A lo lejos resuena una sintonía, un ritmo melódico que alumbra la madrugada y que enseguida nos posiciona. Estamos en Nochebuena. El tema es archiconocido, Jingle Bells, y aunque navideño y familiar, no proviene de ningún niño cantor ni de ningún reproductor digital que se precie; por el contrario, es la banda sonora casi celestial, de un filme por lo demás nada navideño y contra todo pronóstico nada familiar, Arma letal; curioso cómo el cine obra el milagro para que una de las películas más brillantes de acción, haya sido capaz de hacerse con la banda sonora más afable y complaciente. Que en ella Mel Gibson sea electrocutado a contraluz o que Danny Glover se sienta mayor es lo de menos, Arma letal es una de las superproducciones más navideñas de Hollywood, mal que les pese a quienes hicieron de ella una de tantas películas nacidas al albor de la testosterona, como lo fue en su día Jungla de cristal, también situada, vayan ustedes a saber por qué, en el terreno de la Navidad.

Fotograma de Qué bello es vivir. Liberty Films. Distribuido en España por Suevia Films. Todos los derechos reservados 

Pero la Nochebuena es larga, los canales televisivos extensos y la programación ilimitada; así retomamos a personajes queridos como Darlene Love, a quien acabamos de reconocer en Lethal Weapon y quien, en esta ocasión, prefiere codearse con la E Street Band, ya sin el Boss, que seguir a merced de lo que dicte su marido policía y su desequilibrado compañero. Ella pone la voz y el alma a la banda sonora de Solo en casa 2: perdido en Nueva York (1992, Chris Columbus), acompañada por un Clarence Clemons capaz de subir a sus hombros a Macaulay Culkin, positivamente henchido en su orden y mando. Cuánto echaremos en falta al saxo de Bruce Springsting estas fiestas, las primeras ya sin él. “Nadie quiere estar solo en Navidad”, repite Love mientras en otro canal Paul McCartney despliega sus Pipes of Peace en la trinchera de Francia, en 1914, el día de Nochebuena durante el primer año de la también primera Guerra Mundial. Difícil hacer sombra a Love y, sin embargo, el ex Beatle es capaz de conseguirlo año tras año. 55 días en Pekín resurge entre la mezcolanza televisiva sin que uno comprenda exactamente el por qué de su elección; siempre es preferible acudir a los clásicos, es cierto, pero su procedencia para la festividad navideña resulta desconcertante. Su final abierto mostrando a Charlton Heston a lomos de su caballo, y llevándose por añadidura a una niña pekinesa, turba en cualquier época del año, ni qué decir tiene que sobre todo en Navidad.

Tomamos el mando por fin, y cambiamos de canal. Todavía resuenan a lo lejos los acordes de McCartney, cuando aparece en último lugar George Michael con su look Wham!, arrepintiéndose de a quién cedió el corazón las últimas Navidades. Lo único cierto, además de su indestructible embeleso, es que Michael no aprende en cuestión de amor lo que alguien debió enseñarle hace ya algunos lustros. El próximo año que aplique su propia regla, y ofrezca su amor a alguien especial, alguien como el tocayo que desde hace siete décadas es capaz de concentrar el protagonismo audiovisual navideño: George Bailey. Si alguien se ha cuestionado en alguna ocasión el motivo por el que Qué bello es vivir se ha erigido en la película más vista en la historia de la televisión durante las festividades navideñas, descubrirá que no sólo se debe a su bienintencionada y modélica actitud –es un título de Frank Capra, no lo olvidemos-, ni porque su protagonista se haya convertido en el americano por excelencia –James Stewart-, ni tan siquiera porque sea capaz de traerle la luna a su Mary –conocida por el resto de los mortales como Donna Reed-, si ésta se lo solicita, sino por una mixtura de dejadez, de casualidad y de providencia. Como todo en el cine.

Antes de que la legítima obcecación por el copyright invadiera las tareas hollywoodienses, la Paramount perdió los derechos de Qué bello es vivir sin acritud ni pesar. La major, que había absorbido años atrás la Liberty Films, tuvo los privilegios de explotación de la película hasta 1955, cuando vendió parte de su patrimonio –What a wonderful Life incluida- a la UM&M, la cual pasó a formar parte, años después, de la National Telefilm Associates. Pues bien, la sucesora de la National, la Republic Pictures, cometió un aciago error al no renovar los derechos de autor en los setenta, cuando pasó a convertirse en obra de dominio público, pudiendo ser emitida y reemitida hasta el hartazgo durante dos décadas. Fue en los años noventa cuando las leyes dieron al César lo que es del César, y el filme volvió a manos de la Paramount –su filial VIACOM-, de donde salió para recorrer mundo y llegar a cada hogar por Navidad. La historia es por todos conocida. George –Stewart-, un joven con ensoñaciones de trotamundos, anhela durante toda su vida salir de Bedford Falls, su pueblo natal, y conocer países lejanos y culturas exóticas.

Sin embargo, una cadena de casualidades impide que pueda ver más allá que las calles que le vieron crecer, quedando siempre pendiente el despegar de sus raíces. No obstante, hay algo que caracteriza a George, y es su inagotable compasión; desde niño, el pequeño Bailey salvó la vida a un gran número de personas, su hermano incluido, y nunca sufrió quebradero moral alguno al serle encomendadas responsabilidades que excedían su edad o sus aspiraciones. George siempre hizo lo que debió, nunca lo que quiso. Tal vez lo único que amó realmente fue a Mary –Reed-, una joven resuelta que conquistó a George demostrándole que su corazón era un terreno fértil para la exploración. A pesar del amor redentor de su mujer, la muerte de su padre, la gran depresión o la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en brechas insalvables en el camino de George, algo que le llevó al borde del suicidio en vísperas de Nochebuena. Es entonces cuando la divina providencia decide hacer justicia, enviando a Clarence –Thomas Mitchell-, un ángel sin sus alas, a socorrer a George, en una revisión del mítico Cuento de Navidad de Charles Dickens, demostrándole lo que hubiera sido del mundo sin el pequeño Bailey, cómo su hermano hubiera fallecido a temprana edad de no haber estado él para socorrerle; cómo Bedford Falls, a la postre Pottersville, habría perecido ante los envistes del señor Potter –Lionel Barrymore-, el oligarca de la región. Y por supuesto, cómo habría perdido la oportunidad de vivir y amar a su esposa y a sus hijos, auténtica alegría en la vida de este malogrado caminante.

Termina la película y queda en el alma del telespectador una sensación de bienestar consigo mismo. Una campanilla suena a lo lejos, otro ángel ha obtenido sus alas porque ha conseguido gratificar las buenas acciones. Continúa la programación navideña y todo vuelve a empezar: a dónde van los corazones solitarios, se sigue preguntando vehemente Darlene Love acompañada por la E Street Band. Pues a Bedford Falls, naturalmente, como cada Navidad.

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