oxfordDirección: Álex de la Iglesia.
Países:
España, Reino Unido y Francia.
Año: 2008.
Duración: 110 min.
Género: Thriller.
Interpretación: Elijah Wood (Martin), John Hurt (Arthur Seldom), Leonor Watling (Lorna), Julie Cox (Beth), Anna Massey (Sra. Eagleton), Alex Cox (Kalman), Dominique Pinon (Frank), Jim Carter (inspector Petersen).
Guión: Álex de la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría; basado en la novela de Guillermo Martínez.
Producción: Gerardo Herrero, Mariela Besuievsky, Álvaro Augustin, Kevin Loader, Frank Ribiere y Verane Frediani.
Música: Roque Baños.
Fotografía:
Kiko de la Rica.
Montaje: Alejandro Lázaro.
Diseño de producción: Cristina Casali.
Vestuario: Francisco Delgado.
Estreno en España: 18 Enero 2008.

Llega un momento en la vida de todo realizador español que se precie, en el que no cabe dilación para solucionar un dilema que se presenta trascendental: quedar impávido ante la relegación de sus filmes a las salas patrias, o variar el rumbo cinematográfico hacia orillas extranjeras. Una cuestión que, como puede inferirse, no resulta nada baladí. Y es que es precisamente esta última vía la que, presumiblemente, ha tomado Alex de la Iglesia, un director maduro que ha decidido, muy sabiamente, dar un giro a su trabajo, en un viraje que se me antoja el más lúcido y atrevido de cuantos he visto en el panorama del cinema nacional. Y es que, no hay nada –o casi- del director bilbaíno en Los crímenes de Oxford, una obra en absoluto menor que sorprende por su estilo y su forma, poco eclesiásticas –si es que éstas significan poco de de la Iglesia-, pero, paradójicamente, muy ortodoxa en su planteamiento, con un esquema que indudablemente remite a extensos títulos pasados de la cinematografía internacional. Sin embargo, insistimos, es una buena película, algo sin duda sorprendente y siempre necesario para una industria, la nuestra, que en 2007 perdió seis millones de espectadores. Parece que de la Iglesia, como antes no hicieran Amenábar, Balagueró e incluso Bayona, ha apostado por un género efectivo –y efectista-, un juego de espejos distorsionador en el que nada es lo que parece y en donde todos responden a la  presunción de culpabilidad. Recurriendo a la obra homónima de Guillermo Martínez, y muy en la línea del principio de parsimonia enunciado por otro Guillermo, de Ockham, en este juego lo más sencillo siempre es el camino acertado, aunque con frecuencia aparezca como la vía más compleja. Con las matemáticas de trasfondo –como en otro título español coetáneo, La habitación de Fermat-, Los crímenes de Oxford narra la historia de Martin –Eliah Word-, un joven matemático que, atraído por la fama mundial del profesor Arthur Seldom –John Hurt- acude a la ciudad británica para proseguir con sus estudios de doctorado, confiando en poder llevar a cabo la tesis con su idolatrado maestro. Descreído por el talante y genio del matemático, Martin decidirá regresar a su América natal, cuando una serie de misteriosos crímenes encadenados le imbuirán tanto a él como a su insociable ídolo, en un engranaje de ecuaciones matemáticas y muertes sin resolver. Con Lorna –Leonor Watling- y Beth –Julie Cox- como compañeras de dudas y sospechas, este triángulo amoroso y cuadrado de culpabilidades terminará del modo más inesperado.

“El mejor crimen no es el que queda sin resolver, sino el que se resuelve con un falso culpable”, reza el lema de este film, sintetizando sin duda alguna, todo el contenido de una cinta en la que el principio del caos se desvanece, y en la que el aleteo de una mariposa sí puede producir un tornado en el lado opuesto del planeta. Si no, que se lo pregunten a Alex de la Iglesia, quien ha sabido salir de su crisálida para demostrar que no hace falta nacer en tierra anglosajona para hacer una película made in USA (en el mejor de los sentidos). No obstante, cabe reprocharle a de la Iglesia un pecado nada intrascendente en lo que a cine se refiere, éste es, un final precipitado y un tanto desdichado en el que se pierde la intensidad de un modo imperdonable. Sin duda la única recriminación que cabe hacerle a una película que bien podría cambiar esa triste expresión que con demasiada frecuencia nos seduce a la salida de las salas de cine “no parece española, es demasiado buena”. Esperemos que se siga por este camino y nuestros realizadores demuestren que, cuando nos lo proponemos, damos –y de qué manera- la talla. Auguro que de seguirse en esta línea, acabaremos oyendo con regocijo –y hasta con orgullo, por qué no-: “esta película es demasiado buena. Parece española”. Denle tiempo al tiempo.

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