Lleva cincuenta años escribiendo para la industria cinematográfica. Títulos como ¡Ay Carmela!, la oscarizada Belle Epoque, La lengua de las mariposas o La escopeta nacional llevan su sello indiscutible, que no es más que la rúbrica de un hombre que ha trabajado y vivido para el cine media centuria. Sin cansancio ni egocentrismo, este riojano octogenario nos abre su corazón y, entre cafés, nos descubre el mecanismo creativo que se oculta tras un guión “azconiano”. Nadie puede imaginar qué hubiera sido del cine español si Rafael Azcona,  genial hasta lo indecible e imaginativo hasta el hartazgo, no hubiera sido descubierto por el director  Marco Ferreri, a quien la industria cinematográfica patria nunca le estará lo suficientemente agradecida. Realizadores como Fernando Trueba, Carlos Saura, José Luís Cuerda o su inseparable Luis García Berlanga, han tenido el placer de admirar de cerca el talento creador de un hombre que, pese a formar parte del cine español, confiesa quedarse dormido la noche de los Goya. Nosotros ahora, recogiendo el testigo de los grandes de nuestro cine, tenemos el inmenso lujo de disponer del guionista de El Verdugo para que nos descubra lo inconfesable: cómo se elabora un buen guión de cine.

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Pregunta. Nos consta que a usted no le gusta hablar en público, por eso le agradecemos que esté aquí hoy pero, ¿por qué a un hombre del cine tan importante como usted no le gusta hablar en público?

Rafael Azcona. No soy brillante durante las charlas porque no me siento cómodo, nunca me ha gustado exhibirme. Recuerdo en cierta ocasión que en un Zoo de Nueva York vi un orangután enorme. Yo le miré, él me miró, y de repente me sentí avergonzado de verme mirándole. Tengo buena voluntad, eso sí, pero no entiendo por qué tengo que hablar de mi vida, en ella no hay nada apasionante.

P. Señor Azcona, después de tantos años siendo guionista, ¿por qué escribe guiones?

R.A. Escribo guiones porque es más fácil que escribir novelas. Se puede decir que soy un novelista frustrado. Un día se cruzó en mi camino un italiano que me dio la oportunidad de escribir para el cine. La prueba salió bien y al final me quedé en él. Así, todos los piropos que me profesan sobre mis guiones sólo se justifican porque tengo ochenta años y llevo cincuenta en el cine.

P. ¿Cómo fueron los comienzos de Rafael Azcona?

R.A. Pues duros. Nací en Logroño en 1926, en el seno de una familia humilde. Cuando se nace pobre, eso se paga… Comencé a trabajar a los catorce años y he seguido trabajando toda mi vida porque, como comprenderá, soy autónomo sin jubilación. La verdad es que si me tocara la primitiva, no escribiría ni un telegrama.

P. Pero usted no comenzó siendo escritor, sino contable

R.A. Es cierto. Nunca pensé en ser escritor. Yo era contable, y los números se me daban fatal. Como era muy aficionado a la lectura, un día pensé: “y si en lugar de ganarme la vida con los números, que a fin de cuentas son diez, me la ganara con las letras, que son veintitantas”.  Y así empecé. Mandé textos a La Codorniz, algún poema, además era colaborador en radio y publicaba algunas cosas. Entonces me vine a Madrid. Aquí encontré un empleo en una carbonería de contable, en una empresa que fabricaba bolas incombustibles. Un día, en el Café Varela, donde hacían recitales de poesía, conocí a Antonio Mendoza, quien me dijo que mandara trabajos a La Codorniz. Lo intenté y publicaron algún que otro relato. Yo lo que quería era ganarme la vida escribiendo. En esa época creé a “El repelente niño Vicente”, que tuvo mucho éxito en los años cincuenta y al que ya abandoné, porque era el típico niño que siempre había en todos los colegios. Pero la sociedad española ya no es así, ya no hay niños ejemplares.

P. Y el cine, ¿cuándo llegó?

R.A. Llegó con El pisito y El cochecito, los cuales le gustaron a un italiano que los leyó y pensó en una película. Y eso que antes de ser guionista, yo no solía ir al cine

P.¿Comenzó siendo guionista porque, tal vez, albergaba la idea de llegar a ser un gran director de cine?

