“Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y despejada, y el pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión. La boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria”. Esta era la descripción que dejaba por escrito en su diario Jonathan Harker sobre la figura de su anfitrión, el conde Drácula. Dentro de la fisonomía que en mayor o menor medida ha inspirado hasta nuestros días las numerosísimas adaptaciones que se han hecho del mito en el séptimo arte, los dientes son el rasgo distintivo del vampiro que nunca podría negociarse. Los hay jóvenes, viejos, feos o hermosos pero todos ellos tienen, en palabras del propio autor de la novela, Bram Stoker, unos “protuberantes dientes” que hacen las delicias de las legiones de incondicionales que el morador de los Cárpatos tiene por todo el mundo.
Lo que llama poderosísimamente la atención es que hasta pasados sesenta años de la publicación de la novela el público no pudo contemplar en la pantalla los famosos colmillos del aristócrata rumano. Si dejamos (a nuestro pesar) la adaptación de Murnau cuyos incisivos eran más producto de la caracterización del monstruo que atributo innato de la condición del no-muerto, el Drácula de los años treinta del tándem Lugosi-Browning era un personaje sin sustancia, de opereta, lleno de palabrería de gusto romántico y, para colmo, desdentado cuando mordía los frágiles cuellos de sus víctimas. La gran aportación de la Universal fue, no obstante, la de implantar las bases de la imagen del futuro vampiro hasta los años noventa, con traje en blanco y negro y su capa aristocrática que simulaba las alas de un murciélago.
Se tuvo que esperar hasta el año 1958 cuando la famosa productora inglesa Hammer, envalentonada, después de su éxito, con la puesta al día de otro de los personajes clásicos del terror de la Universal como era Frankenstein, produjera Horror of Dracula, dirigida por Terence Fisher y protagonizada por esa pareja ya mítica del cine, Christopher Lee y Peter Cushing. Eran otros tiempos y la Inglaterra de finales de los cincuenta dejaba atrás su reguero moralista victoriano para dar paso al protagonismo de los jóvenes de las décadas siguientes. Aun así el personaje que interpretaba Christopher Lee produjo en su momento consternación y cierto escándalo al presentar a un Drácula totalmente diferente a los anteriormente reflejados por el cine. En su afán por renovar el género, el vampiro de la Hammer era un hombre poderoso, de gran atractivo sexual, con un instinto animal que le llevaba a ahuyentar de manera salvaje a una de sus concubinas. Precisamente uno de los ingredientes que más impresionaron en aquella época eran las pequeñas dosis de erotismo y provocación que se filtraban a lo largo de la 外汇交易平台 narración cinematográfica. A partir de esta película (y más en las producciones hammerianas de los setenta que por la misma razón bajarían en calidad), aquellas jóvenes con escotes generosos y camisones transparentes infringían los códigos de la época victoriana en la que se enmarcaban las historias. Eran vampiras satisfechas de su relación adúltera con el Conde que atendían también a relaciones consanguíneas si debían seducir a miembros de su propia familia. El clímax de la transgresión se producía cuando la película mostraba en primer plano los colmillos ensangrentados y los ojos inyectados en sangre de Christopher Lee cuando regresaba a su castillo después de una “cacería” por los alrededores. El espectador inglés observaba con horror y estupor los atributos que desde la novela de Stoker habían caracterizado desde siempre a aquel ente maligno.
