroff), personaje que pone un punto irreal y lúcido de humor típicamente wilderiano. Con él está Mouche (Anne Baxter), una camarera francesa cuyo hermano muerto a manos inglesas le hace desarrollar una fobia persistente hacia cualquier atisbo brit. Al Empress of England llega simultáneamente un huésped nada convencional, el propio Erwin Rommel (Erich von Stroheim) con su equipo, y un operístico general italiano (Fortunio Bonanova).

Sin escapatoria posible, Bramble urdirá un plan de urgencia: hacerse pasar por el recién fallecido camarero del hotel y así convertirse en caballo de Troya para acabar con la vida de Rommel desde dentro. Lo que Bramble no podía prever, ni Farid ni Mouche tampoco, es que el antiguo camarero del Emperatriz de Inglaterra era en verdad un agente alemán, cuyas informaciones habían engrosado los éxitos de las filas germanas. Convertido ahora en agente doble, el juego de Bramble consistirá en recavar los datos exactos de dónde se encuentran las cinco tumbas al Cairo, cinco depósitos de suministros que el ejército alemán escondió en Egipto en 1937. Para ello tendrá que indagar acerca de quién es el célebre profesor Consttrater, el antropólogo que ideó la distribución geográfica de los depósitos y, sobre todo, descubrir en qué zonas a lo largo y ancho del mapa egipcio se encuentran escondidos.

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Con un final abrupto y en absoluto esperado, el tercer filme de Billy Wilder esconde, al igual que sus cinco tumbas al Cairo, muchos de los elementos que serán marcas de identidad en toda su filmografía. Después de la olvidada Curvas peligrosas (1934) y la reveladora El mayor y la menor (1942), Five graves to Cairo resulta un estimulante ejercicio de escritura en colaboración con Charles Brackett (adaptación de la obra teatral de Lajos Biró), con quien más tarde firmará Días sin huella (1945) y El crepúsculo de los dioses (1950), inicio de un total de trece títulos juntos. Es precisamente esta cooperación la que permite referirse a su segundo punto de comunión con la obra de Wilder, el que podríamos denominar rasgo sórdido. No muy frecuente en el postrero cine del realizador austriaco, este distintivo es notorio sin embargo en emblemáticas cintas del autor, máxime el caso de  las citadas The lost weekend y Sunset Blvd, aunque también en Perdición (1944), El gran carnaval (1951), o Traidor en el infierno (1953). Ese amargor tan poco edulcorado que muestra en el comienzo de Cinco tumbas al Cairo, con el rigor de una iluminación expresionista, y con la muerte presente y casi corpórea, no puede más que remitirnos al cuerpo sin vida de William Holden y a su pie etiquetado en una morgue de Sunset Boulevard.

En contraposición a la aspereza de estos comienzos brutales, y cuya solidez sólo ha sabido mantener el filme de Norma Desmond y no en los lares que nos ocupan, también en Five graves to Cairo encontramos el semblante cómico que más tarde será indisoluble a Wilder, personificado en Farid y presente en frases de locuacidad infinita como las mantenidas con el ejército alemán: – ¿Dónde está el camarero?, -Lo mataron, señor, -¿Quién?, -Ustedes, señor, cuando sus aviones bombardearon anoche. Tienen unos aviones preciosos”, o  todavía más hilarante: “- ¿Es usted egipcio?, -Sí señor, pero sólo porque mis padres eran egipcios, –Egipto no tiene nada malo, salvo demasiados ingleses y demasiadas moscas. Mataremos a ingleses como a moscas y a moscas como ingleses”. Este humor sardónico, tan cercano a la aflicción y hasta al tormento, es lo que convierte una película menor en un filme a la altura de Wilder.

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Y es precisamente de Wilder un último apunte (amén del sesgo misógino de los personajes femeninos secundarios, castigados por norma en su liviandad o rencor) y es su exacerbado detallismo. Una linterna que ilumina fuera de campo, directo a la cámara, dejando escuchar una mortal pelea, ajena con su haz de luz a la tragedia humana por la supervivencia; una identificación bélica en la botella de whisky para desvelar soterradamente una identidad; cinco saleros dispuestos estratégicamente sobre un mantel blanco, un derrame de sal y un mariscal supersticioso. Y por fin, el propio mariscal, von Stroheim, el eje de esta cinta, su absoluta razón de ser. Sin von Stroheim Cinco tumbas al Cairo no dejaría de ser un obsceno acercamiento al cine que será pero no es de Billy Wilder. Sin sus ademanes, su rigidez, sus expresiones cáusticas y su camaradería marcial casi mimética a la de La gran ilusión (1937, Jean Renoir), no entenderíamos que Erwin Rommel fue capaz de oponerse a Hitler respetando la Convención de Ginebra, ni que von Stroheim era un grande de la interpretación.

Una película bélica sin guerra, en la que usar alzas es seguro de vida, en que ser mujer por las mañanas es seguro de intocabilidad, y en la que ser Wilder es seguro de acierto. Que Cinco tumbas al Cairo fuera o no aclamada por la crítica y la taquilla, es ya otra historia, la misma que lleva a dar con los restos del antiguo Egipto después de los años, y a descubrir que donde otros veían arena, se esconde una auténtica obra maestra.

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