En el Park Avenue Chatter nunca se publican calamidades; las celebridades que desfilan por sus páginas no parecen saber lo que es sufrir. Para ellos todo el año es primavera. Las estaciones y sus inclemencias, en cambio, son pechadas por quienes ven que sus bienes no están a buen recaudo, quienes saben que tienen mucho que perder porque es poco lo que poseen. “La prosperidad está a la vuelta de la esquina”, rezaban los eslóganes de Coolidge y Hoover durante la gran depresión, aunque sus habitantes se preguntasen en qué esquina se encontraba exactamente. Con esta diatriba comienza Al servicio de las damas (1936) brillante crítica al sistema que mucho tiene de actual y que emergió de la matriz literaria de Eric Hatch, quien expuso su descontento por entregas para que después Gregory La Cava le diese forma y vida.
Al servicio de las damas (1936, Gregory La Cava). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
1011 de Park Avenue, esa es la dirección postal de Irene Bullock (Carole Lombard), una joven malcriada de la Quinta Avenida que disfruta de su total irresponsabilidad con su hermana Cornelia (Gail Patrick), con quien mantiene una pugna inquebrantable en todo cuanto hace. Si ésta se decide por el vandalismo rompiendo los escaparates de media ciudad, aquélla irrumpe en su vivienda de madrugada a lomos de un caballo. Nada frena sus excentricidades. Tampoco sus padres entienden de mesura, el señor Bullock (Eugene Pallette) por no tener tiempo ni la apetencia de dedicárselo a sus descendientes; su madre Angélica (Alice Bradley) por vivir demasiado ensimismada ejerciendo su mecenazgo sobre su protegé Carlo (Mischa Auer), un pretendido artista que a la postre se revela como un auténtico vividor.
Una cálida noche, la alta sociedad neoyorkina pondrá en marcha una gincana basada en una deplorable premisa, la de llevar al Waldorf Ritz aquello que nadie quiere. Cornelia, astuta en eso de menospreciar a los seres humanos, decide acercarse al vertedero municipal del East River para elegir no un desperdicio, sino un mendigo al que poder mostrar en público. Allí encuentra a Godfrey Smith (William Powell), un homeless al que ofrece cinco dólares por acercarse al hotel y granjearle el prestigio de ganar ante sus onerosos contrincantes. Ante el agravio, Godfrey no sólo lanza a Cornelia a un montón de chatarra, sino que la amenaza con rotundidad. Mientras todo ello sucede Irene, divertida por ver a su hermana entre basura, descubre en Godfrey un personaje inteligente y perspicaz, a quien querrá a su lado a toda costa. Smith a su vez, decide acompañar a Irene al Waldorf para desprestigio de su hermana y risión de la pequeña Bullock, quien confiesa no querer “seguir jugando con seres humanos como si fueran fichas” por encontrarlo sórdido “si lo piensas bien”. Su lucidez y espontaneidad trastocarán a Godfrey, quien seguirá a la joven a donde ella le pida. A partir de entonces, Irene convencerá a su familia de que Godfrey es el más idóneo para ocupar el cargo de mayordomo en el 1011 de Park Avenue, a donde acudirá a la mañana siguiente entre resaca e insidias de toda la familia. Irene se erige entonces en la protectora de Godfrey, ayudándole a instalarse en la vivienda mientras cae perdidamente enamorada de él. Pero Godfrey tiene un secreto, en realidad dos, siendo uno de ellos su incapacidad para entregarse al amor tras un desengaño de fabulosas proporciones. Por ello intentará alejar a Irene de su lado constantemente, aduciendo su responsabilidad para con su protectora, y haciendo perder la poca cordura que le restaba a la caprichosa Irene.
