Lo que puede suceder en un taxi es inaudito. El interior de estos vehículos daría para un sinfín de guiones, a cual más peregrino. Son automóviles pero no son utilitarios al uso: hacen las veces de ambulancia, de carroza, de coche de carreras y hasta de kamikaze. Bien lo ha relatado el cine, y además con obstinación, con Robert de Niro, Queen Latifah, Samy Naceri e incluso Paco Martínez Soria a la cabeza de un bólido de pago por trayecto y servicio urbano.
Hay personas a las que sin motivo aparente, les habla todo el mundo, y otras que por su propia naturaleza, hablan con cualquiera. En el taxi se combinan las dos. Dada mi habitual propensión a la conversación espontánea, comprenderán que entienda el taxi como un auténtico mercado de ideas. No hay brainstorm campechano y casi gratuito más eficaz que el de la conversación en un taxi. A poco que se conozca a un taxista, se advertirá la capacidad casi infinita que poseen estos profesionales de referir historias, experiencias vividas, anécdotas hilarantes y hasta amatorias. Desde inocentes narraciones sobre hijas adolescentes que quieren jugar al fútbol, hasta crónicas de robos anunciados, con o sin intimidación. Algunos han protagonizado requiebros de Fórmula 1, y otros me han sorprendido parando en medio de la carretera para abrir el maletero. Me han dado vueltas infinitas –e innecesarias- por la Roma nocturna, relatando los escenarios de Ben Hur con matraca febril, e incluso he presenciado una persecución policial a tres bandas, con un vehículo envistiendo en sentido contrario. En uno de ellos Nick Park, artista que elevó la claymation a categoría de arte con Wallace & Gromit, se fue a olvidar a sus vástagos de plastilina. Aunque ofreció quinientos dólares por sus figurillas, el taxista no hizo ademán alguno de devolver su botín, teniendo que recurrir Park a subterfugios lacrimógenos para reblandecer el corazón de quien pensó que sin sus figuras, no podría llevarse a cabo ninguna otra producción del inventor y su perro. A la postre, este olvido le otorgó mayor publicidad al ganador de dos Oscar que toda la promoción y el marketing contratados.
No crean que uso con frecuencia el taxi, más bien al contrario, soy conductora y como bien remarcan los lemas publicitarios, me gusta conducir. Sin embargo, lo enmarañado del trazado urbano me obliga las más de las veces a apearme del coche en zona neutral, y acercarme a territorio comanche en transporte público, taxi si hay premura. Intenten si no hacerse con el Barrio de las Letras en coche propio, llegarán al siglo de Oro en un nada fascinante traslado espacio-temporal.
Una situación semejante, con nocturnidad e impuntualidad alevosa, me llevó a introducirme en un taxi hace unas cuantas madrugadas ya. La noche de este otoño caribeño era cálida, y en la radio, en vez de un debate político de ímpetus enervados, se escuchaba una canción de jazz. La combinación de la noche y la música eran de una tranquilidad arrebatadora. El locutor, con toniquete en verdad cansino y destemplado, relataba la procedencia de la melodía, una versión curiosa de la compuesta por Henry Mancini para Touch of Evil, de Orson Welles. El tema es conmovedor, no sólo porque Mancini represente uno de los pocos casos en que la música abandona el acompañamiento para convertirse en protagonista, sino porque escuchándola recordé el genio de Welles. Qué combinación descomunal. Para Sed de mal, el realizador quería una banda sonora que, siendo puristas, poco relacionada está con el tono oscuro del thriller. Es más, resulta inusual para cualquier tipo de producción, ya que nunca la mezcla de rock and roll y jazz latino ha sido de fácil deglución, aunque tampoco lo parece en primera instancia el tequila, la sal y la lima, y México hace posible su digestión. Así sucede en Sed de mal, donde la historia de un agente y la corrupción en la frontera de Estados Unidos con México, enhebra una de las mejores películas de Orson Welles. Aunque este filme, protagonizado por Charlon Heston y Janet Leigh, fue dirigido en 1958, hasta ahora no hemos podido disfrutar de su banda sonora al completo, ya que los seis temas que aparecían en su LP original, quedaban muy escasos para la facundia de Mancini, quien ideó casi una veintena de canciones para la película de Welles.
Entre recuerdo cinematográfico y remembranza musical, llegamos al final del trayecto mi taxista y yo. Durante el recorrido de esta ciudad sin límites, pienso en lo excitante que debe ser abrirse camino entre las calles sin saber a quién se lleva en el asiento trasero. En verdad, tampoco el conducido sabe quién es el que le lleva a su destino. No es de extrañar que resulte hechizante lo que pasa en el interior de un taxi, y que en cada bajada de bandera subyazca, en embrión, un guión fascinante.
Deja un comentario