Existen noticias que no debieran darse nunca. Este es el caso del estado terminal en que se encuentra uno de los hombres del cine que, de existir la justicia, sería en carne inmortal, como así lo es en la pantalla. Pensar que el cuerpo y el alma de Newman no van a volver a llenar los escenarios es un hecho no tanto inesperado, cuanto triste. A buen seguro fue Paul Newman el sueño hecho realidad de muchas mujeres y hombres, que veían en sus ojos azules la encarnación del atractivo y del deseo, amén del buen hacer cinematográfico –naturalmente-. Y es que es muy dificultoso hacerse a la idea de que Newman, el inmortal blondie masculino por excelencia, pueda despedirse de este mundo sin que nada ni nadie pueda remediarlo. Dichosa condición humana que es tan frágil y tan pocas veces determinante.
La gata sobre el tejado de zinc caliente. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Sin embargo, y al contrario que en el caso de Charlon Heston, Rafael Azcona u otros muchos que este año no han podido sobrevivir a los avatares del destino, quisiéramos en esta ocasión dedicarle unas líneas a nuestro emblema de hombría cinematográfica y dulzura inconmensurables, a una estrella viva, que ahora, más que nunca, merece todo el reconocimiento y gratitud posibles. Vaya a usted, señor Newman, nuestro mayor deseo de felicidad y bienestar, ahora y siempre. Muchos se han preguntado por la belleza insólita de este intérprete, beldad heredada, sin duda alguna, de las raíces judeo-alemanas paternas y las húngaras maternas; una mezcla que produjo un cóctel explosivo que se llamó Paul Leonard Newman. La vida del joven Newman no fue lineal ni aburrida, como podría serlo la de cualquier adolescente dentro de la norma, sino que adoleció de una heterogeneidad muy fuera de lo común. Después de cursar sus estudios elementales, se alistó en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial, jugó en un equipo de fútbol americano, se licenció en Ciencias Económicas y contrajo matrimonio con Jacky Witte –colega de la compañía de teatro Woodstock Player´s-, todo ello en una sola década, la de los cuarenta. Resultado de este primer enlace, que tan sólo durará nueve años –hasta 1958-, serán sus tres hijos, -Scout, Susan y Stephanie-.
Atendiendo a la verdadera vocación artística del actor, Newman ingresaría en la Universidad de Yale para mejorar sus técnicas interpretativas, así como fue alumno del Actor´s Studio, genuina cantera de genios interpretativos de los años cuarenta y cincuenta. Fiel al estilo de la escuela de Lee Strasberg, la capacidad dramática de Newman no tardó en llamar la atención, debutando en Broadway en 1953 con una obra que, por fortuna, cambiaría el rumbo de su vida: Picnic, de William Inge. En este drama, el actor de Ohio coincidió con quien en el futuro, habría de ser su segunda esposa y amor de su vida, Joanne Woodward, una bella y jovencísima actriz que también pasó por el Actor´s Studio y de quien, años después, quedaría prendidamente enamorado. Conseguida la formación interpretativa, la plenitud profesional no tardaría en llegar. Si bien no la obtuvo a resultas de su primera incursión en el cine, una más que olvidable The Silver Chalice (1954, Víctor Saville), sí lo haría con el papel del boxeador Rocky Graziano en Marcado por el odio (1956, Robert Wise), film con el que se dio a conocer de manera internacional, y donde se pudo comprobar que de entre los muchos encantos de Newman, se encontraba el de la brillante interpretación. Después vendrían Traidor a su patria (1957, Arnold Laven) y Mujeres culpables (1957, Robert Wise), en la que compartiría cartel con Joan Fontaine y Jean Simmons, ambas prescindibles, pero que ilustran el meteórico ascenso de un actor llamado para triunfar.
