Entender cómo el cine ha sido capaz de reponerse tras la muerte de uno de sus estandartes más férreos, es una incógnita. Entender cómo los últimos años de Katharine Hepburn no fueron aprovechados, ni siquiera recordados, es una vileza. Porque fue la Hepburn, la magnífica y arrogante actriz pelirroja, una de las más grandes figuras de la cinematografía mundial, ante cuya actuación no cabe sino persignarse y enunciar un sentido chapeau.

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Imagen de “Historias de Philadelphia” © 1940 Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), Loew’s. Distribuida en España por Warner Bros. Todos los derechos reservados.

Si alguien le hubiera confesado a Katharine Houghton Hepburn, aquella joven libre y desenfadada de Connecticut, que su nombre iba a brillar dentro del universo cinematográfico con la intensidad y duración con que lo ha hecho, seguramente hubiera caído en la más absoluta incredulidad, y es que esta hija de un doctor y una valiente sufragista, descendiente de los primigenios peregrinos del Mayflower, nunca pensó en la interpretación como meta profesional. Educada en los valores de la autorrealización, la potenciación mental y el ejercicio físico, la Hepburn se graduó en Historia y Filosofía en el Bryn Mawr Collage, siendo entonces cuando vislumbrara la actuación como la vía por la que encauzar su talento artístico. Iniciada en el mundo teatral, en 1928 decide trasladarse a Nueva York, donde comienza a despuntar en obras de Broadway.

Descubierta en las tablas, el cine pronto reclama su presencia, siendo el mismo George Cukor quien dirige su primeraactuación cinematográfica para la RKO, Doble Sacrificio (1932). Sin duda será esta unión de Cukor y Hepburn el auténtico comienzo de una gran amistad, pues con el realizador neoyorkino rodará nueve películas, entre las que se encuentran algunas de las más brillantes actuaciones de la actriz de Hartford. Sin embargo, será antes de volver a rodar con el director de las mujeres, cuando Hepburn experimentará una auténtica transformación, convirtiéndose en una actriz de Óscar por su actuación en Gloria en un día (1933).

A pesar de ser una intérprete brillante donde las haya, y pese a haber conseguido un buen palmarés en su segunda cinta con Cukor, Las cuatro hermanitas (1933), por la que obtuvo el Premio a la mejor actriz en el Festival de cine de Venecia, sus repetidos fracasos en taquilla por una serie de películas desacertadas –entre las que se incluye, inauditamente, La fiera de mi niña, del genial Howard Hawks-, llevaron a pensar que la abigarrada actriz resultaba ciertamente peligrosa para la recaudación, postrando a la joven promesa en un incómodo segundo plano que vino a contravenir sus verdaderas pulsiones artísticas.

No fue hasta la década siguiente, 1940, cuando la Hepburn pudo brillar con todo su esplendor. Obviando las reticencias de los productores y haciendo alarde de su incansable carácter, la actriz que afirmara que en la vida lo único que no puede perderse es la sonrisa, aceptó el reto de interpretar –y cómo- el papel femenino de Historias de Filadelfia (1940, George Cukor), rol que estaba más que acostumbrada a encarnar, si se tiene en cuenta que fue la propia Hepburn quien tenía los derechos de esta obra de teatro, y quien puso su fe y empeño en que saliera adelante la adaptación. Su magnífica relación con quien ya hubiera sido su compañero en el malogrado film de Hawks, Cary Grant, añadida al intenso talento con que se urde la trama entre ellos y el tercero en discordia, James Stewart, representa indudablemente el mejor ejemplo de saber hacer del cinematógrafo, aunque pocas veces haya podido ser visto con tanta claridad y brillantez. Segura de su trabajo y conocedora de su atractivo ante las cámaras, Hepburn se embarcó en un nuevo proyecto que cambió su vida para siempre. Fue obra de George Stevens que el azar uniera, en buena hora, a Spencer Tracy y Katharine Hepburn, convirtiendo a la pareja en una de las más emblemáticas de la historia del cine. Pese a las reticencias iniciales de la actriz –de él llegó a decir que era “más simple que una patata”-, y a pesar también, de cierta tirantez inicial, nunca la premonitoria aserción de un actor había tenido mayor grado de certeza que la que ejecutó Tracy cuando conoció a la actriz, cuando afirmó que a pesar de su diferencia de altura, ya cortaría a su medida a la Hepburn. Y en verdad lo hizo, pues en sus más de nueve filmes unidos, la pareja consiguió mimetizarse de forma tal que, en la actualidad, nadie puede entender la existencia de Tracy sin su Hepburn, ni de Hepburn sin su Tracy. Y es que a pesar de haber estado relacionada con otros hombres – Ludlow Ogden Smith, con el que incluso llegó a casarse; el realizador John Ford; su agente Leland Hayward, e incluso el extravagante Howard Hughes-, nunca hubo hombre para ella como su partenaire en La mujer del año (1942), Sin amor (1945 , George Stevens) o Mar de Hierba (1947, Frank Capra), películas en las que, no obstante, nunca llega a mostrar su activismo en pro de la defensa de los derechos de las mujeres, asumiendo, la mayor parte de las veces, papeles que acaban implicando la sumisión femenina ante su pareja. Fue en 1949, sin embargo, cuando pudo protagonizar una película en la que el talante –y talento- de Hepburn quedó explícitamente mostrado: La costilla de Adán. Dirigida por su admirado y querido George Cukor, el papel de la abogada Amanda Bonner catapultó definitivamente a Hepburn como una mujer fuerte, segura y competente, capaz de igualarse en fuerza y eficacia a cualquier hombre. Fue de nuevo Tracy la contrarréplica de esta “dama del teatro” en un emblemático y único film que supuso la entrada de estos dos magníficos en el Olimpo de los dioses del celuloide.

