Llega un momento en la vida en que todas las artes quedan integradas en un solo ente, un alma mater artística que no entiende de naturaleza ni razones. Así el cine me evoca pintura; la pintura, arquitectura; la arquitectura, poesía; la poesía, música; y la música… La música me recuerda al cine. Hace días que ronda por mi cabeza aquel tema de The Style Council que tanto encendió el espíritu de lucha en los años ochenta, un “Shout to the top” que no despego de mi mente ni de mis pies, con su ritmo electrizante y un estilo soul britannia que tanto me gusta en la voz de Paul Weller. Lo rememoro con obsesión, como aquello que forma parte de tu vida y se resiste a irse, o quizá sea yo la que me resista a que me abandone. Siempre que la escucho, y siempre que pienso en ella, se despliegan ante mi memoria decenas de imágenes de Jamie Bell, de Gary Lewis, de huelga minera, de Julie Walters y de Stephen Daldry, el cineasta que unió todos los puntos para entregar Billy Elliot en el año 2000.
Imágenes de Billy Elliot – Copyright © 2000 Arts Council of England, BBC, Studio Canal, Tiger Aspect, WT2 y Working Title Films. Todos los derechos reservados.
Como no hay pensamiento que no acabe en recuerdo, no puedo mencionar Billy Elliot sin evocar mi propia experiencia en el mundo del ballet, una temprana afición que, sin ser vocacional ni tampoco intencionada, sí conformó mi gusto musical y muchas de las pasiones que aún hoy en día cultivo. Comencé en la Royal Academy of Dance siendo pequeña, seis o siete años tendría. No era muy dotada para el baile, ni tampoco extremadamente menuda; en verdad, era alta y poco compacta, una Greta Gerwig en la versión primaria de Frances Ha. Me gustaba su orden, la delicadeza de las medias, el chasquido de la madera del suelo; también el sonido veloz de las piruetas, la resonancia del piano, la fricción de la suela de la zapatilla, un deslizamiento característico, seco, vibrante. Una vez al año, a finales de mayo o principios de junio, realizábamos el examen RAD, unas pruebas tremendamente prestigiosas e implacables que yo aprobaba con cierta holgura, y que implicaban que una evaluadora británica viniera desde Reino Unido para calificar las pruebas. Disciplina y severidad eran los calificativos que definían aquella práctica tan costosa que, sin embargo, ante los ojos de los demás niños resultaba el colmo de la frivolidad.
Imágenes de Billy Elliot – Copyright © 2000 Arts Council of England, BBC, Studio Canal, Tiger Aspect, WT2 y Working Title Films. Todos los derechos reservados.
Pero no lo era. Al contrario, el ballet es un deporte duro y alejado de la delicadeza que se le presume, un trabajo de precisión realizado con un instrumento tan vulnerable y en apariencia frágil como lo es el cuerpo, un cuerpo que adquiere indefinidas formas y un mismo ritmo, aunque haya artistas cuyo ritmo, precisamente, gire contracorriente. Al igual que Julie Walters en Billy Elliot, siempre hay un profesor a quien el destino coloca para que la vida cambie, para que oriente correctamente las manecillas de tu reloj. En mi caso, aquel docente fue una eminencia en el mundo del baile español, una persona cuya cercanía y candor me hicieron tomar conciencia del ser humano excepcional con el que contaba, mi suerte infinita: Arcadio Carbonell.