Y así fue que en 1958, el pleno auge de su carrera cinematográfica, fue a llamarle a la puerta la adaptación cinematográfica de una de las mejores obras teatrales jamás escritas por el indómito dramaturgo Tennessee Williams, La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks). Bien sea su espléndido papel de genio deportista cuya carrera se ve truncada por los tormentos internos, el alcoholismo y la insatisfacción –manual de cabecera de los fantasmas de Williams-, bien por su duelo interpretativo impecable con la otra «Columna Trajana» de la industria cinematográfica que fue –que es- Elizabeth Taylor, lo cierto es que tras Cat on a hot tin roof supuso todo un punto de inflexión dentro de la fulminante carrera de Newman, al tiempo que supuso un auténtico hito dentro de la cultura audiovisual, aportando una estética, unos fotogramas y unas escenas imperecederas en la infinitud del cine.
La gata sobre el tejado de zinc caliente (Richard Brooks). Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
A partir de entonces, y pese a que la fama de este gentleman dorado no perdió un ápice de atractivo, las películas que rodase no cosecharían el éxito obtenido por el filme de Brooks, hasta que volviera a trabajar bajo sus órdenes en 1962, en la afamada Dulce pájaro de juventud, filme basado –nuevamente- en una obra de Tennessee Williams –tercera adaptación del dramaturgo en la que Newman actuaba-, en la que se rendía cuentas a una América melindrosa y censora, que vio en la historia de un actor reconvertido en gigoló, una prueba de fuego para con la audiencia-. Cuatro años después, y tras unos cuantos fiascos en la taquilla, Newman volvió a brillar con luz propia –y qué luz- en dos filmes de sumo interés, por un lado, la superproducción Harper, detective privado (1966, Jack Smight); por otro, la incursión en el cine de suspense de la mano del genio incontestable de este género, Alfred Hitchcock, con quien, se podría decir, la intriga nació y feneció. Fue Cortina rasgada (1966), la película con la que se estrenó con el realizador británico, film que bebe del temperamento de Hitchcock aunque no sea, es sentido estricto, una de sus obras maestras. Sin embargo, si algo destaca en Cortina rasgada es una secuencia indisolublemente perenne en nuestra memoria: la escena en que, sin mediar palabra, Newman y una mujer desconocida, colaboran en el asesinato de un hombre. El temple con que está rodada, la expresividad de los intérpretes y la fuerza dramática de la propia narración, hacen de ella una de las imágenes más impactantes, siniestras y paradójicamente bellas, de la historia del cine. Un hombre, de Martin Ritt y La leyenda del indomable de Stuart Rosenberg, serían sus siguientes películas, ambas de notable renombre que, no obstante, no supondrán un punto y aparte en su carrera cinematográfica, a pesar de que el film de Rosenberg gozará de gran fama entre las producciones de su género.
Si bien es cierto que Newman será recordado como un talismán para cualquier director, también lo es que el intérprete también llevó a cabo tareas como realizador, siendo su ópera prima Rachel, Rachel –después vendrían Casta invencible con Henry Fonda, y su gran éxito, El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, con su esposa de nuevo como protagonista –; un film en el que el protagonismo es cedido, por completo, a una brillante Joanne Woodward, retratando la vida y destino de la mujer en la América más tenebrosa. Será con Dos hombres y un destino (George Roy Hill), emblemática para la década de los sesenta, cuando Newman demuestre su capacidad para reinventarse a sí mismo, esta vez junto con uno de los grandes, Robert Redford –reencontrados años después en El Golpe-, en un western vespertino, sin muchos rigores históricos cuyo recaudo, sin embargo, fue abrumador, convirtiéndose en pieza clave dentro de la filmografía del género. A El juez de la horca (John Huston) o Los indeseables de Stuart Rosenberg, entre otras muchas, les seguirá otra película que le inició en el cine catastrófico: El coloso en llamas, donde por fin compartiría plantel con uno de sus coetáneos compañeros del Actor´s Studio, Steve McQueen. Y hablamos de catastrófico, no porque narre la historia de un edificio convertido en una prisión para sus desventurados inquilinos, sino porque supuso el inicio de una lánguida pero firme caída del actor. Bajo las órdenes de Robert Altman interpretaría Buffallo Bill y los indios (1976), por la que ganó un Oso de Oro en la Berlinale alemana, a la que siguieron El castañazo (1977, George Roy Hill) y El día del fin del mundo (1980, James Goldstone), todas ellas francamente prescindibles, y en clara decadencia en comparación con sus anteriores filmes.
