Le llamaron Gracia y no pudieron estar más acertados: ojos azules, pelo rubio y sonrisa angelical tan sólo eran el comienzo de una interminable hilera de bondades que la más agraciada de los Kelly nos legó para la historia del cine. De padres acomodados, profundamente católicos y de origen irlandés, no cabía esperar que la pequeña Grace Patricia Kelly, decidiera dar al traste con las expectativas conservadoras que sus progenitores habían esbozado, decidiendo, ya a edad temprana, realizar sus sueños de convertirse en una gran estrella. Por ello, de su Filadelfia natal decidió trasladarse a Nueva York para estudiar Arte Dramático, no obstante, las penurias económicas y la ausencia de papeles le empujaron a ganarse la vida como modelo, hasta que pudo hacerlo como actriz.

Imagen de La ventana indiscreta 1954 © Paramount Pictures. Patron Inc. Distribuida en España por Universal Pictures. Todos los derechos reservados.

Y así fue que, con tan sólo veinte años, en 1949, a la joven Grace le brindaron la primera oportunidad de demostrar que su vocación estaba sostenida en un sólido talento, ni más ni menos que en Broadway, con la obra Las herederas de Henry James. Sus buenas maneras, su delicadeza y su extrema belleza fueron prontamente avistadas por los productores, quienes vieron en ella una gran promesa del cine de los años cincuenta. Contando con 22 años, la joven de Pennsylvania podía presumir de haber realizado su bautismo de fuego cinematográfico con Henry Hathaway en la alabada Catorce horas (1951), donde compartió plantel con Paul Douglas y Agnes Morhead.

No satisfecha con su debut en el cinema, y convencida de que iba a trastocar los cimientos del ajado Hollywood, Kelly se involucró en el rodaje que terminaría por encumbrarla al Olimpo de los dioses del celuloide: Sólo ante el peligro, el magistral western de Fred Zinnemann que convirtió a una actriz en un mito. La fuerza mostrada por esta principiante, en su pulso desigual con un grande como Gary Cooper, llamó la atención tanto de crítica como de público, quienes vieron en la joven algo más que una simple promesa, había nacido una estrella. Así quedó patente en su siguiente trabajo, Mogambo (1953, John Ford), donde hubo de demostrar su valía frente a actores de la talla de Clark Gable o una condesa enfundada, esta vez sí, en el hermoso y sempiterno calzado de la fama, Ava Gadner. Airosa con el resultado de este doble asalto, Kelly no sólo no desapareció entre las fauces de estos dos pesos pesados de Hollywood, sino que salió, si cabe, reforzada, mostrándose como savia renovadora de un cine caduco y necesitado de divas aristócratas, rubia pero más allá de la carnal voluptuosidad de Marilyn Monroe, e inocente, pero alejada de la ingenuidad virginal de Audrey Hepburn.

Sin embargo, todavía no había llegado la gran oportunidad de esta burguesa urbana de belleza imperturbable. A pesar de sus dos premios Oscar, obtenidos por Solo ante el peligro y La angustia de vivir, su mayor mentor, descubridor y casi preceptor, tenía acento británico y una pertinaz predilección por las blondies, una debilidad que le predestinaba, casi inquebrantablemente, a quedar atrapado en las redes de Grace Kelly. Ni Tipi Hedren, ni Kim Novak, ni siquiera Ingrid Bergman, consiguieron, ni por asomo, obtener la inmutable complicidad que entablaron Alfred Hitchcock y su musa, la bella y delicada dama con quien rodó tres de sus mejores películas: Crimen perfecto (1954), La ventana indiscreta (1954) y Atrapa un ladrón (1955), filmes en los que compartió focos, entre otros, con galanes de la talla de Ray Milland, James Stewart o Cary Grant. Fue durante el rodaje de esta última película, precisamente, cuando la suerte sonrió a la gracia pero abandonó al suspense: un repentino y fulminante romance con Rainiero III dio al traste con las esperanzas que Hitchcock había colocado sobre Grace. Tres películas más concluyeron la corta carrera de, a partir de entonces, su Alteza Serenísima la Princesa Grace de Mónaco. Alejada ya de los platós, y perdida para la posteridad del universo cinematográfico, la joven niña que un día quiso ser artista se convirtió, avatares del destino, en la más bella princesa de la que jamás se haya tenido noticia.

El paradójico infortunio hizo que un 14 de septiembre, allá por 1982, el que hubiera servido de fondo de su última película con el rey del suspense resultara el último escenario de su corta vida. Desaparecida en un extraño accidente cuando tan sólo contaba con 52 años de edad, el cine no ha vuelto a encontrar a una actriz con el carisma y la clase de la que hizo gala la princesa Kelly, quien, a pesar de haber realizado apenas 12 películas, quedará grabada, indeleblemente, en la mente de todos, como una de las mejores actrices de la Historia del Cine.

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