Sin embargo, y como cualquier sueño, esta relación llegó a su fin. Una larga enfermedad azotó a Tracy, postergando su amor para otro momento, otro lugar. Pocos meses antes de su desaparición, y como epílogo de su relación profesional y sentimental, esta pareja de lujo realizó una de las películas más importantes de su carrera, Adivina quién viene esta noche (1967, Stanley Kramer), tras la cual Hepburn no sólo ganó su segundo Óscar, sino que perdió a su primer y único amor. Según su propia biografía, la Hepburn nunca vio esta última película por el dolor que le suponía recordar la relación que algún día la unió al hombre con el que compartió todo, a pesar de no haber podido siquiera despedirse de él en su entierro, por respeto a su “auténtica” familia.

Más próxima al teatro que al cine, los siguientes años de tristeza de Katharine Hepburn estuvieron alejados de todo el pomposo glamour de Hollywood, a pesar de que sus escasas apariciones le reportaron premios y galardones más que envidiables. En 1968, su papel de Leonor de Aquitania le granjeó su tercer Óscar, el cual sería seguido, casi quince años más tarde, por su cuarta y última estatuilla, obtenido por su papel de Ethel Trayer en En el estanque dorado (1981). Con este premio, la actriz más delicada de la historia del cine había conseguido colocarse en la cima del estrellato, siendo –hasta el momento- la única intérprete que tiene en su haber cuatro Óscar, a pesar de que en el número de nominaciones esté equiparada con Meryl Streep –sin embargo, ésta última ha sido nominada tanto como actriz principal, como secundaria, al contrario que las trece nominaciones como actriz protagonista de Hepburn-. Aunque en la década de los ochenta pudo ser vista en numerosas ocasiones en la pequeña pantalla, esta actriz con acento inconfundible –el Bryn Mawr-, no volvió a realizar producciones de renombre como las que había llevado a cabo en décadas anteriores, ostracismo que vino a ser reforzado por su estado de salud. Pese a que mucha gente afirma que Hepburn padecía Parkinson, la propia actriz llegó a afirmar en el documental All about me (1993) que su problema psicomotriz era el legado directo de su abuelo paterno, molestia que intentaba paliar a través de la ingesta de whisky. Sea como fuera, lo cierto es que su disfunción motora fue en aumento, llegando a condicionar no sólo sus movimientos, sino su vida por completo. Tras padecer varios cánceres de piel e incluso poseer un tumor en el cuello, la existencia de Katharine Hepburn expiró el 29 de junio de 2003, cuando toda una vida de éxitos y esfuerzos pasó por delante de la casa de Old Saybrook, en su Connecticut natal. A pesar de los cuatro años que nos separa de su vida, la que fuera considerada como la mayor leyenda del cine según el ranking del AFI´s -junio de 1999-, nunca será olvidada, no sólo por su ingente capacidad y juicio, sino por la familiaridad y cariño que despierta en quienes se acercan a cualquiera de sus obras. A pesar de que actrices como Cate Blanchett hayan intentado acercarse a su magnanimidad y competencia en películas como El Aviador (2004, Martin Scorsese), nadie podrá negar que la valía de Hepburn no llegó a ser, ni por asomo, reproducida.

A título personal, reconozco que siempre recordaré a esta gran actriz, no por la química que pudiera mantener con Spencer Tracy –según la Royal Society of Chemistry esta pareja fue la que más química ha mostrado en la gran pantalla, científicamente probado-, sino por la intensa y cómica relación que la Hepburn comparte con otro grande entre los grandes, Cary Grant, en Historias de Filadelfia (1940, George Cukor). Bien porque este galán donde los haya dice como nadie “pelirroja”, bien porque ambos parecen compenetrarse con un entendimiento que roza la divinidad, este es el mejor filme en el que se puede encontrar –y reencontrar hasta la saciedad- a la mejor Katharine Hepburn.

Como epílogo, tan sólo les recomiendo que se acerquen a la figura de esta gran mujer para que puedan comprender las palabras que, con motivo de su muerte, afirmó nuestro oscarizado realizador José Luis Garci: “que lo pasen bien, admirando esta sucesión de milagros que es Katharine Hepburn”. Imposible superarlo.

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