No se llamen a engaño, Avatar no nació con James Cameron, sino con los viajes de largo recorrido. El turismo ha demostrado que, lejos de nuestro cuerpo y su respectiva vida, existe un desconocido alter ego en cualquier otra parte del mundo, dispuesto a adquirir corporeidad en el momento en que pisamos suelo extranjero. Y así es que en España, azotada por olas de calor que han mutado ya en constante estacional, abandoné por obra y gracia del low-cost a mi hipotenso y extenuado organismo, para conquistar la plenitud de la vitalidad en Londres, donde me reencarné en una fisionomía quizá más violácea e inquietante, aunque del mismo modo más vigorosa y recia.  Atrás queda mi pretérita visita al país de James Ivory, más bucólica, más romántica, de campiña y bruma que tanto me recordaron a Evelyn Waugh, y que tan bien retrata en su acreditada Retorno a Brideshead. Lejos permanece el campo y la naturaleza, a tantos pies como distancia existe entre el avión y los dominios británicos. Cuando se llega a tierra firme se descubre que Londres, con su carácter urbanita, vibrante, despierto y lúdico, se convierte en una experiencia capaz de evocar innumerables secuencias de nuestra filmografía universal, convirtiéndose en una ciudad en la que de cada calle, de cada recoveco, se puede extraer una íntima guía turística por nuestra cinematografía personal.

brideshead revisited

Fotograma de Retorno a Brideshead. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Brief Encounter

Inglaterra es uno de los países artísticos por antonomasia. Lo fue en el campo de la dramaturgia, de la lírica y de la prosa, y lo es igualmente en el del cinema. Sin necesidad de sesudos recordatorios de resultado incierto, la remembranza directa de un sinfín de títulos emana de nuestra memoria sin esfuerzo alguno, siendo sólo necesario pensar en clásicos como David Lean, para darse cuenta de que el cine e Inglaterra son una misma realidad. Lean tuvo la hercúlea deferencia de legar para la posteridad una obra imperecedera digna del British Museum, del BFI o de cualquier galería que se precie, Breve encuentro, la narración de la vida de una dulce mujer devota y pulcra, que aprovecha cada una de sus escapadas semanales a Londres para serle infiel a su leal esposo, tan magnánimo como flemático, mezcla entre aprobación y desgana. También de Lean es La vida manda, magnífico título merecedor de un artículo aparte, como asimismo lo son la mayoría de las obras del realizador inglés.

En un primer contacto, el visitante destila en su paladar el poso dulce de Grandes esperanzas, de los turbadores filmes embrionarios del genio del suspense, con 39 escalones, Alarma en el expreso, Asesinato o Sabotaje a la cabeza, filmados mucho antes de que Hitchcock devolviera a Manderley a su desquiciada Rebeca. Su exuberancia floral conmemora a La Señora Miniver, así como su admirable educación a los Essanay Films de Charles Chaplin, siempre con sombrero y corbata pese a su menesterosidad, convertido en sir lejos ya del Tivoli Theatre de Manchester. Pocas ciudades del mundo, vistas en primer plano, son capaces de conectar tantos recuerdos fílmicos como Londres, convertido ya en auténtico mapa de los sentidos cinematográficos de nuestra historia.

Lo que queda del día

No abundan autores que hayan sabido delinear con mayor pericia la importancia del hospedaje como el británico Edmund Goulding en su archiconocida Grand Hotel, donde un conjunto de idas y venidas configuraban el acontecer diario de un hotel de lujo. Y es que la buena disposición para conocer una ciudad no es sólo resultado de la intención del viajero, ni más faltaba, sino indudablemente del lugar que tenga a bien alojarle, algo que ayuda de manera irrefutable a ver con otros ojos una ciudad tan fría y al tiempo respetuosa como lo es la capital inglesa. Para los más pudientes, o para aquellos a los que la crisis, el ahorro y el comedimiento equivalgan a una simple cuestión estilística, les recordamos el paseo inmenso que por el Ritz se dio nuestro british Hugh Grant en Notting Hill, en la que un impostado redactor de la revista Caballo y sabueso, osa a entrevistar a una Julia Roberts más estrella que nunca, o se sorprende al descubrir la preferencia artística de una jovencísima Mischa Barton, quien sueña con Leonardo, sí, pero no con Da Vinci sino Di Caprio.

Match Point

Pero qué mejor que acercarse al pulso de la ciudad, a su sabor e impertérrito olor a curry, a cilantro, a canela y a clavo, que dejándose seducir por sus tonalidades, por su crisol multicolor, su policromía idiomática y su eclecticismo en equilibrio, fundiéndose con el pasado, el presente y el futuro en sus galerías, en sus museos y en sus salas, aunando en un solo espacio oriente y occidente; norte y sur. Ben Stiller, ducho ya en capitanear batallas espacio-temporales, bramaría sin pudor por vigilar con celo las puertas de la National Gallery, donde la impactante mezcla de talento, hace recordar lo mucho que tiene que ganar el cine en expresividad. Los pintores, acostumbrados a sus dos dimensiones y haciendo uso de su creatividad infinita, fueron capaces siglos atrás de dotar de una vehemencia a sus obras que, salvo algunos genios como Murnau o Jean Renoir (con razón su padre Pierre-Auguste fue uno de los mayores talentos de la vanguardia francesa), no se ha vuelto a contemplar en el cinema. Sólo la mirada desafiante, hermosa y serena de la bella joven de Los paraguas, lejanamente emparentada con los rasgos de Keira Knightley, es capaz de concentrar mayor beldad que el conjunto de la cartelera de los últimos tiempos. De nuevo comparto con el gran José Luis Garci su opinión, cuando señala que los museos son una lección viva de auténtico cine. Aprendamos pues de la fuerza de Jean-François Millet, de la picardía matizada de La Venus del espejo de Velázquez, de la armonía infinita de la Virgen de las Rocas de Da Vinci, genio entre los genios antes de que su nombre se soldara indefectiblemente al de Dan Brown. No es de extrañar que la National Gallery resulte la mejor cinemateca de toda Inglaterra.

