Todo poema comienza con un nudo en la garganta. Esta revelación del poeta norteamericano Robert Frost es de la misma manera aplicable al mundo del cine: también las buenas películas se inician con un espasmo del intelecto y del alma, porque sin ambos no hay idea ni tampoco emoción.
Son muchas las cintas que transfieren el mundo de las letras al universo audiovisual, sin que por ello transporten la carga adherida a todo mensaje poético; memorizar su métrica y repetir sus palabras rara vez evocan el entramado lírico que se encuentra en el germen de todo poema, de toda obra literaria. Adaptaciones de piezas teatrales con mayor o menor fortuna, recitación de poemas variados y acomodación de pantagruélicas novelas de guerras y más guerras lleva, las más de las veces, al hastío por parte de la platea, o cuando menos al regusto de vanidad de su autor. Se pierde la poesía y sólo se añade técnica, lo que deriva en sentimiento de anacronismo sin ninguna actualidad. Es complejo conseguir hacer una película poética sin caer en la memorística, es casi imposible emplear los recursos únicamente cinematográficos para hacer poesía. Con o sin rima; con o sin métrica. Sólo poesía.
Fotograma de Bright Star. Copyright 2009 Pathé, Screen Australia, BBC Films, New South Wales Film and Television Office y UK Film Council. Vertigo Films España. Todos los derechos reservados. |
Cuando el espectador se enfrenta por vez primera a Bright Star (2009, Jane Campion), tiene la paradójica sensación de vivir próximo lo que de primeras parece distante, su romanticismo, su amor enfermo, la canalización de su arroyo de sentimientos. Intentar transportarse a la Inglaterra del siglo XIX y vivir una pasión sin pasión, y además sin vivirla, resultaría extenuante si no fuera porque la realizadora neozelandesa se hace eco de las demandas de la actualidad, y no intenta trasladar al espectador a la época victoriana, sino traer los problemas eternos de la humanidad a hoy en día. Ardua labor de la que sale airosa, por descontado. Y lo hace sin abusar de la poética, sin recitar como un arma de repetición con cargador inagotable. Por ello no fija su atención en la producción lírica de John Keats (1795-1821), sino en la propia vida del autor.
Tras un intenso viaje por Irlanda y Escocia, el poeta londinense (Ben Whishaw), llega en 1818 a la casa de su compañero de andanzas Charles Brown (Paul Schneider), hogar en el que también vive una estudiante, Fanny Brawne (Abbie Cornish), junto con su madre y hermanos. La relación entre Fanny y Keats parece tirante, el alejado universo de la joven, siempre enfrascada en diseños de ropa y juegos con sus pequeños hermanos, hacen que el poeta la vea frívola e insustancial. Tampoco Fanny se enamora a primera vista, las idas y venidas de Brown y Keats le hacen sentirse alejada de un romántico que vive en la fantasía a la espera de las musas. Pero es una de ellas precisamente, Érato (de la lírica amorosa), la que decide posarse en las conciencias de estos dos personajes. Fanny descubre que la familia de Keats ha sido castigada por la tuberculosis, siendo el hermano menor de éste, Tom, el último en fallecer a causa de la enfermedad. El amor del joven John por su hermano y la intensidad con que padece hacen que Fanny se interese más y más por la poesía de Keats, sintiéndose atraída por él como nunca antes había sentido. También el poeta emerge de su confinamiento de la mano de Fanny. La observa moverse, reírse, dibujar, acompañar a sus hermanos por los jardines. Keats queda fascinado por su ilimitada capacidad de amar y comprender. Ambos entretejen una red de sólidos sentimientos que, por ser primerizos, parecen asfixiarles: tan pronto llegan al éxtasis con un roce, como a la desolación por la ausencia de una mirada. El latir de sus sentimientos se traslada al espectador sufriendo por la devoción hiperbolizada de estos dos jóvenes que aman y no miden las consecuencias. Porque John Keats no tiene recursos económicos. Su reputación poética roza la mediocridad a causa de una crítica que no supo ver a tiempo el valor de su obra. Su depauperada situación impide que la madre de Fanny permita a su hija contraer matrimonio con Keats, lo cual tampoco aceptaría el poeta por considerar indigno para Fanny tener que hacerse cargo de un enlace que él no puede mantener.
