Una vez más, la crítica desmesurada vuelve a sombrear mi ilusión cinéfila sobre una de las películas, a mi modo de ver, más interesantes sobre el universo de los grandes músicos clásicos: Inmortal Beloved de Bernard Rose (dirección y guion), sobre la biografía del genial músico alemán: L.V. Beethoven. Pero es que, rotunda y contundente es la escritura del biógrafo de origen judío Emil Ludwig sobre el compositor. Las páginas del texto planean melancólicamente sobre la cinta imprimiendo a esta de un carácter contrariado, de dolor y de una profunda infelicidad. Argumentos existenciales que a los “juicios” postmodernos se les tornan aburridos y de escaso interés. Pudiera parecer que la actuación de Gary Oldman se aposenta en la sobreactuación pero, solo es posible el análisis del personaje desde el contexto crítico del año 1827, en el Romanticismo, donde la versatilidad del genio, tal como describe Ludwig, es afectada, incontrolable y de un enorme poder en el carácter sublime de la época.
Y es que además en los momentos cumbre de la narración, el director tiene el talento de contener el enorme desasosiego que los hechos conllevan en su ejecución vital, efectos que hubieran resultados estridentes y muy apreciados por muchos espectadores postmodernos pero que en nada hubieran tenido que ver con el sentimiento profundo de desgarrada existencia que sentía el músico y que el director entiende a la perfección. Sucede que, anteponer hechos objetivos de nuestra época a una historia del Romanticismo musical en la figura del “más grande”, nos llevaría a la falsedad y al desequilibrio emocional de la cinta. ¿La emoción? Esa escena donde Oldman se inclina sobre el piano para escuchar la pulsación de la nota, una sensación que el director traslada al alma del compositor y al sentimiento del espectador, ese quiero y no puedo existencial de un hombre que ansía el amor del mundo, de una mujer, de los que le rodean, en definitiva un amor desde el respeto a su trabajo y a su persona, no nos puede dejar indiferentes. No hay efecto porque transcurre con la normalidad de las realidades físicas y mentales de los personajes, desde sus deseos y sus amarguras. Está el actor en su justo punto para entender el texto del biógrafo: “La vida de ensueño que las renunciaciones inspiraron a Beethoven no se refleja más notoriamente en ninguna parte que en la Sonata a Kreutzer”. Es el triunfo del recuerdo sobre el deseo. Qué más se puede pedir. El equilibrio físico de una época desgastada por la guerra y la Revolución, el esfuerzo muscular de sacar del barro una rueda de la diligencia que es metáfora del hundimiento de una vida anclada en la desesperación de una mente que imagina el sonido de cada nota, porque ya a los treinta años no percibe sonido alguno. La pobreza y la incomprensión sin trastorno visual: tal como es sin edulcorantes.
A parte de que la producción y dirección artística me parecen encomiables en un proyecto de esta envergadura, la fotografía de Suschitzky nos evoca la súplica, la sumisión, el deseo y el valor del personaje y de los actores que les circunda. En algunas ocasiones me he preguntado cual es la diferencia con Copying Beethoven de Agnieszka Holland de 2006. Licencias históricas se permiten ambas cintas, pero la apuesta del 2006 nos muestra, en mi opinión, a un compositor más afectado por el concepto que de Beethoven se tiene en la actualidad. Diera la impresión que es un personaje que, visto desde la objetividad, nos aguantara una semana en la interpretación de Ed Harris. El Beethoven de Oldman pudiera resistir la existencia larga que tuvo, no hay efecto. La realidad objetiva del sufrimiento de un genio artístico está más en la postura de Oldman que en la puesta en escena de la dirección de Holland. Por eso, amando las dos cintas, me satisface más la de Rose. Y, desde luego, está más en la línea del biógrafo tan estimado por los historiadores.
También con el tiempo he descubierto que la emoción musical de las partituras del autor alemán se tejen con enorme maestría a lo largo del metraje de Rose. Éste comprende el afecto notal que posee un arranque de cuerda, un bajo y el rencor del cello que se estremece en un quejido lento y austero del personaje. Las actrices entran en las melodías como tiempos en silencio. Diera la impresión que Rose se sentó y donde encontró la cadencia musical nos situó a la admirada y querida Isabella Rossellini. Enlazar un recuerdo a través de una carta tiene un misterio para la narración de cualquier película: convertir en objetivo el mismo a través del papel escrito. En definitiva, al final el espectador se queda con la misma impresión que Emil Ludwig: ¿Qué tenía este hombre, este frío pedazo de yeso para haber conquistado el mundo?
De la misma manera somete al espectador amante de la tensión emocional que la música trasmite en muchas ocasiones, sobre todo cuando nos sumergimos en las entrañas de uno de los momentos históricos más extraños del mundo del arte y del conocimiento: Napoleón, Beethoven y Goya. Tres hombres y un destino: la eternidad.
Con el paso de estos veintidós años, la cinta adquiere tintes más clásicos y es una muestra más de esos olvidos que a veces, en un alarde engolado de buscar la perfección cinematográfica, cometemos obviando el valor de sinceridad que tiene por su sencillez en la emotividad. Es una película magnífica para los humanistas que quieran transmitir a los jóvenes los valores y desavenencias que provee el afán de la creatividad y, a los que aman la música, que más se puede decir… ¡Vean la película! porque si mucho alabamos a la célebre Amadeus, no menos merece este compromiso de un director, a mi juicio, muy consecuente con su trabajo.
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