Al servicio de las damas (1936, Gregory La Cava). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
En primavera, e intentando evitar la tentación de caer rendida entre sus brazos, la pequeña de los Bullock huirá a Europa con su hermana Cornelia, momento que Godfrey aprovechará para dar rienda suelta a su inagotable clarividencia y desvelar, sólo a medias, el secreto de su verdadera identidad. Y es que no se apellida Smith sino Park; no es un mendigo ni mucho menos, sino un empresario licenciado en Harvard harto de la doble moral y los antojos de altos vuelos. Por ello se adentró en el vertedero, porque ante el impulso de quitarse la vida en el río, conoció en sus orillas a gente castigada por la providencia que, pese a ello, resolvió salir adelante. Antiguos banqueros, abogados, empresarios azotados por la crisis, el vertedero estaba lleno de gente luchadora que a pesar de sus desgracias, adornaban con flores sus refugios y bromeaban en francés. A ellos les dedica su proyecto, una nueva edificación que suponga puestos de trabajo en una sala de baile en verano, y viviendas para más de cincuenta familias en invierno. Pero todavía es primavera. Irene regresa de su travesía europea más enamorada de Godfrey que a su partida; allá a donde fuera le encontraba: era su gondolero en Venecia y su camarero en París, todo en su mundo giraba en torno a Godfrey.
Al servicio de las damas (1936, Gregory La Cava). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Tampoco el mayordomo la ha olvidado, aunque finja y además con denuedo que nada significa para él. Así se lo revela mientras friega los platos en la mansión de los Bullock; demasiado amor le ha dejado unas encendidas cicatrices. Pero le está agradecido, a ella que le salvó, que le ayudó a ganarle a la vida, y por ello recompensa a toda la familia de quien dice haber aprendido. Del señor Bullock la paciencia, de eso no cabe ninguna duda; de Cornelia la mentira del falso orgullo y la humildad; de Angélica su punto divertido, sus ocurrencias sin lógica ni precio. Y de Irene, de ella lo aprendió todo, aunque su testadurez lo niegue y reniegue. Así Godfrey abandona el 1011 de Park Avenue, dejando atrás a las dos hermanas y a su ama de llaves enamoradas. Pero Godfrey comienza su nueva vida, la sala de baile es todo un éxito y a ella acude lo más granado de la sociedad. Incluso el alcalde será un habitual de sus fiestas. Allí irá precisamente Irene, quien tiene en su haber la magnífica condición de cuajar en cualquier ambiente y de sorprenderse, de ser espontánea y natural con cualquier interlocutor. Por ello recibe con abrazos a parte de los mendigos del vertedero, la misma llaneza con la que le habla al gestor público. No hay clases, ni dinero ni límites en el ánimo de Irene. Con su entusiasmo irrumpe en el despacho de Godfrey y le propone matrimonio. Ambos se quieren. Ambos se casan.
De este modo finaliza Al servicio de las damas, uno de los guiones más rotundos y magníficos de los años treinta, en el que participó no sólo su novelista Hatch junto con Morrie Ryskind –habitual de los Hermanos Marx-, sino también Gregory La Cava, aunque éste no quede consignado en los títulos de crédito. Una historia que sin William Powell y la explosiva química que mantiene con su ex mujer Carole Lombard sería imposible, como quedó de manifiesto en la nueva versión Un mayordomo aristócrata, (1957, Henry Koster) con David Niven y June Allyson. Y es que es difícil superar el talento y gandulería de Powell, a quien Dashiell Hammett y Myrna Loy encumbraron al merecido estrellato, aunque fuera ésta, My Man Godfrey, la película que le revelase como brillante galán. Galán a pesar de que su trofeo amoroso se resuma en un solo beso durante todo el metraje, debiéndose en realidad al impulso de Lombard, quizá agradecida de que su ex marido, con quien mantenía una estupenda relación de amistad, impusiese al estudio de la Universal la participación de su ex compañera como su pareja en la cinta.
Una película que deja para el recuerdo alocuciones tan punzantes como las mantenidas entre Powell y Patrick acerca de los niños de Park Avenue y los días libres, o las desternillantes sostenidas en mayor medida por la señora Bullock y sus excesos con el alcohol. Un filme que se hubiera merecido las seis estatuillas a las que estuvo nominado, en el que se expone que “algunas personas hacen lo que quieren con la vida de los demás sin que les afecte”, y que otras, sin embargo, luchan con coraje hasta conseguir sus sueños. En definitivas cuentas una historia de amor, aunque sea mucho más que amor lo que cuenta su historia; una narración amarga y destemplada de una casta social que ha hecho y hace cuanto le viene en gana; una crítica económica que en manos de La Cava y en la piel de Lombard y Powell se eleva a necesaria categoría de amor y arte.
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