Cinefilia. Ese es el legado de mi herencia genética. Provengo de una familia apasionada por el celuloide; a todos nos horripilan las malas costumbres, la cocina rápida y el cine vulgar. Eso lo llevamos en la sangre. También es cierto que parecemos haber hecho caso de las instrucciones de Marilyn Monroe, cuando dogmatizaba en Let´s make love que el futuro estaba en la especialización. Así forjamos nuestra propia identidad cinematográfica, y cada uno vive apasionado de su propia parcela fílmica.

El verano, estación en la que entramos a marchas forzadas entre sofocos y olas de calor, tenía en mi infancia un valor especial. Cualquier festividad lo tenía, a decir verdad, puesto que era el momento en que ritualmente nos uníamos para homenajear al cine con ardiente efusividad. Día tras día, noche tras noche, deshojábamos las ansias cinematográfico-literarias en comunión, una  completa bacanal cultural. Con mi familia aprendí el valor de Michael Curtiz, y con ellos escuché por vez primera la voz animal de una película olvidada de Jean-Jacques Annaud. Suya es la factoría Disney al completo y mi incipiente Shakespeare. A ellos debo mi pasión por los western, mi respeto por el cine de terror, y mi fascinación por las películas que no debía ver.

jet lag

Imagen de Jet lag – Copyright © 2002 Les Films Alain Sarde, TF1 Films Production y Pathé. Distribuidora en España: Vértigo Films. Todos los derechos reservados.

Curioso que la mayor parte de los fotogramas que dieron vida a la moviola de mi infancia fueran producciones norteamericanas. Y es que el cine norteamericano ha sentado la base preescolar de nuestra cultura cinematográfica. No el auténtico, el de los maestros, los parches y el pasaporte extranjero. Me refiero al cine de consumo, el que nos ha servido de base a todos, el que cumple su cometido y se desvanece, el de la filosofía y psicoanálisis por el precio de una entrada. No lo desmerezco en absoluto, ese cine también forma parte de mi vida. Lo bueno de esta tipología cinematográfica es que, sin apenas quererlo, nos ayuda a discernir con criterio. Distinguimos el bien porque existe el mal. De este modo, puedo entender que hace tiempo, demasiado si hacemos memoria, que el cine americano no nos trae una comedia que merezca la pena, una auténtica al estilo de Leo McCarey, con enredo, despreocupación y catarsis final: el cine que mejor se saborea en vacaciones. La industria europea, sin embargo, sí ha continuado por esta senda, entregando de vez en cuando, alguna producción que recuerda que el verano es la mejor época para desentenderse y regocijarse con holgura. De este tipo es la cinta de la directora y guionista Danièle Thompson, Jet Lag (2001), un filme que retoma el testigo del efectivo planteamiento clásico: un conflicto, una pareja incompatible, una situación adversa, fine cuisine y un gran amor final. Ni más ni menos, como punto de partida; es en el transcurso de la narración donde se distingue su sobresaliente calidad. Félix (Jean Reno) y Rose (Juliette Binoche), se encuentran por azar en el aeropuerto Charles de Gaulle durante una jornada de huelga general. Ni gas, ni luz, ni transporte ferroviario, ni servicios aeroportuarios, ni controladores aéreos. Nada funciona en París. Félix se halla en la capital francesa para partir hacia Munich, donde se reunirá con su ex mujer. Rose intenta huir a Acapulco, lejos ya de su marido Sergio (Sergi López), el culpable de que ella y su vida sufran constante maltrato. Los aviones no aterrizan, tampoco despegan. Ambos se conocen y se disgustan. Él es un neurótico chef (reconvertido en empresario culinario), que viste de Armani, padece ataques de ansiedad y se desvanece cuando le supera la tensión. Ella regenta un instituto de belleza con su infranqueable capa de maquillaje, su atuendo desacertado y un arquitectónico peinado sostenido con una peligrosa cantidad de fijador.

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Imagen de Jet lag – Copyright © 2002 Les Films Alain Sarde, TF1 Films Production y Pathé. Distribuidora en España: Vértigo Films. Todos los derechos reservados.

La compañía aérea indemniza a Félix con una noche en el hotel Hilton, pernoctación que decide compartir con Rose; no en vano, ella le ha atendido en uno de sus drásticos ataques nerviosos, y él la ha apartado de volver a caer en las redes de Sergio. Los dos se deben una noche en compañía, aunque no se soporten. Ambos se dicen las verdades a la cara, él con sus quisquillosas manías, ella con sus impertinentes costumbres. Uno y otro se tantean, descubren que Rose es especialista en apiadarse de quienes le hacen daño, y que Félix no soporta a la gente, pese a que le horroriza estar solo. Se increpan, se vilipendian, se distancian y se vuelven a encontrar. Esta vez en la cocina del hotel, donde Félix prepara mignonettes de ternera que remata con un Calon-Ségur del 96. Se cautivan y se dejan seducir. Pero de nuevo el azar se cruza en su camino y Félix ha de tomar el avión, por fin disponible. Despedida rápida, abrazo corto, maletas a medio hacer y decepción. El vuelo vuelve a estar cancelado.

Sin embargo, esta vez a Félix no le molesta quedarse en tierra, al contrario, brama por retornar a esa claustrofóbica habitación de hotel y poder compartir su tiempo con Rose, ya desmaquillada y sin escudos. Dos horas les separan de sus respectivos vuelos, pero él ya no quiere viajar a Munich. Ella coge su avión y llega a Acapulco mientras Félix busca sus raíces, su pueblo natal, el restaurante familiar. Pese a la distancia, el chef llama a su galopante compañera de lances y le deja un mensaje en el contestador: Rose tiene que regresar a Francia y pasar el resto de la vida a su lado. Como él mismo sopesa: “si no nos inventamos nosotros nuestro propio happy end quién lo hará… Todo depende de dónde pares la película. Parémosla ahora”. Rose escucha la perorata del cocinero y se ríe, como sabe que lo hará durante mucho tiempo. Pronto le pide al taxista que vuelva al aeropuerto,  espontáneamente se percata de que en el neurótico ostracismo de Félix, encontró al fin su hogar.

Puede que la vida no sea una cinta antigua de Hollywood con final feliz y amor eterno, pero qué magnífico sería que enverano pudiéramos parar nuestra película y vivir un día en que la vida fuera como una película americana… O francesa, por qué no.

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