R.A. No, nunca en mi vida he soñado con ser director de cine, nunca he tenido esa idea, encuentro compensaciones en el hecho de que mi relación con ellos es amigable. Lo cierto es que los guionistas somos para los directores como las asistentas… Hablamos de casi todo menos el guión, y así se va quedando un sedimento que en dos o tres meses da lugar a un  argumento, una historia.

P. ¿Y cómo es la relación de un guionista con un director?

R.A. Normalmente el director, tanto si aporta como si no, ya tiene una historia en la cabeza. Esa es una bonita fase en la que no se escribe ni una sola línea. Pero por lo general, el trabajo con los directores no es fácil. De hecho, vale más dejar a un lado el amor propio cuando se trabaja, porque si se opone alguna resistencia a aceptar ideas la cosa va mal. Esto lleva a ponerse de muy mal humor, y el mal humor es lo peor que te puede pasar. De todos modos, el director, sin señalar a nadie, prefiere que la historia se le haya ocurrido a él, aunque normalmente sólo tiene ideas vagas sobre, por ejemplo, unos cuñados. Entonces es el guionista el que crea tensiones que resolver. Hay veces que los directores te confiesan que no hay ideas, y empiezas a recopilar cosas.

P. ¿Qué papel ocupa el guión en todo el proceso creativo de una película?

R.A. La verdad es que sobre el guión opina todo el mundo. El productor siempre quiere darle la vuelta porque, según él, no has dado todo lo mejor. Cuando el actor lee un guión, piensa que está bien pero que ya le dará su punto. El director de fotografía piensa más en su trabajo que en la propia película, al igual que el músico. Recuerdo que en cierta ocasión, estando José Frade en su despacho con un guión, pasaron unas mujeres de la limpieza. Una de ellas miró el guión y, con mucha seriedad, le dijo: “yo ésta no la produciría”.

P. Mucha gente opina que el guión es una obra literaria, pero ¿cómo cree usted que debe ser un guión para ser realmente bueno?

R.A. En la vida todo es literatura, y el cine lo es, desde luego, porque una película es más literaria que un guión. En un guión cuenta menos literatura haga uno, mejor. El guión debe ser escueto y preciso. El ideal de un guión es que sólo con leerlo no te enteres de la película. Durante años el cine español ha tenido la inclinación a ahorrar y, si por ejemplo, un personaje tenía un dedo vendado, tan sólo se reseñaba en el guión y se le compraba al actor la venda más pequeña que se encontraba. En la película, sin embargo, sobre esa historia del dedo el director sí puede hacer literatura: coloca los adjetivos, incluso al elegir las actrices la está adjetivando. También pasa al iluminar, ya que también así se describe. En ese punto de la creación haces la labor de un literato. Por eso una película es más literaria que un guión. A Woody Allen le darán tarde o temprano el Premio Nobel de Literatura.

P. ¿Qué opina sobre las adaptaciones literarias en el cine?

R.A. Sobre las adaptaciones tengo una teoría: creo que son los especialistas los que más entienden de lo suyo, y a la hora de urdir historias los literatos son mejores que los guionistas y los directores. Sin embargo los cuentos, como género literario, van bien para el cine. Forajidos, por ejemplo, es un cuento de Hemingway, en el que se narra cómo una persona  está colocada en una estación de servicios limpiando un parabrisas de un coche. Mientras limpia, ve dentro a dos hombres a los que conoce. De repente, le ves tumbarse en la cama esperando a que le maten. En el cine lo que hicieron fue inventar por qué lo hacen. Pero luego los autores se sienten defraudados porque en una película no entra todo. Para esto Woody Allen tiene una expresión muy acertada: “Pero estos autores que venden a sus hijos, ¿por qué se extrañan luego de que les prostituyan?”.

P. ¿Qué diferencia al buen cine?

R.A. Hay que partir de la base que el cine no es igual en todos los sitios. El cine americano y el europeo son muy diferentes. Por ejemplo, el cine italiano de la posguerra es brillantísimo. El neorrealismo se hizo sin medios pero con mucho talento, mirando hacia la vida. No es un cine de cine, sino un cine de vida. En España, sin embargo, tuvimos la Guerra Civil. Una Guerra que recuerdo sin demasiada amargura. Sólo duró tres años, pero la posguerra no se acababa nunca. Éste era un país triste y siniestro, del color de la sotana, entre negro y verde. Sin embargo, de Estados Unidos venía una sensación de colorido, allí tenían todos los colores, pero en España todos eran negros y fúnebres, además con una cruz. Había sensación de vivir en pecado mortal constante.