A partir de entonces la correspondencia es lo único que les une, una correspondencia que Fanny anhela con desesperación y que constituye de facto las más populares cartas de amor de la historia de la literatura inglesa. La separación y el amor imposible y además perverso que ambos sienten, les destruye. Por eso sus misivas contienen tantas alusiones al desaliento y a la pasión inconclusa y prohibida. Esa pasión que le hace recitar su deseo de ser una mariposa de verano que tan sólo dura tres días: “tres días así contigo/los llenaría de más placer/ que el que cabe en 50 años”. También es entonces cuando Keats encuentra en los lejanos brazos y labios de Fanny la inspiración para escribir Bright Star, su más elogiado poema, una composición dedicada a la emoción que le despierta en el alma el sentimiento de su amada:De este modo su amor se sublima, la pasión se refuerza y se reprime, y elementos vacuos para cualquier pareja adquieren una naturaleza omnipotente y sobrenatural. Keats, hasta entonces autor de obras sin aparente importancia, comienza a componer sus más fecundas creaciones líricas. Entre la primavera y el verano de 1819 escribe las célebres: «Oda a Psique», «Oda a una urna griega» y «Oda a un ruiseñor». Fanny le sirve de inspiración, de alivio y de consuelo, algo que es mirado con creciente recelo por parte de Charles, amigo y mecenas cuya envidia por esta relación adquiere tintes grotescos, censurando no ya su unión, sino incluso una leve conversación o sonrisa. A esta reprobación se añade la negativa de la madre de Fanny a que la relación siga en pie, aunque la obsesión de los jóvenes sea tan fuerte que nadie es capaz de aplacarla: “¡Oh, déjame tenerte entera, toda mía!”, le dirá Keats a Fanny en su poema Te pido compasión: ¡Amor, piedad! Comenzarán entonces las miradas furtivas, las notas por debajo de la puerta, los mensajes en los jardines, los salones, las chimeneas. A las notas les siguen las cartas, y a las cartas los besos a escondidas. Y a los besos a escondidas, la tuberculosis. El mal endémico de la familia de Keats comienza a controlar los designios de la vida del poeta. Los abrazos, la brisa, la respiración y el beso dejan paso a un exilio forzoso a tierras más cálidas. Así en 1820 el poeta abandona Inglaterra para trasladarse a Italia, donde se esperaba que el clima caluroso mejorara su estado de salud.
«Si yo fuera constante como tú, estrella brillante, no en brillo solitario sostenido en la noche y observando con párpados eternamente abiertos, como insomne eremita de la naturaleza, las aguas agitadas que en su sagrado empeño purifican las costas humanas de la tierra, ni mirando la máscara reciente de la nieve, caída con dulzura sobre montes y páramos; no así, aunque constante como tú e inmutable, recostado en el pecho maduro de mi amada sintiendo para siempre su dulce movimiento, despierto para siempre con ligera impaciencia, escuchando en silencio su tierno respirar, y vivir así siempre –o desvanecerme hasta morir». |
Debilitado por su enfermedad y las erradas prácticas médicas con que se trataba la tuberculosis a principios del siglo XIX, John Keats fallece finalmente en Roma el 23 de febrero de 1821. Los impedimentos de la época y los conflictos navieros impidieron que el cuerpo del poeta viajara a Inglaterra, siendo enterrado en la ciudad italiana bajo el epitafio que él mismo enunció antes de fallecer: “aquí yace alguien/cuyo nombre se escribió en el agua”.
Lo que pudiera parecer una historia melancólica de amores impetuosos y autodestructivos, se convierte en manos de Jane Campion en una auténtica oda a la poesía. La directora y guionista dota a esta producción de un aire desolado y frío en contraste con la ebullición de los sentimientos de estos dos personajes, tan llenos de vida y de ardor. Así lo que rodea estos páramos ingleses es un constante aluvión de exhuberancia natural: flores por doquier, cientos de mariposas saliendo de sus crisálidas, brisa que acaricia ropajes y pieles, ríos que murmullan; celestes, malvas, lilas, verdes, rosas, rojos, granates y bermellones. Todo es un festín para los sentidos del espectador, un espectáculo visual del que tiene todo el mérito Greig Fraser, el director de fotografía que consigue trasladar al público las sensaciones cromáticas del universo personal de Fanny y de Keats. Aunque nada en este filme exudaría su valor poético sin los espacios y ambientes que tan bien ha escogido y planificado Campion, esos juegos malabares que realiza con paredes infinitas, ventanales cerrados, habitaciones espaciosas y níveas, de luminosidad cegadora. Esos tabiques que separan a los amantes y que son acariciados por ambos simultáneamente, esas rendijas que dejan pasar cartas de amor; esas escaleras que albergan la esperanza de una misiva desde Italia o la noticia de una muerte prematura. Sin los espacios de Bright Star no podríamos hablar de una película poética, que es más que mero amor desproporcionado y que remite a la mejor Campion de El piano (1993). Tampoco lo sería sin sus actores, Whishaw y Cornish, emocionantes y trágicos hasta la extenuación. Y tampoco lo sería sin el hilo conductor de Keats, de su amor incondicional y de su obra. Una película que ratifica que, al igual que un poema, un buen filme también nace y culmina con un nudo en la garganta.
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