Mark Robson siempre fue uno de esos directores del cine clásico que no dejaba de fascinarme y sorprenderme. No es un autor que destaque en las listas de los más venerados, ni siquiera está considerado como un artesano al uso. En definitiva fue, al igual que otros, un artista detrás de la cámara. Basta con realizar una incursión en su etapa de serie B negra, del terror de la factoría de Val Lewton para RKO en los años 30 (Bedlam 1946 de manera relevante), para encontrar esos tintes de maestría que anteceden al investigador de espacios escondidos del ser humano. Ahí está su Ídolo de barro (1949) y su Más dura será la caída (1956). Pero además tenía el acierto y virtud de saber construir algunos edulcorados melodramas al gusto del público de los años cincuenta. Ese hombre medio americano que nadaba entra la falsa economía del bienestar y sus propias pasiones devenidas del final de la Guerra Mundial. Por eso, Vidas borrascosas del año 1957 y Desde la terraza (1960), se convirtieron en arquetipos de un cine americano de factura sencilla pero profundidad emocional, el cual sublimaba el maestro del melodrama por excelencia Douglas Sirk. (Recordemos Escrito sobre el viento).
En Desde la terraza, Robson arma una evocación sincera a todo un resumen sirkiano de los años cincuenta. From the Terrace está basada en la aplaudida novela de John O`Hara de 1958 (quien fuera el autor del espléndido texto Una mujer marcada (1935), versionada al celuloide en 1960 por Daniel Mann en Butterfield 8 e interpretada por Liz Taylor). Quizás las propias ambiciones del escritor al quedar descartado en Yale por la falta de recursos económicos ante la repentina muerte de su padre, sean motivos suficientes para que su pluma retrate su propia experiencia personal en el desarraigo del poder frente a la ambición emocional. Y Robson recoge ese testigo, entendiendo a la perfección el texto de O`Hara y plasmando en la cinta esa tortura existencial. From the Terrace es la historia de un hombre que pierde el amor a la existencia a cambio de “tener en un futuro inmediato más dinero que el que creo su padre con sus negocios metalúrgicos”.
Es una película puesta a disposición del lucimiento físico e interpretativo de la reciente pareja Paul Newman y Woodward, recuerdo del anterior El Largo y cálido verano (1958), quienes dan lo mejor de sí mismos absorbiendo el compromiso afectivo que los personajes destruyen a lo largo del metraje. La excelente partitura de Elmer Bernstein es la piedra angular junto a la maravillosa fotografía en color de Leo Tolver. Ambos realizan un trabajo estético, clásico, idealizado en el primer fotograma de una escultura de dos amantes envueltas en el propio barro del escultor, con excelentes planos en la terraza, porque “desde la terraza se contempla todo mucho mejor” dirá Newman desgarbado, como casi siempre, ante la belleza de Woodward y resignado a la serenidad espiritual de Ina Balin en el papel de Natalie, quien simboliza la Edad de Oro y ese tiempo perdido del hombre que abandonó lo esencial de vivir. Sus temores y el desarraigo hacia lo material componen el contrapunto de la novela y la cinta y demuestran un argumento recurrente en el cine de aquellos años, de carácter fordiano: el valor de la emoción. Emoción de la partitura de Berstein y del texto de un escritor a quien el mismo crítico literario Harold Bloom incluyó con una de sus obras dentro del Canon Occidental y de un guionista de corta escritura y Oscar Honorífico, Ernest Lehman (Con la Muerte en los talones, Sabrina, ¿Quién teme a Virginia Woolf?). Todo ello hace de la película de Robson una joya a rescatar, actual en su planteamiento existencial y dentro de una sociología empresarial “tipificada en la ambición del arribista” (recordemos Un lugar en el Sol de Stevens en 1951), con destacadas escenas dentro de la ambición teatral americana de aquellos años, con el drama y la tragedia de una madura Myrna Loy y Leon Ames, en los papeles de padres de Newman, y con todo el glamour de la alta sociedad americana en sus jóvenes poseídos de la burguesía ambiciosa.
Pero desde la emoción se realiza una dura crítica a la falta de conocimiento del hombre a la hora de decidir sus propios anhelos vitales. Es el hombre atrapado en su propia trampa, víctima de sus desaciertos y falsedades psicológicas, de sus propias mentiras para consigo mismo en un dibujo de la femme fatale en la señorita Woodward, rodeada de elegancia y quejumbrosa definición de lo que supone el sacrificio y el esfuerzo. De ahí el encuentro fortuito con Natalie en la calle y su posterior afirmación: “Ella tiene algo que no tengo yo: ternura.” Como dijera la escritora británica George Eliot, “cuando llega la muerte jamás nos arrepentimos de nuestra ternura. No sucede lo mismo con nuestra severidad”.
Diera la impresión que la película de Robson es una “facilona” cinta de amor. Pero el disfrute de la misma demostrará al espectador que tras esa factura impecable, elegancia interpretativa, encuadres de lujo fotográfico y una novela de un insigne escritor, se elabora un acicalado estudio del dominio y la destrucción. Una película que VigRx Plus habla por boca de Newman de “sentir dolor” y que Rousseau nos adelantó al decirnos que sin dolor no se conoce la ternura de la humanidad”. Todo esto es lo que los fotogramas de Robson esconden tras los ojos azules de Newman y el rubio pelo de Woodward. En una puesta en escena que pasó desapercibida para la crítica en aquel año donde El Apartamento de Wilder vencía con honor y justicia, por cierto una más crítica a la tipología de la ambición empresarial americana que se desgrana en la falacia existencial.
En una ocasión un amigo me dijo que esta era una película fundamental para las terapias sobre el desamor: un espejo. Un brillante cristal envuelto en el color de la Fox que sin duda cautivara al espectador. Como dijera el New York Times: “Una película emocionalmente interesante”.
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