Closer

Pero si la mirada de inocencia redentora de la joven castaña de Renoir deja boquiabierto al visitante, el inmenso caudal de su inhóspito Támesis consigue hipar al más fornido de los turistas, por curtido que esté en asuntos fluviales. Arrogante, intempestivo, auténtico protagonista, su decena de puentes resulta abrumador bajo cualquier perspectiva, tanto a lo largo del paseo de Southbank, como hacían Mark Darcy y Bridget Jones en la segunda entrega de su amoroso encuentro, como desde el aire, comenzando por el emblemático London Eye de reminiscencias jamesbondianas, seguido del ángulo brujeril que aleja a humanos de muggles en Harry Potter  y el príncipe mestizo. Sea como fuere, los resoplidos de su propia climatología invitan a alejarse de él durante las ventosas amanecidas y los fríos atardeceres, aunque su compostura y su amable serenidad nocturnas inciten a pasearse entre sus múltiples encantos, siguiendo las luces del Parlamento hasta alcanzar el omnipotente Big Ben, cuyo latido marca las horas de la tibia y apacible noche londinense, momento en que no es difícil ver aparecer a la creación de James Matthew Barrie atravesando las quejumbrosas manecillas del reloj que marca el son de la balada de Peter Pan, quien surge a trompicones mientras intenta coser su sombra a los zapatos, temiéndose, y con razón, que también ella quiera permanecer en la ciudad más tiempo del que dispone.

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Fotograma de Peter Pan. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Shakespeare in love

La noche es joven, dicen, aunque en verdad la de Londres no tenga edad, color, raza ni sexo. La nocturnidad atrae a quienes serios herederos del centro financiero europeo de día, se deshacen de las rígidas estrecheces uniformadas y se entregan al desenfreno color rubí, dorado y parpadeante de los neones capitalinos. En la ciudad no se baila, se seduce; no se mueve, se embelesa; no se escucha la música, se siente. Y así es que Picadilly Circus, tan turística, tan transitada y dúctil durante el día, en la anochecida muta en punto de encuentro universal, donde todos los días es viernes y los un-birthday de Alicia en el país de las maravillas alcanzan el apoteosis en una celebración constante. Los locales de moda se encuentran en el Soho, y allí es fácil toparse con el auténtico esplendor del decálogo fashionista, con jóvenes ataviadas al más puro estilo de Carrie, Samantha, Charlotte y Miranda; hordas de veinteañeras que se dirigen a la zona más trend de la ciudad recordando que el sexo no es territorio exclusivo de Nueva York.

Sin prisa, sin apuro, hindúes que conducen carretillas-taxi con ademanes de Nueva Delhi, acompañan a un autobús de dos pisos tintado en un chirriante pink, mientras en su interior Lady Gaga ruge acompasada por un Bad Romance con Psicosis, Vértigo y Ventana indiscreta incluidos, poniendo banda sonora a una película de lujo, con infinitas Holly Golightly que no sueñan con diamantes en Tiffany´s, sino con un gentleman galante al que llevarse, con orgullo y sin prejuicio, a la pista de baile.

Love Actually

Pero el amor, como los viajes exuberantes, también llega a su fin, y la ciudad que tan amablemente nos acogió durante días o semanas, deja ahora el hueco escarchado de su ausencia, sin que nada honroso o barato pueda hacerse para que regrese. Estaba en lo cierto Mike Newell cuando señalaba que “el amor está en todas partes” en la célebre Cuatro bodas y un funeral, porque así funciona el flechazo en su ciudad. Es amor en sentido estricto lo que se experimenta en Londres: ardor ante su aroma especiado y penetrante; afecto por su comida, ninguna autóctona, compuesta por platos portugueses, libaneses, italianos, japoneses, índicos… Una mezcla de la que es fácil enamorarse y que sólo indigesta si se obvia; pasión asimismo por su afabilidad, por sus eternos eufemismos, por lo agotador de su correcta disposición, por sus elderlies encantadoras, tan difíciles de encontrar en el extranjero como el andén 9 y ¾, y que tanto recuerdan a las hadas góticas de La Bella durmiente, que orientan con el sentimiento y reaccionan a fuego lento, como el té de las cinco, el atestado suburbano, la elección entre la infinita variedad de chocolate, las indicaciones de los viandantes o los copiosos desayunos continentales.

cuatro bodas y un funeral

Fotograma de Cuatro bodas y un funeral. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Se mencionaba en Love actually, con su histriónica combinación y su recóndito humor, que sólo hay que acercarse a un aeropuerto para comprobar -no sólo que todos quieren ser como Beckham-, sino cómo el amor nunca ha estado más presente en nuestras vidas como hoy en día. Pues bien, en vista de la ingente cantidad de viajeros que esperan ilusionados su turno para adentrarse en la ciudad de la lluvia, no podemos sino rendirnos ante la certeza de que Londres, como cualquier película imperecedera, cala en el alma en sentido literal, y te envuelve para siempre.

Y es que hay pocas metrópolis que hagan contradecir a mi siempre revisitado William Shakespeare, cuando atestiguaba en Macbeth que la vida no es sino “un cuento narrado por un idiota, que significa nada”. Y es que nada, precisamente, es lo que se le puede reprochar a una ciudad que lo tiene todo.

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