El cine nos ha enseñado que existen caballeros sin espada; caballeros cuya gallardía, ese arte de ser gallardo, no está reñida con la humanidad. La diferencia entre ser o no ser no es una cuestión, sino la valentía con que se afronte la peor de las situaciones.
Para quien se haya visto en el trance de aguardar en una sala de espera, sabrá que es uno de los lugares más yermos que existen. Allí, el tiempo y su velocidad deciden discurrir a su libre antojo y, lo frívolo, como la apariencia o el cansancio, sucumbe ante el apremio de asumir grandes dosis de templanza. “Aguanta un poco más, aguanta”, dices para tus adentros sin la ronca voz de Najwa Nimri en Los amantes del Círculo Polar, aunque también desees susurrar “valiente, valiente” a través del espacio e incluso del tiempo.
Sigues rogando al dios que los personajes de Isabel Coixet invocan, aunque no sepan a qué, ni a quién dirigen sus ruegos; pero pides, aguardas, te agazapas, desapareces. Piensas en todo cuanto esa persona significa para ti, y evitas hacerlo porque duele, pero sigues rogando que todo salga bien. Mencionaba José Luis Garci lo mucho que envejece un niño durante una tarde de domingo, pero una operación, para el que la padece y para el que aguarda, se convierte en una versión extendida de un tedioso domingo. Cuánto se envejece en una sala de espera.
Decides entonces leer a Henry James, aunque pronto comprendes que la lectura debería haber sido diferente: quién hubiera elegido una historia en la que la protagonista muere. Un vuelco trastoca tu alma mientras piensas, con la quimera de los ilusos, que todo va a salir bien. De repente, movimiento, médicos, trajín. A tu mente acude aquella vieja película olvidable y no olvidada de John Hughes, La loca aventura del matrimonio (1988), en la que una gota de sangre cae ralentizada sobre el suelo de un quirófano. Una gota, una espera, una habitación fría. Una habitación de hospital. Te preguntas por qué teniendo la misma raíz y distinto significado, en verdad hospital e inhóspito te parecen sinónimos: Sus batas, sus pasillos, sus ventanas frías.
Súbitamente, cuando el deseo se convierte en esperanza y la esperanza en diagnóstico, surgen complicaciones: “Le quedan horas de vida”, te dice quien hace su trabajo. “Pero qué se hace en unas horas de vida”, piensas. «Ya no sabrá los resultados del partido que quería haber escuchado; ni volverá a pasear por la ciudad como él hubiera querido; ya no conocerá a mis hijos, ni a mí, ni a la que seré. Ya no será”. Demasiado para tan solo unas horas. Pero no te derrumbas ni te desesperas, sino que piensas en algo trivial, algo que te recuerda que a él el cine le salvó la vida, que se escapaba de niño para ver sesiones dobles, que se arrancaba la corbata en el tranvía y que no se la ponía hasta regresar a casa, cuando dejaba en la mano de su madre, ya dormida, una bolsa de avellanas compradas en la sala de cine.
“Qué cama más incómoda”, recuerdas haber escuchado noches atrás, cuando tu abuelo, valiente caballero, ingresó en el hospital: “La almohada está alta, altísima”, pronunciaba justo antes de percatarte de que la camilla patentada por Howard Hughes obliga al paciente a estar semierguido y en verdad incómodo. “Ahora entiendo cómo debían sentirse los vaqueros en el Oeste cuando, echados a la intemperie, dormían sobre las sillas de sus caballos”, menciona mientras rememora millares de títulos western que ha visto, y tú con él, interpretado por todos los John Wayne, Gary Cooper y James Stewart de la historia: “Yo también voy a dormir como ellos, así, sobre mi silla de montar, mirando las estrellas”.
Y es entonces, mientras piensas con impotencia en todo lo que no hiciste, o él no hizo, cuando comprendes que la existencia, aunque perversa, merece la pena. Porque hay caballeros que eligen hacer que la vida cuente, que los malos momentos se conviertan en buenos recuerdos y que no duermen en la cama de un hospital, sino que se recuestan sobre su silla de montar para más tarde, sin hacer ruido ni causar molestias, desaparecer en silencio mirando las estrellas.
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