La filmografía de Régis Wargnier es breve, quizás pueda decirse que intelectual y de repercusión irregular. En dos décadas ha conseguido hacerse un hueco en el cine francés y en el panorama europeo, pero, sin duda, es Indochina (1992) el hito de su carrera y el título más capaz de llamar la atención como se merece en el espectador. Oscar a la mejor película de habla no inglesa, más Césares que el mismo Tiberio, y una Catherine Deneuve en estado puro, nos dejan la huella del cine maravilloso, reconfortante y formal en esta poesía visual de carácter elegíaco. Y es que la partitura de Patrick Doyle se rompe compás a compás en los planos paisajísticos del entorno vietnamita. Es la historia existencial de la rivalidad extrema –el arrebato del amor de una hija- la lucha por encontrar ese “lugar en el sol” entre la niebla y las mansas aguas que son el hilo conductor de la cinta.
“La falta de amor” se huele –dice el texto- y la ausencia de paz vital se visualiza en la violencia de unos hombres a los que la naturaleza de Indochina endurece. La puesta en escena inicial es una muestra de la brutalidad del hombre en honor al deber, en recuerdo de esa idea de Coppola en Apocalypse now, en una barcaza incendiada que alumbra el remordimiento de unos niños a los que un Vincent Perez emergido de su Cyrano en 1990, pone el rostro y no tanto su alma en una interpretación desvaída y protegida por la eficaz y deslumbrante Deneuve. Pero el equilibrio fílmico de Indochina es casi perfecto, formal en la cámara y en las interpretaciones conjuntas de una sola intención emocional de desesperanza en una vida que se va a lo largo del viaje de unos cómicos, como aquel viaje en su parafraseo de El Río de mi admirado Jean Renoir. Clásica hasta la médula, emulando la bofetada de Gilda en una secuencia intensa y despertando el deseo de volver a ver ese Amor bajo el Espino Blanco de Zhang Yimou (2010), el amor poético que por causas distintas tiene un tono profundo existencial. Ambas cintas deambulan en la misma intención emocional, lo muestra el último fotograma de factura romántica, como Friedrich en El monje mirando al mar, con la actriz de espaldas al espectador en la contemplación del infinito, de una vida que pasó y se fue como las aguas del río. Sencillamente sentimental, que no sensiblera, emocional y de versos trágicos. La configuración del drama se resuelve en unos momentos mágicos de iluminación intuitiva, cuando en el entorno de la áspera naturaleza se bautiza a una criatura con la asistencia del agua y del cielo, el encuentro con el Absoluto y el movimiento de cámara que gira hacia el cañón de una escopeta.
Es el enfrentamiento de Dios y el Mundo y la reclamación de la razón ante tanta desigualdad, venganza y guerra, en un conflicto colonial, de usurpación, de hostilidad, de añadidos a la existencia, donde los hombres siguen hablando desde el amor y la poesía. Ese amor desvaído e intenso al mismo tiempo de Lihn Dan Pahm flotando sobre las palabras de ese escritor meticuloso y literario que es el guionista Erik Orsenna. Este compone un viaje homérico en esa escapada de la mezquindad infernal del hombre, de la tortura y de la aniquilación del ser humano como ser humano, donde la fuente de la vida es la propia esperanza rescatada a través de la magia de unos actores enmascarados en su ideología. La puesta en escena del suicido-asesinato de Jean-Baptiste (Vincent Pérez) al lado de su hijo bebe en el lecho, descubierto en los ojos de la actriz y las palabras de ella –“nadie se suicida junto a su hijo”- son la mayor expresión dramática de la desesperación ante la ausencia del trascendente, de la irracionalidad del hombre y del poder a través del deber. Cuantas veces el deber ha llevado a la destrucción –recordemos el ensayo que Kubrick realiza sobre este tema en Senderos de Gloria (1957)- y como el filósofo George Steiner examinaba este falso compromiso en su breve y esplendido ensayo sobre la Nostalgia del Absoluto.
Wargnier se estrenó como ayudante de dirección en 1981 al lado de Patrice Leconte y en su primera película como director, La femme de ma vie (1986), da muestras de su intención de autor, diría yo literario, poético y realista al mismo tiempo. Catherine Deneuve, protagonista de su segunda película, Terres Jaunes (1989), y la admirable apreciación de la banda sonora como hilo conductor de la intención emocional en su cine –ya lo aplicó anteriormente con el uso del «Romeo y Julieta» de Prokofiev- le proveen el caldo de cultivo para la que yo consideraría su obra maestra sin ningún paliativo: Indochina. Cualquier formalismo que podamos descubrir en la cámara del director nos recuerda a los grandes realizadores de sentimientos, desde Litvak con aquella Bette Davis contemplando de espaldas al espectador los acantilados de Dover en El cielo y tú, o al mismo Wyler de Cumbres borrascosas, en ese desafío de la propia realidad, de la creación imaginaria que suministra la leyenda, porque Indochina habla de la leyenda de dos seres que se amaban, o de la búsqueda de Stevens en su Lugar en el sol, o el análisis inquisitivo de un comisario gubernamental entre las miradas oblicuas de los asiáticos esclavizados, como hiciera Claude Rains en Casablanca de Curtiz y así, podríamos estar, horas y horas, buscando similitudes entre el hoy cinematográfico y el ayer, cuando el mayor acierto de Indochina es precisamente que su autor comprendió el pasado para explicar su presente en el año 1992 a través de su película. Es tan clásica que resulta enormemente actual después de veinticuatro años. Recuerdo que cuando vi la película por primera vez, un nudo en la garganta dibujó la emoción trágica de la historia que había visualizado. Descubrí con veintiséis años que hay algo que existe por encima de la imagen cinematográfica, que trasciende al encuadre y a los mismos actores. Es la creación de una idea. Esto es la esencia del cineasta: crear una emoción desde esa idea. Aquello que Billy Wilder sabía hacer magistralmente. Imprescindible recuperarla y por supuesto a mi amigo de ensoñaciones Billy.
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