“Está lloviendo hoy, el cielo está gris”. No es cierto, no ahora, pero no cabe duda de que ha llovido, poco atrás. Cuando esto sucede, y el tiempo muta en otoñal, surge en la mente de varias generaciones una melodía que tarareamos todos durante décadas, y que emitió un programa mítico que ya forma parte del background sentimental de nuestra vida, Barrio Sésamo. Suena pueril, incluso naïf, pero nos sorprendería saber a cuánta gente marcó este programa infantil, y cuántas personas rememoran su vida en clave de recuerdos televisivos.
La televisión es un ente abstracto, paradójico, de compleja definición. Por ella entra lo mejor y lo peor de la humanidad, sus aciertos más palmarios, sus estrepitosos fracasos, Eros y Tánatos, la vida. A través de ella hemos descubierto el mejor cine, quién si no ha podido compilar un siglo de industria cinematográfica si no la televisión, deformando la longitud, el ratio y la hechura a su libre antojo (a Cineastas contra magnates me remito para mayor precisión), y sin embargo acercándonos cuanto ahora conocemos y forma parte de nuestra propia vida. Pero la televisión ha cambiado mucho, al menos la española. Poseemos infinidad de canales, es cierto, ya no tenemos binoculares de primera y segunda cadena, ahora hay variedad. O no. A decir verdad, a la larga todos los canales parecen el mismo y los contenidos se van uniformando; como otros aspectos de nuestro desarrollo tecnológico, también la televisión ha conseguido aumentar su sofisticación y reducir su calidad y su pluralidad. Eso lo sabemos todos. Triste consecuencia de una sociedad tutelada de manera desigual.
Siempre se recuerda que los niños tenían antes su espacio en televisión. Es más, incluso ellos eran los protagonistas. Programación matinal y vespertina, todo para ellos. Tan sólo el medio día y la noche eran para los adultos. Sus programas eran específicos, sus contenidos estudiados, los anuncios controlados. De mañana, infantil. En la nocturnidad, sesión de cine; pero cine del bueno. Hoy en día la infancia no es más que un recuerdo, porque desengañémonos, los niños no compran, y ya no venden. Ahora el público objetivo es el juvenil, el de los adolescentes que despiertan al mundo antes de tiempo, los que son empujados a consumir desaforadamente y a desaprender lo que les había sido enseñado. Sus tarifas telefónicas, sus refrescos, sus impostadas costumbres, son sólo consecuencia de lo que los adultos han querido de ellos, y la televisión se ha encargado de proporcionarles en vena. Asesinatos, luchas, peleas, sexo, droga, y felicidad efímera del aquí y ahora, nuestra juventud no tardará tiempo en acusar las consecuencias de esta corriente extemporánea que nada tiene que ver con ella.
Pero los medios son así, o así los hemos constituido. A las salas acuden jóvenes que quieren reír, participar del ritmo frenético de una vida supersónica, del triunfo sin esfuerzo, de chicas espectaculares sin líneas de texto. Dicen que la crisis es económica pero tan sólo representa la punta de lanza de un movimiento global, del que el cinema también forma parte.
En el cine, y sobre todo en la televisión, se han transgredido muchas de las fronteras que creíamos inviolables, se ha permitido lo que años atrás era intolerable, y se ha subvertido el orden que representaba el verdadero progreso, máxime en el caso del papel de la mujer. “No queríais votar, pues ahí tenéis igualdad”, hemos oído en más de tres películas a lo largo de este año. Es significativo que todo se contagie, especialmente las malas costumbres. Producciones en las que las mujeres son protagonistas aparecen en contadas ocasiones, y las características de éstas suelen ser la deformación exagerada y un tanto canallesca de un perfil masculinizante, tan ridículo como los intérpretes pioneros que pintaban su cara de negro. Todo artificial.
En televisión este hecho llega al tuétano de la descortesía, con presentadoras sin presupuesto para vestuario, con guiones ridículos, y fingiendo una sensualidad que, en ocasiones, llega a escamar. Pero nadie se queja, nadie pone el grito en el cielo. A nadie parece importarle.
En estos días, nuestro ente público ha celebrado su 55 aniversario, más de cincuenta años desde que la televisión se implantara en nuestro país. Ojalá el mal gusto sea una moda pasajera y durante las próximas décadas, podamos seguir agradeciéndole al televisor, representar realmente una ventana hacia la realidad. Si no, seguiremos lamentando que está lloviendo hoy, y no nos queda más remedio que ver la televisión.
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