No pretendo enojar a las Super Tacañonas pero, por veinticinco pesetas, podría recitar a bote pronto unas cuantas películas que han abordado el tema de la infancia, de Tarkovsky a Truffaut, de Bergman a Louis Malle, de René Clemént a Robert Bresson, de Rossellini a Satyajit Ray, de Erice a Carla Simón, por recordar a nuestra oscarizable directora que representará a España en los Oscar. Por otras veinticinco pesetas, la azafata de turno me podría interrogar inquisitorialmente sobre las mejores frases que se han vertido sobre la infancia y uno, que no es muy sanchopanziano para traer a colación la sentencia más apropiada, acude raudamente a la red y encuentra, entre otras muchas, que “todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia” (Pablo Neruda), “el cielo se encuentra alrededor de nosotros en nuestra infancia” (William Golding), “la vida es la infancia de nuestra inmortalidad” (Goethe), “la madurez del hombre es haber recobrado la serenidad con la que jugábamos cuando eramos niños” (Nietzsche) o “la verdadera patria del hombre es la infancia” (Rilke).
La verdad es que la trilogía (My Childhood; My Ain Folk; My Way Home) rodada en los años setenta por Bill Douglas sobre su propia infancia-adolescencia tira por la borda las buenas intenciones de estos personajes célebres que se dejaron llevar por el recuerdo y la memoria de sus respectivas trayectorias vitales. No es precisamente “ceremonia”, “cielo”, “inmortalidad”, “serenidad” o “patria” lo que debió experimentar este director escocés si nos atenemos a la plasmación fílmica de su vida en los años cuarenta y cincuenta, uno de los frescos cinematográficos más aterradores y desgarradores que yo haya podido ver en una pantalla de cine. Apoyado en un blanco y negro que ennegrece aun más a un pueblo escocés dedicado a la minería del carbón, con un montaje donde cada plano es un puñetazo directo al rostro del espectador en el que solo se respira desolación, pobreza y miseria, en este relato autoficticio, donde los gritos y peleas son eso mismo, gritos y peleas, sin afeites ni artificios, que desgarran como solamente lo sabía hacer Bergman, se esconderá el director bajo la mirada infantil más triste desde el Edmund Moeschke de Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948).
Un niño, Jamie, encarnado por un excelente Stephen Archibald (en su única aparición en el mundo del cine antes de que muriera por la droga en los años noventa), que convive en un mundo donde reina la locura, la enfermedad y la muerte, con unos personajes adultos mezquinos y ruines, que oscilan entre un padre que no lo reconoce, una madre encerrada en un manicomio y una abuela paterna, extraida de un relato de terror victoriano, que le despreciará hasta límites psicológicos insospechados. A falta de cariño, amor y raíces familiares donde poder agarrarse, el pequeño Jamie se refugiará en las únicas figuras empáticas que recorren este docuficción, un prisionero alemán que le enseñará la lengua de Goethe (My Childhood), su abuelo salido de un sanatorio que acabará suicidándose (My Ain Folk) y un compañero del ejército (My Way Home) que, en su cometido por sacarlo del pozo del aburrimiento y la monotonía para devolverlo literalmente a la vida, le extraerá la única sonrisa que se observará en el rostro del ahora joven protagonista cuando lo inmortalice con su cámara de fotos.
Aun así, Jamie no dejará de repetir su deseo de morir mientras busca su lugar en la vida entre idas y venidas constantes. Un descenso a los infiernos de un cuento de hadas al revés donde ni tan siquiera la manzana representa el pecado original o la muerte de los inocentes sino tan solo un medio para poder sobrevivir. En el fondo Jamie-Douglas no es más que otro de los personajes de estirpe dickensiana del cine británico (en la segunda parte lo veremos leyendo el David Copperfield), un adulto en cuerpo de niño que “envejece” a pasos agigantados como en la obra maestra de Richard Linklater que, a cuestas con las heridas del alma, ha perdido las ganas de vivir sin haber vivido lo suficiente para saber qué significa la vida. Solo al final, el cielo parece despejarse para el protagonista y se filtra, entre los nubarrones de su vida, un rayo de esperanza materializado en el sueño de convertirse en artista. El cine, de nuevo, volverá a acudir a la llamada de los seres desesperados que vampirizarán sus imágenes resplandecientes en la gran pantalla para poder seguir existiendo.
Por fortuna para muchos, el cine ha representado, más que una válvula de escape, una manera diferente de ver el mundo y una compañía indispensable en los sinsabores que a veces trae el día a día. Y, a diferencia de los recuerdos en blanco y negro de generaciones anteriores, para los de mi generación la más tierna infancia ha quedado relegada en color a las “veinticinco pesetas” del Un, Dos, Tres, las movidas musicales de La Bola de Cristal o a la terrorífica cabecera musical de La Clave del gran Balbín que dejaba a los niños petrificados en el sofá, sobretodo si el tema a debatir era precisamente Lucifer y sus posesiones diabólicas…
Por el contrario, testimonios diáfanos y crudos como los de Bill Douglas ayudan a desconfiar de fórmulas manriqueñas de que cualquier tiempo pasado fue mejor y reconocer, entre la propaganda de la memoria selectiva alimentada machaconamemte por procesos nostálgicos de programas televisivos, que también existieron claroscuros en nuestras infancias. Porque, a través de este ejercicio de exorcismo de los demonios del pasado, Bill Douglas no hace más que ridiculizar otra de las “grandes” frases (de la red) de mi estimado Chesterton: “Lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa es en ella una maravilla”.
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