A lo largo de tantos años, disfrutando en la oscuridad de la sala cinematográfica, muchas veces me he formulado la misma pregunta: ¿en qué consiste una buena película? Si preguntáramos a Hitch, el genio del suspense lo resuelve a través del grado de satisfacción y del gusto del público. En otros autores la cuestión reside en el cumplimiento formal de un estricto catálogo de técnica y arte y, en los más atrevidos, esta cuestión se dirime desde su profundo ego de creadores. Pero, obviando estas excentricidades dalinianas, quizás el espectador es el que tiene la llave.
Entre junio y agosto de 1957, el realizador liberal de izquierdas de nombre Richard Brooks, también novelista y guionista imprescindible del Cine Negro –Cayo Largo de John Houston, entre otras- rueda entre Londres y París una leve adaptación de la novela de Dostoievski: Los Hermanos Karamazov. La redención, por parte de los hijos, de los pecados de los padres, máxima en la última novela del escritor ruso, queda sustituida en la cinta por una trágica y dramática historia vivida a través de una aparición ilusoria del amor y la justicia: Grúshenka (María Schell). Trágica porque el asesinato se solapa a la redención, dramática por el anhelo inalcanzable de Dmitri por conseguir la paz de su espíritu, y recreada en ese lenguaje oscuro cinematográfico, de travelling portentoso, planos inclinados y una vigorosa perfección del encuadre, de una excelsa potencia plástica tenebrista. En definitiva una fotografía que, en la idea sirkiana, contiene el espíritu oculto de la película. Pero es conmovedora en su argumento, en sus matices que se alejan de la filosofía de la novela, para que Brooks nos adentre en la magia del sentir en el cine: el capitán y su hijo, ese niño que rompe al enérgico oficial (Yul Brynner) con su elocuente dignidad. Y es que, la película del realizador concienzudo, tiene la coherencia del guión y la imagen y aunque -al igual que en muchas otras incursiones cinematográficas de tantos y tantos directores- se aleja de la intención literaria del novelista, consigue una brillante y medida puesta en escena, y una dirección de actores que ya es uno de sus distintivos personales. Meses después rodaría La Gata sobre el tejado de Zinc, donde encumbra a Newman y Liz Taylor a los grandes altares de la interpretación: la gata y El Método.
Brooks consigue el apoyo de uno de los mejores productores del Star System de esos años cincuenta, Pandro S. Berman –The Picture of Dorian Gray (1945), Madame Bovary (1949), Blackboard jungle (1955), Butterfield 8 (1960)- con el sello característico de productor artesano que entiende el trabajo de su director y esto, se nota en los hermanos Karamazov. Esa carrera de caballos compitiendo por un beso de María Schell, lírica, aventurera, en definitiva, al más puro estilo del cine clásico, casi recordando a un maestro en este tipo de escenas como Raoul Walsh en The World in His Arms (El mundo en sus manos, 1952). Richard Brooks ya había experimentado el desastre que deviene de abrir la caja de las emociones en La última vez que vi París (1954), tres años después, y ante la enorme responsabilidad de asumir proyectos grandilocuentes -sólo destinados a los grandes maestros como Wyler o De Mille- se embarca en una revisión cinematográfica de la que está considerada una de las mejores novelas de la literatura universal. Difícil tarea que se aligera en los primeros rodajes al entender el acierto en un casting complicado y alabado posteriormente por el público y la crítica. Nunca estuvo mejor Brynner que en su Dmitri, con escaso efecto interpretativo -a diferencia de su Rey de Siam- contenido, casi místico fundiéndose con los planos en sombra que el maestro húngaro de fotografía, John Alton, describe como alma de la misma cinta, esencia que ya vislumbró con sus encuadres en su Brigada Suicida de Anthony Mann, Un Americano en París (1951) –por la que gano el Oscar a la mejor fotografía- o su nueva colaboración con el mismo Brooks en Elmer Gantry (El Fuego y la Palabra, 1960). O ese niño prodigio musical que fue considerado Lee J. Cobb y que ya nos sorprendió en su retrato de la corrupción en La Ley del Silencio de Kazan. Todo cine con mayúsculas donde suma la luz de Alton, el creador del ambiente psicológico y de la emoción poética, en su desgarro, en su mentira e ironía. Magnífico Cobb –nominado al mejor secundario- es el alter ego del ejercicio del egoísmo y la mezquindad. Esa María Schell, el ángel blanco, que en su sonrisa y en sus ojos contemplativos de la débil gacela -que parece Dmitri- resume la emoción poética. Todo está reconvertido a un lirismo trágico romántico donde Brooks, parafraseando el libro de Alton, Pintando con luz, construye un espectáculo que autores contemporáneos como Minghella, o Ridley Scott, tienen en su memoria. Brooks es heredero del dinamismo cinematográfico, del ritmo vertiginoso en contrapunto con la emoción, como hiciera Ford, Walhs, Hawks, Curtiz y todos los grandes del género de la aventura.
Los hermanos Karamazov es retomada -después de casi sesenta años- como una de esas películas imprescindibles para aprender a hacer cine, para emocionar al público ante la mirada atenta de un hombre perdido en su sufrimiento, de una mujer egoísta pero enamorada, de un chiquillo que no vive para subsistir sino para cuidar de su padre enfermo, de un viejo tirano embriagado por la sensualidad, de un místico que comprende que su hermano vino a sufrir al mundo –porque en palabras del santo de la cinta: “debemos de comprender que algunos hombres sólo vienen con la dura misión de sufrir en este mundo por el error de los demás”. En definitiva, uno se sienta en el sillón y cuando termina la película de Brooks quiere más y entonces descubre, que le está esperando el universo desgarrado del dramaturgo sureño en su Gata sobre el tejado de Zinc y en Dulce pájaro de juventud (1962). Fue el mismo Godard el que consideraba al realizador un auténtico creador cinematográfico, honrado, titánico, en su concepción formal de la escena sin dejar rendir su férrea batuta a sus propias convicciones personales, con un gran corazón como muestra alguna de las más memorables secuencias de su filmografía. Brooks entendía a la perfección la debilidad del ser humano, como hiciera Ford, una fragilidad que se ponía siempre al servicio de la historia. A los amantes del cine y la literatura, la cinta del año 1958 no nos dejará indiferentes cuando contemplemos el pulso firme de la narración arropada por las magníficas interpretaciones de los actores en ese universo de color de Rembrandt. Imprescindible retomarla los cinéfilos más jóvenes.
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