En plena época del desarrollismo en España y con un aperturismo que se traducía en términos económicos con la llegada de miles y miles de turistas alemanes, escandinavos y franceses nacía en el cine español un súbgenero cinematográfico (el landismo) que tomando prestado el nombre de uno de sus principales actores, junto a otros de la importancia de Pedro Lazaga, Pedro Masó, Mariano Ozores, Paco Martínez Soria, José Luis López Vázquez, Nadiuska, José Sacristán o Antonio Ozores, iba a reflejar a la perfección la última etapa del franquismo a través de títulos representativos como El turismo es un gran invento (1968), No desearás al vecino del quinto (1970) o Manolo, la nuit (1973), con un Alfredo Landa en estado puro embelesando en las playas de la Costa del Sol a las turistas de turno.
En este contexto sociológico se situaría La piel quemada (1967) del director barcelonés Josep María Forn que sin pretenderlo participaría de alguna forma con su película en uno de los debates que abordaban los títulos indicados. Ahí se acababan las posibles similitudes. Vaya por delante avisar para todos aquellos que no hayan visto la película que la obra de Forn no caería en ningún momento en el humor chabacano ni en la comedia de enredo que caracterizaban a las producciones de los Masó, Lazaga y compañía. Sin embargo, La piel quemada constituía, de igual modo que aquellas películas de los setenta (y en eso habría que valorarlas en su justa medida), un excelente retrato sociológico de aquella España; un documento imperecedero que la situaba a la altura de la obra de los fotógrafos catalanes (Maspons, Colom, Català-Roca, Masats, Miserachs, etc.) que reflejaron aquellos movimientos migratorios de la población española en búsqueda de un futuro mejor. Así pues, Josep María Forn utilizaría las mismas lentes de aquellos grandes maestros de la fotografía de los años cincuenta y sesenta para dotar a su film de una mirada, una textura, un tono, una intención crítica y una profunda reflexión que situaban a La piel quemada en las antípodas del landismo.
La película narraba las 24 horas de un obrero de la construcción (José) en la localidad catalana de Lloret de Mar mientras su mujer y sus dos hijos pequeños viajaban desde Guadix (Granada) hasta la Costa Brava para reencontrarse con él. La estructura fílmica recurría a un montaje en paralelo en la que la historia iba entremezclando secuencias del trabajo en la obra y las relaciones de José con sus compañeros con las del viaje en tren y autobús de la familia, punteada de vez en cuando con algunos flashbacks, donde éramos testigos de los inicios de su relación sentimental con su futura mujer así como las razones pecuniarias que le llevaban al protagonista a irse del pueblo. Aun así, el núcleo central de la película pivotaría alrededor de un particular descenso a los infiernos de un José, interpretado magistralmente por Antonio Iranzo, que se veía superado en su última noche de “libertad” por las tentaciones del turístico pueblo catalán.
Además del tono documentalista, con evidentes deudas con el neorrrealismo italiano en sus secuencias por las calles del centro de Valencia y de Lloret de Mar, en el que destacaba, por encima de todo, las sensaciones de ese viaje en tren, eterno como la noche profunda, en la que quienes hemos vivido nuestra infancia a principios de los años ochenta nos vemos reflejados, como sus protagonistas, en las prisas por llegar al tren y no perderlo, en las despedidas con los familiares en un desolado andén, en los vagones, sin aire acondicionado, repletos de gente con maletas cargadas al hombro y, sobretodo, en el olor a bocadillo de chorizo que engullían con ferocidad los niños de José, esta extraordinaria película, como comentamos, radiografía agridulce de la España de los sesenta que hoy la posmodernidad etiquetaría bajo la apariencia de docuficción, aportaba a lo largo de su metraje un arsenal temático que disparaba sin dejar títere con cabeza. Un diálogo sempiterno de las dos Españas machadianas que, en esta película en concreto, se resquebrajaba entre un país pacato, analfabeto y reprimido y otro, que, desde una posición aperturista a nivel económico, recibía con los brazos abiertos todo el dinero que dejaban las hordas de turistas que invadían nuestras costas. Y en medio de ese debate entre una España pueblerina y otra que quería respirar los aires que traían los turistas de modernidad y libertad sexual, Josep María Forn pondría el dedo en la llaga en algunos asuntos críticos que están a la orden del día en nuestras cabeceras periodísticas como la explotación laboral, la vivienda, la xenofobia, el clasismo, la crisis de identidad nacional o la emigración con los problemas que tienen estas personas a la hora de adaptarse a una nueva cultura.
Toda una coctelera bien servida que hacen de La piel quemada, en definitiva, un film atemporal y que, tristemente, continua dialogando, en algunos aspectos, con la España (y el mundo) del siglo XXI.
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