No era mujer, ni esbelta, ni inglesa ni joven; era varón, recio, español y adulto. Su cabello era cano y espeso, su voz pausada. Cuando le conocí me sorprendió la ligereza de sus tobillos, una ligereza que recordaba a una diva, a una Maia Plietseskaya resuelta y grácil. Fundador de la Escuela de Danza Española, con Arcadio entendí la importancia de ser buena persona por encima de todo, tal vez la única manera de convertirse en un gran profesional. Arcadio imponía. Es más, Arcadio asustaba. Tenía la costumbre de ser honesto y enfadarse si un ejercicio se practicaba sin el rigor necesario. Cuando llegaba por la puerta, alumnos y alumnas tragaban saliva y miraban al infinito, procurando que su mirada no se cruzara con la del profesor que, de inmediato, le sacaría al centro de la sala para que realizara ante todos sus ejercicios. Si la pierna no estaba bien colocada, Arcadio no dudaba en sostenerla en el aire y posicionarla como era debido, aunque eso supusiera que los tendones se tensaran como cuerdas de violín, o te desplazara por la cintura y te recolocara donde era preceptivo, como si tu cuerpo no tuviera peso o no poseyera más volumen que una ficha de ajedrez.
Imágenes de Billy Elliot – Copyright © 2000 Arts Council of England, BBC, Studio Canal, Tiger Aspect, WT2 y Working Title Films. Todos los derechos reservados.
Tenía Arcadio una debilidad que, pese a implicarme a mí misma, me enorgullece reconocer. Y ese peculiar talón de Aquiles era lo mucho que yo le apreciaba. Quizá el motivo fue que no me asustó nunca, no me tomaba en serio sus amenazas con cuchillos romos ni la tremenda hipérbole de su reacción. Cuando Arcadio me llamaba sabía que yo iría a mi manera, que bailaría con mis tiempos y que, si se desesperaba, yo le sonreiría y que él terminaría por sonreírme. Así lo hacía siempre. Todavía hoy, cuando su recuerdo resurge a pesar del paso de los años, pienso en él con una mueca de contento en mis labios, porque Arcadio, que me giraba la falda, me apretaba la pierna, me cogía en volandas, me enderezaba la espalda y me recolocaba el maillot, nunca lo hizo sin una muestra de suavidad y de cariño. El modo en que me corregía me alegraba porque sabía que, aunque yo no era una excepcional bailarina y nunca lo sería, él me estimaba y me trataba con total respeto y familiaridad. Aunque estuviera enfadado, Arcadio nunca dejó de referirse a mí con afecto. En los años en que fue mi profesor, toda mi adolescencia, su categoría, el peso de su fama, su interminable lista de reconocimientos, nunca me hicieron temerle como otros compañeros le temían. Le apreciaba y respetaba tanto, que solo vi en él un inmenso corazón.
Una tarde, estando yo sola sobre aquel desgastado parquet, comencé a improvisar un taconeado con mi falda de carácter. A través del juego de espejos descubrí entonces a Arcadio, situado en el quicio de la puerta, mirándome y siguiendo con mimo los movimientos. Me dijo entonces, y aún retengo sus palabras, que ahí estaba mi duende, en el puro taconeo, y todavía en ocasiones, mientras realizo la más vana de las actividades, recuerdo aquellos pasos y evoco a Arcadio, con su voz armoniosa, apoyado en escorzo en el marco de la puerta, mirándome tranquilo desde el otro lado de la habitación.
Imagen de Arcadio Carbonell perteneciente al archivo personal de Petar Kirilov Georgiev, extraída de la publicación Danza & escena. Todos los derechos reservados.
Ya no está Arcadio en aquel ático tan parisino, desde cuya ventana se veían las desvencijadas techumbres complutenses, ni sus zapatillas se desplazan con ese sonido característico de resina, madera y piel. Pero este mes en el que el curso comienza y centenares de alumnos inician su andadura bailarina, quiero recordar al profesor que me acercó un pedazo de Nueva York, de arte y de ritmo, aquél que sin él quererlo, todavía hoy cambia el gesto de mi ánimo cuando pienso en él. En este momento, cuando se cumplen tres años desde que nos abandonó, tan joven, tan enérgico, tan vital, no puedo dejar de pensar que sólo la gente buena hace sentir que no hay fronteras, y que parte de él seguirá entre nosotros aunque un nuevo curso esté naciendo y la vida nos invite a volver a empezar.
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