Sin embargo, ocho meses antes del estreno de la película de la Hammer, al otro lado del Atlántico, en una de las filmografías que por aquella época estaba viviendo su Edad de Oro con directores de la talla de Luis Buñuel, Rogelio A. González o Fernando de Fuentes, fueron los espectadores mejicanos los que tuvieron el privilegio de ser los primeros en ver que los vampiros en el cine también tenían colmillos. Concretamente el 4 de octubre de 1957 se estrenaba la película El vampiro dirigida por Fernando Méndez donde el actor asturiano Germán Robles tenía el honor de enseñar por primera vez los dientes de su conde Lavud a toda la audiencia en un personaje que era un claro precursor del de Lee. Menos salvaje en todo caso, este vampiro mejicano se caracterizaba por sus buenas maneras, su porte aristocrático y un carácter exento de humor e ironía. La película, además de esta curiosidad cinematográfica, era una original y curiosa traslación del mundo vampírico a la geografía y al folklore mejicano. El principio con la llegada del tren a una estación perdida en medio del desierto remitía anacrónicamente a los westerns fronterizos de Sam Peckinpah con la diferencia que aquí existían chupasangres y no cowboys que campaban por aquellas tierras áridas en un antecedente de los vampiros de películas como Vampires de Carpenter o Abierto hasta el amanecer de Robert Rodríguez. Ahora la mansión neogótica del Conde se había transformado en una decadente hacienda colonial. La superstición, las leyendas y la protección de la Virgen del Socorro, en definitiva, toda la cultura sobre la muerte tan querida en Méjico se acoplaban a la perfección a la lucha contra el Mal donde los Van Helsing de turno son piadosos y profundamente creyentes y los crucifijos para luchar contra el vampiro no son solo dos palos de madera sino que llevan incorporado a un Cristo crucificado.
A pesar de que la película de Fernando Méndez es profundamente localista (el rótulo final sería: “Fin, es una película mejicana”), también bebe de la estética de la novela gótica que inició Horace Walpole con El castillo de Otranto. Esto es especialmente reconocible en secuencias nocturnas como la del viaje en carro de los protagonistas desde la estación del ferrocarril y su posterior paseo hasta la hacienda a través de escenarios tétricos donde la niebla difumina los límites entre la realidad y la fantasía o la secuencia del entierro de una de la víctimas del conde Lavud con referencias evidentes al relato de Edgar Allan Poe, El entierro prematuro. Todo ello acompañado de una buena dirección artística (evitaremos aludir a los murciélagos al estilo Ed Wood) que anticipa las creaciones posteriores de la Hammer y de las películas de Roger Corman inspiradas en los cuentos de Poe y de una excelente fotografía imbuida del cine expresionista y del maestro Manuel Álvarez Bravo destacando, entre otras, la secuencia en la que Germán Robles sale del ataúd y cruza un cono de luz.
Debido al éxito todo el equipo se enfrascó en una segunda parte titulada El ataúd del vampiro. La película se estrenaría dos meses después de la producción de la Hammer sobre el famoso personaje de Bram Stoker. El buen cuidado de la fotografía, la planificación, correctas transiciones fílmicas y un buen tratamiento del espacio arquitectónico y de los decorados seguían siendo las señas de identidad de una película que entroncaba artísticamente con su melliza. Ahora la acción se trasladaba a la gran ciudad. Los dos espacios principales en los que se desarrolla la historia son el hospital donde trabajan la pareja protagonista y el Museo de Cera en el cual el Renfield mejicano ayudará a su señor a colocar el ataúd y desde ahí acometer sus salidas nocturnas. La homogeneidad de ambientes que poseía la primera parte del díptico parece diseminarse aquí en una serie de referencias culturales (literarias y cinematográficas) que parten de películas como la protagonizada por Vincent Price, Los crímenes del museo de cera (1958), hasta guiños de homenaje o deuda a otros muchos monstruos o personajes de terror de nuestra conciencia colectiva como pudieran ser King Kong, el jorobado de Notre Dame, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, el fantasma de la ópera o el Jack el destripador de la novela La caja de Pandora de Frank Wedekind.
Nuestra intención con la recuperación de este clásico olvidado del cine mejicano no es ni mucho menos constatar una influencia de la película de Fernando Méndez sobre la producción de la Hammer ni asegurar concienzudamente que Terence Fisher visionó la película. Tampoco queremos quedarnos en la anécdota (cierta en todo caso) de que fue Germán Robles, un actor asturiano exiliado a Méjico por la Guerra Civil Española, quien enseñara los colmillos antes que el gran Christopher Lee. Nos daremos por satisfechos con que a partir de ahora a las películas de ambiente vampírico como las de Murnau, Tod Browning, Terence Fisher, Peter Sasdy, Riccardo Freda, Roy Ward Baker, Jess Franco, Polansky, Pere Portabella, John Badham, Werner Herzog, Paul Morrisey, Juan Padrón, Coppola, Neil Jordan, Tomas Alfredson, Jim Jarmusch, etc… se añada finalmente a la lista esta película de vampiros con acento mejicano.
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