La imaginación humana es extraordinaria; la infantil, portentosa. Nada puede asustar más ni impresionar con mayor contundencia, que aquello que pasa por la mente de los niños. Todo en ella resulta grandioso, descomunal y definitivo. Fue mi imaginación la que, siendo niña, me hizo ver en un videojuego ya arcaico, llamémoslo vintage, un mundo de fantasía plagado de dragones y mazmorras. Aquel beat’em up se llamaba Golden Axe, muy popular en los ochenta y al que yo accedí en los noventa, y que se encargó de llenar de lucha épica mi infancia, descifrando enigmas y blandiendo mi espada contra esqueletos guerreros.

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Imagen de Golden Axe © 1981. SEGA. Todos los derechos reservados.

La trama del juego no estaba tan alejada de Willow o de La historia interminable, pero tenía la inmensa ventaja de que cualquier jugador podía convertirse en una superheroína. Porque sí, aunque ataviada con una sensual armadura de dos piezas, tremendamente disfuncional para las luchas que llevaba a cabo, el videojuego permitía elegir una protagonista femenina, y con ella trasmutarse en agente activo de la historia, alejándose así de la princesa Peach y de la larga tradición de damiselas en apuros arcade. Si saco a colación este juego ahora, en vísperas de Halloween, es porque su estética rememoraba de manera patente una película mítica, Jason and the Argonauts (1963, Don Chaffey), basada en el poema épico Argonáutica, escrito por Apollonius Rhodius trescientos años antes de Cristo.

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Imagen de Golden Axe © 1981. SEGA. Todos los derechos reservados.

Su sensacional historia rebosa magia a raudales, mezclada con altas dosis de mitología, banda sonora de Bernard Herrmann (Psicosis) y efectos especiales espectaculares para una época en la que el máximo referente en animación seguía siendo King Kong. Aunque la temática pueda llamar a engaño, no se trata de una prototípica producción cartón-piedra de la década, sino todo lo contrario. Jason and the Argonauts es mucho más que dioses vengativos que juegan con el destino de hombres con el torso desnudo y de mujeres envueltas en túnicas. También es más que un protagonista sansónico rodeado de los hombres más inteligentes y fuertes de toda Grecia. Es ante todo una lucha cuerpo a cuerpo por defender la vida y el honor.

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Imagen de Jasón y los Argonautas © 1963. Columbia Pictures Corporation, Morningside Productions, Great Company. Todos los derechos reservados.

Jasón (Todd Armstrong) es llamado a ser el heredero del reino de Tesalia. Durante su infancia, Pelias (Douglas Wilmer) arrebata el trono a su padre y destruye a toda su familia. Los augures son claros al respecto: algún día, veinte años después, Jasón regresará para recuperar lo que legítimamente es suyo. Por ello Pelias urde un fatídico plan, enviando a Jasón a un viaje a los confines de la tierra para hacerse con un vellón de oro legendario. Todo ello sabiendo que el joven va a fenecer en el intento, eso por descontado. Acompañado por un batallón formado entre otros por Hércules, Hilas, Castor o Peleo, y contando con el parabién de la diosa Hera (Honor Blackman), Jasón y el resto de los tripulantes del Argo, se dispondrán a atravesar el mundo para regresar a Tesalia triunfantes. En su camino deberán emplear su fuerza y su ingenio para derribar al gigante de bronce Talos, atrapar a las arpías, atravesar las simplégades, matar a las sanguinarias hidras y hacer frente a un ejército de esqueletos nacidos de los dientes de la Hidra de Lerna.

Imagen de Jasón y los Argonautas © 1963. Columbia Pictures Corporation, Morningside Productions, Great Company. Todos los derechos reservados.

No obstante, lo que hace inmortal a esta obra no es el vellocino de oro, sino una extraordinaria escena de stop-motion que ha resistido durante décadas el enviste de la imaginaría digital y de los efectos más punteros. Y fue todo gracias a un visionario, un artista, que entendió a pronta edad cuál debía ser el camino a recorrer en su vida futura. Adelanté hace unos párrafos que la imaginación infantil es prodigiosa. Y es que fue ésta la que hizo que un niño de cinco años, ni más ni menos que Ray Harryhausen, descubriese su vocación al ver los efectos especiales de The Lost World, convirtiéndose en el padre del actual cine de animación. Harryhausen fue capaz, con ayuda de su creatividad, de elaborar una homérica lucha entre Jasón y siete esqueletos que, aún hoy en día, sorprende por su calidad y su toque inigualable, imposible de replicar por muchos efectos especiales con que se cuenten. Durante cuatro minutos, esta secuencia que necesitó de cuatro meses de trabajo, se convirtió en el mayor éxito de la carrera de Ray Harryhausen, quien sin embargo no recibió ningún Oscar por su trabajo hasta el honorífico de 1992.

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Imagen de Jasón y los Argonautas © 1963. Columbia Pictures Corporation, Morningside Productions, Great Company. Todos los derechos reservados.

Algunos podrán preguntarse por qué una película como Jason and the Argonauts ha podido evocarme Halloween, ni remotamente. La respuesta es clara. En una industria acostumbrada a ofrecer vísceras a granel, fantasmas sin emoción y epopeyas sin inspiración, es de recibo recordar aquella manufactura casi artesanal, en la que la imaginación de un genio pudo concebir la mejor escena de ultratumba de toda la historia del cine.

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