La introspección de la culpa
Decía Oscar Wilde que “sufrir por propias culpas, es la pesadilla de la vida”, mal sueño que George Seaton diseña con el guion adaptado de la obra de Clifford Odets (Oscar en 1954) y que el fotógrafo John F. Warren (Cortina rasgada, 1966) sostiene con una profunda intimidad fotográfica en un equilibrio fílmico notable. Esa intimidad de un segundo beso de Grace Kelly (Oscar en 1954) al contundente William Holden, a la manera de pensar del mismísimo Raymond Chandler: “El primer beso es mágico, el segundo íntimo y el tercero rutinario”.
Y es que, en ese tripartito abrazo que se esboza en la cinta, es donde reside toda la reducción de la angustia vital que las primeras vanguardias trazarían en el espectro cultural de un nuevo siglo, que ya fue el XX. Y tres son los personajes centrales que construyen un triángulo vital, que no sólo amoroso: Crosby, Holden y Kelly. Como si fuera un truco Hitchcockniano, la muerte del niño es un mero recurso fuera de escena para explicar el temor a vivir y a admitir la vulnerabilidad de la existencia como un elemento integrador de la misma. Porque suave y rígida se nos muestra Grace Kelly en esta magnífica interpretación, misógino y vencido renace Holden y embustero y cobarde transcurre el personaje de Bing Crosby, edulcorado con algunos números musicales a la mayor gloria de los años clásicos del musical americano.
Además, en la película, que conmueve a través de la partitura de Victor Young, se mezclan ingredientes cercanos a la locura y el psicoanálisis que tanto gustaban a los guionistas de los años cuarenta, y diera la impresión que se trasluce un aspecto trágico inherente a las verdaderas razones familiares. Porque al igual y de manera recurrente, fiel a la obra teatral, la idea del fracaso del hombre está presente en el interior del espectador. Los tres personajes fracasan, aparentemente por distintas razones, pero realmente les une la falta de valentía y de verdad en los elementos integradores de su propia vida: familia, hogar, profesión. De ahí la luz de claro oscuro de Warren en su cámara y el pulso firme de Seaton (Sitiados, 1950) a la hora de manejar la puesta en escena a través de la fortaleza interpretativa de Holden, quien como siempre y en estado de calma, es una apuesta segura (El crepúsculo de los dioses, La colina del adiós, Misión de audaces, Picnic, etc.) Pero fuerte está Kelly en la réplica interpretativa al mismo nivel que otras de sus grandes competidoras, concretamente ese mismo año la desbancada a la estatuilla, Judy Garland por Ha nacido una estrella.
La angustia de vivir se cuela como una película menor y adquiere tintes de firme producción debido al uso de los actores que Seaton regula con una acertada pulcritud, como si fuera un Kazan o Vidor, en un momento de Caza de Brujas, y pareciera que la cinta está llena de rincones oscuros, entre la memoria y los amores perdidos, con un desasosiego que solo al final de la muestra cinematográfica y bajo el arreglista censor de Hollywood, queda edulcorado con el vestuario de fiesta de Grace Kelly, como si diera la impresión de ser uno de esos últimos momentos que se le brindarían al espectador para adorarla. A mi modo de ver, ni en Hitchcock estuvo mejor que en esta “angustia de vivir” y como dijera Marilyn Monroe, “la carrera se hace en público, el talento en la vida privada”.
De la misma manera que otras películas de transición hacia el cine más independiente de los grandes estudios, la de George Seaton muestra un diálogo voraz, de denuncia, en la realidad crítica de un país que se despertó del sueño de sus minotauros encerrados en las cajas fuertes de los censores americanos, de fragancia social hacia un resquicio más dramático, esencia de Odets, y de lirismo contenido en el sufrimiento del hombre a la misma manera que reflejara Tennesse Williams. Una puesta en escena hermosa por contener un elemento que personalmente me apasiona: el teatro dentro del cine, el escenario como gran encuadre de la cámara, en calma o aberrante, en la luz o en la sombra. En definitiva, la magia de esta reseña se hace notar en el acertado encuentro de la emoción de los personajes perdidos en el aforo o en el mismo escenario, como le sucede a Crosby encerrado en su camerino.
Para mí, el mejor momento está en dos actos lineales que unen el foco interno de la película: El espejo roto en el bar ante el sonido de un blues y el beso arrebatado de Holden a Kelly en la penumbra del reproche misógino. Es en ese momento, donde el espectador tardío que entró desconcertado a la sala, pudiera pensar que estaba ante una obra del cine negro. Asunto una vez más recurrente en la cinematografía clásica.
Esta película olvidada debería ser rescatada con la paciencia suficiente para poder escuchar y observar a un Crosby periclitado en su personaje y en su propia carrera cinematográfica.
Como dijo Neruda: “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”.
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