Que al cine clásico americano de los años cuarenta le apasionaron las vidas arraigadas a la fatalidad, no es ninguna novedad si tenemos en cuenta que Baudelaire ya nos definió la misma como “una poseedora de cierta elasticidad que se suele llamar libertad humana”. Y es que de hombres libres, en la existencia, el Hollywood de aquellos años estaba bien satisfecho. La factoría Korda presenta a través de United Artists una formal y eminente puesta en escena a la mayor gloria del cine británico de aquellos años y para más honor de sus principales protagonistas: Vivien Leigh y el que fuera su reciente esposo Laurence Olivier.
Pero las razones de la censura americana distaban del concepto del poeta simbolista francés, ya que el prólogo final impuesto por el censor J. I. Breen tenía más de castigo que de liberación. Pero como suele suceder, cuando las tintas se cargan en exceso, el título de su estreno en el Radio City Music Hall de New York el 3 de abril de 1941, That Hamilton Woman no fue lo suficientemente inquisidor e hizo que el público recibiera con el entusiasmo merecido a quien se había convertido en la heroína del celuloide con su Scarlett O’Hara en el año 1939, manteniendo el ámbito europeo el título original de los Korda: Lady Hamilton. La película vuelve a ser una “caja de Pandora” que abre sus recuerdos cuando finaliza su viaje amatorio con el heroico Lord Nelson. En una paradoja de su director, la cinta se convierte en un producto más de esos autores centro europeos que continuaron su obra en los Estados Unidos tras la ascensión del Nacional Socialismo en Alemania. Como si todo ello configurará un inmenso flashback que se cierran y abren con escenas épicas: el embarco en el muelle, bajo la bruma y el abrazo de los amantes, a la manera de un renglón de Borges donde se nos dice “que la belleza es más fatalidad que la muerte” y es que de muerte nos habla la imagen, del desarraigo de esta humilde cortesana que se convirtió en la esposa del embajador inglés de Nápoles y en amante de uno de los hombres más odiados por las mujeres cortesanas británicas del siglo XVIII ante su insistencia en el divorcio de su esposa, encarnada en la cinta por Gladys Cooper.
El estilismo del cine británico se deja acariciar en las mejores puestas en escena de la misma: la taberna y la confesión de su amor por parte de Lord Nelson, donde convierten un beso en el único idioma universal cual reflejara el escritor romántico Alfred de Musett. Aspectos formales que recalan en un equipo técnico a la manera Korda. Y es que el cine histórico de Korda (La vida privada de Enrique VIII y Rembrandt), gozó de la excelente documentación y la belleza estética como elemento primordial. De hecho la película establece un disfrazado compromiso entre el juego de la belleza y la falsedad de la misma, quizás según el censor a través de la historia adultera de los personajes centrales o del mismo castigo que reciben los protagonistas por su desafío a las buenas costumbres. Pero cual hiciera mi querido Javier Coma en su libro 50 amores clásicos, al igual que Waterloo Bridge (1940), la película del fundador de la London Films, es una muestra del cine de amor con palabras mayúsculas, al lado de los grandes autores de culto y de los textos que inspiraron las mismas, aunque algunos críticos apuntan ciertas concomitancias de la cinta con el heroísmo inglés frente al invasivo nazismo, además de sus reflexiones sobre la psicología del matrimonio. Pero la fotografía de Rudolph Maté, quien fuera luego un realizador a tener en cuenta en los cincuenta, cubre todo el serial romántico y preciosista que envuelve la historia de Korda. Pero una argumentación que se nutre de párrafos de libertad, una mujer libre del siglo XVIII hasta nuestros días, que se reafirma desde su autenticidad para ser fiel a sí misma. Una dama contemporánea romántica que, tal como decía Victor Hugo, muestra su “romanticismo como la liberación de la literatura”. Quizás por ello, la apuesta del director húngaro le gustó poco a “Brenn el censor” a quien Korda contesto incluyendo los cortes solo en las copias de distribución americanas.
Y finalmente, la partitura de Miklos Rozsa. Sublime. Palabras notales mayores de un compositor que daría lo mejor de sí mismo en los albores de los casi sesenta, con la pieza conclusiva de toda su obra: Ben-Hur (1959). Sin sus compases la fotografía se hubiera desvaído en un sentimentalismo vacío, y el equilibrio fílmico que se alcanza es casi magistral. Porque hablan las palabras en boca de Leigh y Olivier y el silencio se siente de sus miradas en las notas menores de Rozsa. Una pieza mayor de un realizador que siempre encontró a la actriz adecuada para este pensamiento que tuvo sobre el momento en el que Europa se rendía a Napoleón y Nelson caía en los brazos de ella: Vivien Leigh. De la misma manera que el mundo se vence ante el nazismo y Rick se desvanece en las sombras del Café de Casablanca (1943). Como siempre la universalidad del argumento.
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