No será hasta 1981 cuando volvamos a ver la versatilidad de Newman, esta vez de la mano de Sydney Pollack, el notable realizador desaparecido recientemente, que le dio uno de sus mejores papeles en el film Ausencia de malicia, una trama de suspense periodístico en el que Megan Carter, una reportera ambiciosa –Sally Field-, se adentra en el universo del cínico solitario Michael Gallagher –Newman-, para investigar un caso de corrupción. De este film no sólo destaca el sólido duelo interpretativo entre Field y Newman, sino quizá una de las relaciones amorosas más dispares y enmarañadas de su filmografía, resumible -tal vez- en una escena escueta y de corte jocosa, pero químicamente desbordante: la reportera, atraída por el importador de licores, le pide que suba a su piso a tomar un café –marcado eufemismo, como es obvio-; Newman, cohibido, le indica que él necesita tiempo para la seducción, ante lo cual Field le expone, literalmente, que es una mujer “liberada” –tremendo adjetivo afortunadamente abandonado-, no necesitando una sarta de preliminares superfluos para el filtreo, respondiendo Gallagher su rotunda necesidad de romanticismo para dar un paso más. Finalmente la periodista, con expresión estupefacta, le dice sin vacilación que, ante ese estado de cosas, no dudará en enviarle un ramo de rosas.
En 1982, otro histórico del cinema, Sydney Lumet –en cartelera recientemente con Before the devil knows you´re dead-, le ofreció otra película indiscutible, Veredicto final, que le granjeó una merecida nominación al Oscar a mejor interpretación. En alza gracias a estas dos últimas producciones, el pócker de ases lo completará El color del dinero (1986, Martin Scorsese), filme por el que, tras largas décadas de denodado esfuerzo, consiguió su merecido Oscar. A pesar de que un año después volviera a ponerse tras las cámaras, adaptando El zoo de cristal (1987), su cuarto drama de Tennessee Williams –quizá una de los mejores obras de teatro jamás escritas-, y pese también a que no fue un fracaso en la taquilla en modo alguno, ésta será su última experiencia como realizador. Finalmente, en la década de los noventa las apariciones de Paul Newman en cine se verán restringidas a aportaciones de lujo, ennobleciendo filmes menores, o bien actuando en pequeñas obras maestras, tales como Creadores de sombra (1990, Roland Joffé), Al caer el sol (Robert Benton) o Camino a la perdición (2002, Sam Mendes), compartiendo cartel con Tom Hanks y Jude Law. A modo de anécdota, en 2006 Newman hizo su especial aportación al mundo automovilístico, no ya como fanático de la Fórmula 1 como lo es –pilotó durante años para el equipo Bob Sharp Racing en Fórmula Nissan-, sino poniéndole la voz a Doc Hudson, uno de los personajes animados del film de Pixar, Cars.
En definitiva, toda una vida entregada al cine, vivida y soñada para la gran pantalla, llenando salas, despertando pasiones y demostrando que la belleza nunca está reñida con el talento. Este galán entre los galanes, se despide ahora de su público con la humildad y la entereza con que se presentó ante nosotros, con la sencillez de quien se gana a pulso lo que consigue en la vida.
Hay noticias que un periodista preferiría no tener que dar, ya lo hemos dicho, y por ello, porque Paul Newman es más que un apunte en un frío epílogo a una carrera brillante, más que una necrológica o un sentido pero comprometido In memoriam, queremos rendirle tributo en vida a uno de los mejores y más trascendentales virtuosos del Séptimo Arte. Paul Leonard Newman, llegue desde aquí nuestro limpio e inescrutable agradecimiento por tanto trabajo de calidad. Siga dándonos más cine, por favor, de aquí a la eternidad.
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