No hace falta ser Alfred Hitchcock para saber que, cuando se está enfermo y además en casa, hay pocas formas de distraer la mente mientras el cuerpo se queja. A veces pasa que el malestar cesa y el intelecto puede expandirse, entretenerse mientras le es posible; otras que la incomodidad es tan envolvente que ni tan siquiera se puede buscar más allá de los propios recursos para amenizarse. Y se empieza a pensar.

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Imagen de La ventana indiscreta 1954 © Paramount Pictures. Patron Inc. Distribuida en España por Universal Pictures. Todos los derechos reservados.

Cuando ya se ha leído todo lo leíble, y se han visto todas las películas posibles en todos los formatos disponibles, no queda más remedio que escuchar, escucharlo todo, desde un latido, un carraspeo, los zumbidos o un estremecimiento, al sonido del reloj, el agua de las bajantes, el aire en el radiador. Cualquier retumbo sirve para evadirse, para salir del propio cuerpo y olvidar que éste era tu año, aunque la gripe haya llegado al tiempo que finalizaba la última campanada. Entonces recuerdas a James Stewart con su pierna rota y su entrometido teleobjetivo en La ventana indiscreta (1954), comprendes ipso facto que alguien llegue al paroxismo de tanta actividad improductiva y que Hitchcock encontrara en It had to be murder (1942),  de William Irish, el cuento que mejor definiera la convalecencia. Aunque no se disponga de Thelma Ritter o de Grace Kelly, ni tampoco en la fachada de enfrente  Raymond Burr juegue con la tierra de los rosales, no se puede decir que en cualquier vivienda no haya sucesos que la entrometida impaciencia no encuentre fascinantes.

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Imagen de La ventana indiscreta 1954 © Paramount Pictures. Patron Inc. Distribuida en España por Universal Pictures. Todos los derechos reservados.

Sin ir más lejos, qué más quisiera, es un buen momento para descubrir que la destreza musical de los familiares de un vecino ha mejorado, y así es agradable escuchar el “Para Elisa” de Beethoven seguido de los acordes iniciales de “Wrecking Ball” de Miley Cyrus. Combinación extraña, cierto; sucesión mejorable, no se lo voy a discutir; pero qué quieren que les diga, prefiero los armónicos de ese piano incoherente al rechinar del parquet. También es una ocasión única para descubrir la zafiedad de una vecina nonagenaria en su cruzada contra los voluntarios de una ONG o el perezoso llamar de un mensajero que no encuentra quien le abra la puerta. Cualquier estímulo es capaz de despertar la entorpecida conciencia.

La tarde se hace larga e idéntica a todas las anteriores. Miro por la ventana y observo las viviendas de enfrente. No hay bailarinas, ni escultores, ni disciplinados canes, ni ningún Lars Thorwald con aviesos propósitos, o eso espero. Vuelve a resonar el “Para Elisa” y presiento movimiento enfrente. Aunque puede ser la fiebre, pondré a cargar la cámara de fotos. Nunca se sabe, ya nos lo enseñó Alfred Hitchcock, cualquier cosa puede encontrarse enterrada bajo los rosales.

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