P. Es usted considerado el mejor guionista de la Historia del Cine español, incluso le han dado un Goya en 1997 a toda su trayectoria, ¿cómo lleva el peso de su fama?

R.A. En la vida no hay que darse demasiada importancia. Hay que ser serios, pero es terrible creerse más o ponerse muy en serio. Hay muchas lecciones de humildad en el cine. Por ejemplo, en la Oficina de Hacienda no existe una casilla que defina nuestra profesión. Recuerdo que en cierta ocasión me dirigí al hombre de la ventanilla y le pregunté si, al no existir un epígrafe para los que escriben para el cine, no tenía que pagar. Pero no fue así, tuve que pagar, aunque para ello esté inscrito en la casilla de “ceramistas y artesanos varios”.

P. Todo el mundo conoce su sentido del humor. ¿Qué papel cumple el humor en la vida de Rafael Azcona?

R.A. Sin el humor, la humanidad hubiera perecido hace siglos. Por eso siempre he empleado el humor en todas las historias, aunque el tema no fuera gracioso, como en Los muertos no se tocan, nene. Y es que, por un tiempo, la muerte en España fue distinta. Escribí esta historia por amor a la vida, pero la censura la echó para atrás. Antes, los muertos sólo se enterraban. La Iglesia Católica no permitía tirar las cenizas al Mediterráneo. Pero ahora todo ha cambiado. Quién nos iba a decir, en la época de El cochecito, que ahora el coche te lo pueden quitar por los puntos… Hay cosas que parecen disparatadas pero en verdad son muy comunes a todos.

LTD. Uno de los directores con los que más extensa y profundamente ha colaborado es Luís García Berlanga. ¿Cómo comenzó su relación con el realizador valenciano?

R.A. Después de El Pisito se hizo un episodio  piloto para una serie sobre los timos. Los había muy graciosos, como que un señor vendió a otro un tranvía. Por aquel entonces, yo colaboraba con Marco Ferreri, aunque también en La Codorniz, y publicando cuentos y un libro. Entonces Ferreri habló con Berlanga y allí comenzó nuestra colaboración con Plácido. Plácido nació porque un día en la Gran Vía un señor le dijo a un pobre que “los pobres debían cenar al menos un día al año”. Así se inició nuestra relación, una relación que duró mucho porque no fuimos matrimonio.

P. ¿Y qué nos dice de su más famosa colaboración, El Verdugo?

R.A. El Verdugo nació de un comentario de Berlanga. Él dijo que un verdugo debía tener muchísimas dificultades para estar con una mujer, de ahí el nacimiento de la historia. Pero El Verdugo no es un alegato, como se ha dicho en alguna ocasión, sino que es una mirada a la pena de muerte, basada en lo peligroso que es decir sí, haciendo dejación de nuestros derechos. La verdad es que decimos que sí a muchas cosas sin pensarlo. El matrimonio, por ejemplo, es una cosa peligrosísima. No sé por qué no examinan antes de casarse. A medida que dices sí a las exigencias sociales, te vas buscando la ruina.

P. En El Verdugo se aborda una problemática social clave en el franquismo. ¿Tuvo este film problemas con la censura?

R.A. Cuando la censura se enfrentaba a películas de compromiso social hilaba muy fino, pero como El Verdugo no tenía esa pretensión, sino que era una tragedia grotesca, la censura sólo le puso de pega la ropa interior negra de la actriz. Los censores estaban muy mal pagados, como dice el libro de Justino Sinova, La censura de la prensa. En la Oficina de la Censura tenían tanto frío en invierno, que caían enfermos con neumonía, y los que quedaban, sólo redactaban estancias para que les dieran carbón. Además, hay que reconocer que los censores no tenían criterio.

P. ¿Qué opina de aquellos que hablan sobre su retiro del cine?

R.A. Pues mire, cuando Wilder decidió retirarse, contó una historia bastante gráfica para contestar a su pregunta: “un señor mayor fue a un urólogo porque no podía orinar. El médico, al conocer su caso, le dijo: pues ya orinó usted bastante

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