Título original: Midnight in Paris.
Dirección y guion: Woody Allen.
Países: España y USA.
Año: 2011.
Duración: 94 min.
Género: Comedia romántica, fantástico.
Interpretación: Owen Wilson (Gil), Marion Cotillard (Adriana), Rachel McAdams (Inez), Kathy Bates (Gert), Michael Sheen (Paul), Adrien Brody (Salvador), Nina Arianda (Carol), Mimi Kennedy (Wendy), Kurt Fuller (John), Carla Bruni (guía del museo), Léa Seydoux (Gabrielle), Tom Hiddleston.
Producción: Letty Aronson, Stephen Tenenbaum y Jaume Roures.
Fotografía: Darius Khondji.
Montaje: Alisa Lepselter.
Dirección artística: Anne Seibel.
Vestuario: Sonia Grance.
Distribuidora: Alta Classics.
Estreno en USA: 20 Mayo 2011.
Estreno en España: 13 Mayo 2011.
Apta para todos los públicos.
Ser ambidiestro es una suerte. Artísticamente hablando, Woody Allen lo es. Poder participar de la racionalidad, del análisis, de la sensatez; y dejarse atrapar, al mismo tiempo, por la fábula, el absurdo, la leyenda y el mito, es un privilegio que sólo los elegidos obtienen. Puede que digan que hay un solo Woody Allen pero resulta tan ilusorio como desatinado: hay cientos de Allen, como se cuentan a cientos los estilos de sus películas.
Midnight in Paris no es una película al uso, no es tan siquiera película. Es un juego de identidades, de dimensiones y de tiempos, conjugados todos ellos en un único espacio, París, y su inagotable fuente de creación. A ella acude Gil (Owen Wilson), guionista y escritor frustrado cuya primera novela, aún sin concluir, le produce más de un devaneo de cabeza. Con él está Inez (Rachel McAdams), su petulante prometida quien, junto a sus padres, se hospedan en uno de los hoteles más exclusivos de París. Hechizado por el encanto de la ciudad de las luces, Gil no es consciente del desprecio absoluto que le profesa su familia política, comenzando por su novia, la cual parece más centrada en flirtear con un antiguo amor que en prestar atención a su actual pareja. Así las cosas, Gil pasa más tiempo deambulando solitario por la ciudad que acompañado, soñando con tiempos pasados que siempre parecen mejores.
En una de sus expediciones nocturnas, cuando el reloj marca la medianoche, un viejo coche de los años veinte hace su parada frente a él, saliendo del vehículo un grupúsculo de bohemios novelistas, champagne en mano. El primero, Scott Fitzgerald; la segunda, Zelda Sayre. Ambos, tanto el portavoz de la generación perdida como su esposa, introducen a Gil en un mundo insospechado de música de Cole Porter, de desinhibición, de talento teñido de bohemia, con algunas flappers y mucho peinado a lo garçonne. Pero Gil sigue obsesionado, su novela tiene que ser un éxito. Así le llevan ante Ernest Hemingway, quien le introduce en el universo de la literatura por la puerta grande. Le presenta a Gertrude Stein, la cual se ofrecerá obsequiosa a corregir su novela; allí también conocerá a Jean Cocteau, a Pablo Picasso o a Henri Matisse. Sin embargo, nadie le llamará tanto la atención como una joven francesa que fuma con boquilla y luce un bob cut provocador, Adriana (Marion Cotillard), musa del pintor malagueño, otrora amante de Amedeo Modigliani (después, según parece, de que éste estuviera con Beatrice Hastings –su Madame Pompadour-, y antes de que conociera a Jeanne Hébuterne). De ella no sólo se queda fuertemente prendado, sino que por su amor, precisamente, volverá noche tras noche a reencontrarse con el pasado, con la década de los años veinte en la que tanto le gustaría vivir. Sólo al final de la historia, si es que tiene final, Gil consigue autoconvencerse de que ningún tiempo pasado fue mejor, aunque sólo sea por no ser nuestro.
Haciendo gala de un estilo peculiar, Woody Allen se reencuentra con el París de Todos dicen I love you, sin tono musical; regresa a las idas y venidas con la muerte, pero sin guadañas a lo Igmar Bergman de La última noche de Boris Grushenko; también bebe de la ruptura dimensional de La rosa púrpura de El Cairo, y del ambiente nocturno y nostálgico de Sombras y niebla –tan absurdo como ver a Carla Bruni como guía de un museo resulta descubrir a Jodie Foster regentando una casa de lenocinio, o Madonna actuando en un circo-.
Quizá uno de los aciertos de la cinta, amén de la fotografía pictórica, su constante referencia a la actualidad (desde Irak a la formación del Tea Party), y el elenco –lástima que McAdams esté obligada a emular a la Scarlett Johansson de los trabajos de Allen, y no explote su propia y sobrada competencia-, sea el juego de envite constante al que el realizador y guionista convida al espectador. Ir descubriendo a Dalí –brillante Brody-, a Toulouse-Lautrec, a Buñuel –inmejorable el momento en que Gil revela el argumento de El ángel exterminador para estupefacción de don Luis-, hacen que la película cobre una vida diferente, mucho más excitante y significativa.
Tal vez pudiéramos echarle en cara algunos pasajes largos y hasta innecesarios, pero expresiones como “Adriana, usted eleva a arte el concepto de groupie”, compensa cualquier exceso posible. Finalmente, destaca la bien elegida y retratada París, una ciudad en que “cada calle lleva una obra de arte en sí misma”, según el protagonista, y que se hace tan visible como necesaria para esta película-fábula que sólo el realizador neoyorkino podría haber firmado.
Sabemos que Woody Allen es muy diestro, pero cómo no reconocerlo: es insuperable su lado siniestro.
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